01/20/2014 por Marcelo Paz Soldan
A los jóvenes que escriben

A los jóvenes que escriben

ojo de vidrio

A los jóvenes que escriben
Por: Ramón Rocha Monroy

Comúnmente los artistas usan diversos estimulantes para acrecentar la percepción de sus sentidos y de su razón. Café, té, chocolate, tabaco, yerba mate, hojas de coca; pero también alcohol, yerba, hachís, cocaína, anfetaminas y otras drogas.
Ésta no es una invitación al consumo de esos productos, sino una reflexión sobre algunos de sus defectos.
Cuando uno consume un café y un cigarrillo, una copa de vino, una cerveza, un whisky, sentado a solas en una barra, poco a poco se abre un abanico de relaciones que pueden comenzar por dar fuego, pasar el cenicero, las servilletas o cualquier otro acto de pura gentileza.
De pronto comienza la tertulia: unos encuentran coincidencias de oficio o de trabajo; otros, de gustos musicales o artísticos; otros hablan a gritos de deporte o de política; otros buscan parentescos y amistades comunes. Así se entabla una relación empática, un empate efímero pero intenso entre personas que quizás nunca se vuelvan a ver.
Lo propio ocurre con las palabras, cuando uno se halla relajado, a solas, quizá escuchando una suite de Bach, un ensamble de blues, un piano que sugiera un bar vacío a las tres de la mañana. Puede que uno se sienta relajado porque se ha servido un vaso de whisky, porque ha fumado un cigarrillo o ha bebido una copa de vino. O más.
En la medida de esa soltura, de esa buena disposición, las palabras inician su propia tertulia; buscan relaciones entre sí; intercambian letras y así nacen los juegos de palabras, las aliteraciones, los palíndromas; se juntan en frases insólitas o de doble sentido; se presentan con el ropaje de un lugar común pero a continuación se desdoblan en combinaciones nuevas y sorprendentes.
Cuando uno contagia ese estado de ánimo a las palabras, es seguro que hablarán solas, que se divertirán solas y combinarán un texto vivo, un empate efímero pero intenso que quizá nunca más se repita.
Hay testimonios valiosos sobre este estado de hiperestesia que a veces proviene del sueño, tal como sucedió con el célebre poema Kublai Kan que Coleridge anotaba en estado de semivigilia, semiconciencia, hasta que un importuno cortó la conexión con su visita intempestiva.
Entre los 40 y los 50 era famoso el filósofo chino Lin Yutang, particularmente por su libro La importancia de vivir, en el cual critica con amor e ironía, palabras caras a él, las costumbres occidentales. Lin se pregunta cómo alguien puede escribir cinchado con un cinturón y con los pies aprisionados en zapatos de vestir. Él aconseja vestir una túnica amplia, sin ropa interior y por supuesto descalzo.
No hay duda de que escribir es un placer solitario y difícil de compartir. Requiere silencio pero ante todo soledad. William Faulkner trabajó alguna vez como peón alimentador de carbón en una usina eléctrica o algo parecido. Se amanecía en ese trabajo, pero a cierta hora volcaba la carretilla y aprovechaba su soledad para escribir la obra literaria que le hizo merecedor del premio Nobel.
No es pues un ejercicio de multitudes ni es compatible con una familia larga y ruidosa. Uno tiene que fabricarse un espacio de soledad y silencio para relajarse, de tal forma que se pueda trasmitir a las palabras un estado de paz, serenidad y regocijo creciente.
Las palabras son como un público celoso de sus gustos, al cual el artista en el escenario debe trasmitir sus emociones.
Consejos
Dar consejos es un oficio de tías. Las tías son depositarias de la memoria de las familias; saben cuántos cabellos tenía el abuelo y cuántos la abuela antes de morir. Y te refriegan el apellido, la tradición, los usos y costumbres del clan para que no te tuerzas, porque tú eres un Vidrio, y tu abuelo se llamaba Ojo, como tú.
Detesto dar consejos, pero haciendo oficio de tía quisiera cometer unos consejos a mis jóvenes amigos que escriben.
– Escribir y leer son nombres de dos hermanos siameses. Se puede leer sin escribir, pero es un afán imposible escribir sin leer.
– Leer no debe ser un suplicio. Hay que buscar las lecturas que arrebatan, que seducen, que violan, que excitan, que no dan tiempo para un solo bostezo. Las otras son para otros.
– Es mejor escribir espiritualmente en pelotas, es decir, despojado de corbatas, trajes, cinturones y calzados finos; libre de billetes y tarjetas de crédito; apagado el celular y la conciencia de los duros momentos de cada día.
– Se escribe para uno mismo y para sus amigos, ¡no para la posteridad! Las obras maestras no se cometen adrede.
– Hay gente que habla muy bonito, y en su seno abundan los buenos narradores. Si escribieran como hablan, cómo nos gustaría la lectura. Sin embargo, escribir no es un ejercicio oral, no hay que olvidarlo. Escribir es escribir.
– Escribir es un oficio tan útil y humilde como el oficio de zapatero, de carpintero o de cocinero. El gurú mental que necesita un buen escritor no habita el mundo de la literatura. Es mejor buscarlo entre zapateros, carpinteros o cocineros.
– Escribir, como cantar o bailar, puede no ser tu oficio, sino un adorno de tu espíritu. Fíjate límites para no fatigar al prójimo creyéndote un genio.
– Si el tiempo te dice que escribir es tu oficio, no lo regales, no lo rifes. Cobra por él el salario que cobraría cualquier trabajador.
– Las dos lecciones básicas para ser un escritor las aprendiste en primaria: leer y escribir.
– No demores demasiado al escribir ni te apures en publicar. Una vez escrita la palabra “fin”, tómate un buen tiempo para corregir, pero no exageres.
– No seas romántico. No apuestes a la inspiración, sino a la transpiración. Palabras sacan palabras: jugando con ellas se te ocurrirán las mejores frases.
– No seas romántico. Desconfía de quienes desconfían de los premios, porque ellos son tu legítimo salario; desconfía de quienes llevan una vida arrastrando un manuscrito amarillento… e inconcluso.
– Escribir es terminar. Termina tus manuscritos antes de dejarlos reposar.
– No seas romántico: no eres un ser excepcional.
– Hay un tornillo que jamás vas a poder ajustar. Hay una máquina que no vas a poder reparar. Hay una planta que jamás harás germinar. Hay una destreza que jamás podrás imitar.
Fuente: Ideas