Ser para siempre; pero no haber sido. A propósito de Los claveles de Tolstói, de Guillermo Ruiz Plaza
Por Marcelo Paz Soldán
Yo que soy el que ahora está cantando seré mañana el misterioso, el muerto, el morador de un mágico y desierto orbe sin antes ni después ni cuándo. Jorge Luis Borges
Los claveles de Tolstói, de Guillermo Ruiz Plaza, es un libro de cuentos trascendental para la literatura boliviana. Su título evoca el retiro del viejo León Tolstói cultivando claveles en el campo: un símbolo de renuncia al bullicio mundano en busca de pureza y renovación. No importa de dónde vengamos, tampoco nuestra edad: en última instancia, todos anhelamos “el jardín de los claveles de Tolstói”, un refugio frente a la angustia existencial. Sobre esta premisa filosófica y poética, Ruiz Plaza construye un libro de tono pulcro que enfrenta el voraz abismo de la vida moderna y, a la vez, vislumbra una salida epifánica: un renacimiento moral y espiritual posible gracias al arte, la introspección y la capacidad de empezar de nuevo. El resultado son seis relatos profundamente entrelazados, escritos con fineza de detalles y una belleza contenida, que confirman a su autor como una de las voces más importantes de la narrativa boliviana actual.
Lejos de ser una colección dispersa, los cuentos de Los claveles de Tolstói se articulan en un universo narrativo orgánico. Cada relato se sostiene por sí solo, pero al leerse junto a los demás cobra nuevas resonancias, revelando conexiones sutiles de personajes, escenarios y temas. Incluso extiende puentes más allá del libro: uno de los personajes, Rosana —la niñera haitiana del niño Raphaël—, reaparece aquí tras su inquietante debut en la novela Días detenidos. Este gesto de intratextualidad no sólo gratifica a quienes siguen la obra de Guillermo, sino que subraya su voluntad de construir un universo narrativo expansivo, donde cuentos y novelas dialogan entre sí. Como ha señalado la crítica, más que un compendio de piezas aisladas, estamos ante “una obra literaria que forma una unidad a partir de seis relatos poderosos” conectados entre sí. Los cuentos comparten un trasfondo común —la angustia esencial y el anhelo de redención— a la vez que entretejen personajes que transitan de una historia a otra.
La estructura del libro es fragmentaria y circular. El primer cuento podría leerse como el desenlace cronológico de toda la historia, mientras que el último relato retorna al origen de los acontecimientos, cerrando un círculo narrativo insospechado. En el cuento inicial, dos hombres bolivianos cincuentones y la joven Abril —recién conocidos durante un viaje mochilero— se instalan en una cabaña abandonada de la Costa Brava española. Allí, en medio del silencio y la extrañeza, cada uno elabora una teoría distinta sobre por qué los antiguos habitantes se marcharon, teorías que, en el fondo, delatan sus propias huidas y temores. Estos tres personajes nómadas evocan distintas formas de amor y soledad, enfrentados al espejo de la casa vacía, que saca a relucir sus carencias afectivas. En contraste, el relato final nos lleva al pasado de Abril, revelando las experiencias que la marcaron antes de aquel viaje: con su encanto enigmático, había fascinado a Goran, un acaudalado ucraniano amante del arte, cuya pasión por ella devino en un amor tan leal como violento. Este último cuento, narrado por un personaje apodado Fino, otorga al libro un cierre magistral. La voz de Fino, narrador testigo, ensambla las piezas dispersas de la vida de Abril y Goran, regalándonos “uno de los mejores finales que se pueda encontrar en libros de cualquier época y lugar”. La elección de comenzar por el final y terminar por el principio confiere al conjunto una circularidad temporal de tipo musical: al terminar la última página, el lector vuelve mentalmente al inicio, comprendiendo con asombro cómo cada relato encajaba en una arquitectura mayor. Este juego estructural exige una lectura activa y recompensa con la sensación de haber participado en el armado de un rompecabezas íntimo y trascendente.
Una de las líneas temáticas más poderosas que atraviesan el libro es la de la migración, el exilio y el viaje. Ruiz Plaza sitúa a sus criaturas ficcionales en tránsito constante, fuera de lugar, explorando los impactos del desarraigo. Abril, por ejemplo, es “la joven paceña que se marcha de mochilera a Europa con la determinación de nunca echar raíces”. Su viaje voluntario expresa tanto sed de libertad como negativa a pertenecer, reflejando la inquietud de una generación globalizada que rehúye todo anclaje territorial. Junto a ella, en ese periplo por la Costa Brava, viajan hombres de mediana edad que también cargan con su propio exilio personal. Un boliviano desencantado de su vida anterior y su compañero de ruta parecen buscar en Europa la respuesta que no hallaron en su país. Incluso aparece la figura de un migrante de otro continente: Goran, el ucraniano que abandona su patria y termina involucrado en la vida de Abril. Por otra parte, Rosana, la protagonista del relato más inquietante, carga con un exilio de distinto cariz: huyó de Haití a los dieciséis años, marcada por un pasado terrorífico, para reinventarse como niñera en tierras extrañas. Cada uno a su manera, estos personajes viven el extrañamiento del que se sabe lejos de su hogar o de sí mismo. La geografía de los cuentos abarca La Paz, Toulouse, Barcelona y la costa mediterránea, delineando una cartografía literaria transnacional que pocas veces se había visto con tal lucidez en la literatura boliviana. En este sentido, Ruiz Plaza se suma a la senda abierta por escritores como Edmundo Paz Soldán, quien suele narrar la experiencia del boliviano fuera de Bolivia —o la del extranjero en Bolivia—, y conecta con la sensibilidad de autoras contemporáneas como la chilena María José Navia, cuyas ficciones exploran las identidades errantes y la sensación de estar siempre “en otra parte”. Al igual que Paz Soldán, que ambientó sus obras entre el Norte y Sudamérica, o Navia, que retrata en sus cuentos la soledad urbana y el nomadismo emocional, Ruiz Plaza entiende la migración no sólo como tema sino como condición existencial de nuestro tiempo. Sus personajes, ya sea en el altiplano paceño o en un café europeo, comparten la nostalgia de un lugar al que no pueden (o no quieren) regresar, y la búsqueda inquieta de un nuevo arraigo, aunque este sea efímero o ilusorio.
Junto a la temática del viaje y el exilio, el libro entrelaza una profunda reflexión sobre el amor, la pérdida y la necesidad de cambio. Cada cuento aborda, a su manera, las dificultades de vincularse con otros en medio de la inestabilidad. En “El depar”, por ejemplo, Ruiz Plaza nos sitúa no en tierras lejanas, sino en la ciudad de La Paz, donde una pareja cercana a los cuarenta años se aferra dolorosamente a una concepción ilusoria del matrimonio y la felicidad doméstica. En ese relato, el autor describe con agudeza cómo los protagonistas intentan cumplir con los patrones urbanos de productividad y consumo, sin dejar de arrastrar ansiedad y desencanto en su vida conyugal. El tránsito propuesto es arduo: de la ansiedad a la resignación y, de allí, a reinventar el modo de amarse en pareja. Esta transformación íntima, aunque modesta, se emparenta con los giros vitales de otros personajes del libro. De hecho, la frustración amorosa es un motor que impulsa varias tramas: los dos hombres maduros del primer cuento sienten distintas formas de amor por Abril —desde la ternura tímida hasta la obsesión posesiva—, pero ninguno parece plenamente correspondido. Goran, en el último relato, representa quizá la cara más oscura del amor: su devoción por Abril degenera en violencia, en un afán de aferrarse al objeto de su deseo, aun a costa de destruirla a ella o destruirse a sí mismo. Por su parte, Abril encarna la paradoja de quien seduce y deslumbra a los demás sin poder —o querer— pertenecer a nadie; su forma de relacionarse está signada por la fuga constante, por una entrega a medias que deja corazones rotos a su paso. Al cerrar el libro, queda la impresión de haber presenciado un catálogo de afectos heridos: amores truncos, lealtades mal entendidas, relaciones desgastadas por el tiempo o la rutina. Sin embargo, lejos de un pesimismo estéril, Ruiz Plaza sugiere que en esas rupturas y desengaños se halla el germen de una transformación. La necesidad de cambio que emana de la frustración —explícitamente señalada— lleva a sus personajes a renunciar a viejas ataduras para quizá redimirse o reencontrarse a sí mismos.
De hecho, la renuncia voluntaria y el retiro aparecen como ideas clave en la propuesta ética del libro. Ruiz Plaza parece preguntarnos si, ante el sufrimiento, es preferible una retirada a tiempo antes que una huida ciega. En las vidas ficcionales que presenta, apartarse del camino conocido no es cobardía, sino una forma de sabiduría. Como apunta Juan Carlos Zambrana al reseñar la obra, “Ruiz Plaza propone el retiro como antídoto”, enfatizando que elegir apartarse voluntariamente puede ser más digno que simplemente huir. Esa retirada conlleva primero asomarse al propio abismo —“enamorarse de la oscuridad”, dice el autor en una frase potente— y luego concederse un comienzo nuevo, una página en blanco donde la creación de la propia vida pueda reiniciarse desde cero.
Esta filosofía de la renuncia transformadora atraviesa varios cuentos. En Bravo, seguimos a un joven escritor que ha abandonado la literatura tras convencerse de que “el oficio de escritor es una de las enfermedades humanas”. Desencantado quizás por la figura de Kafka y su Gregorio Samsa, este personaje elige el silencio creativo como quien se libra de un mal. Sin embargo, el relato sugiere que “el dejar algo o dejarlo todo” es apenas el primer paso hacia el autoconocimiento. Es decir, la renuncia de Bravo no es un fin en sí mismo, sino el umbral de una posible reconstrucción personal.
Paradójicamente, ese mismo personaje, Bravo, aparece luego en otro cuento (Weber), como figura secundaria en la historia de un anciano que sobrevive contando historias a cambio de comida. Allí, el joven escritor silencioso se ve reflejado en la figura de Weber, quien encarna el destino opuesto: el narrador que no puede dejar de narrar, aferrado a la palabra como tabla de salvación en su vejez precaria. Al entrelazar así las historias, Ruiz Plaza traza un diálogo interno sobre la creación artística: entre el impulso irrenunciable de contar historias (Weber) y la tentación de callar y abandonarlo todo (Bravo). En última instancia, el libro parece abrazar la posición del viejo Weber: la narración como acto de resistencia vital. No por nada, la cita epónima a Tolstói –quien dejó la fama para cultivar su jardín– es un acto creativo en sí, una metáfora de sembrar belleza para vencer al vacío.
El arte, en sus diversas formas, se revela entonces como el hilo rojo que cose las heridas de estos personajes y les ofrece, al mismo tiempo, una vía de redención. La literatura, la pintura, el relato mítico o incluso la música subyacen en varias tramas como salvavidas simbólicos. El propio título del libro nos remite a un gran escritor (Tolstói) y a aquellas flores cuidadas con paciencia y esmero, quizás una alusión a la labor del artista que cultiva significados. En Bravo, la literatura es vista inicialmente como dolencia, pero también late la posibilidad de que sea cura: la renuncia de escribir lleva implícita la espera de un nuevo comienzo creativo, de esa “página en blanco” regeneradora.
En Abril Salomé Barcelona –título sugerente del relato final–, la presencia del arte pictórico y la danza se insinúa a través del nombre Salomé, evocación de la femme fatale bíblica y de las obras artísticas inspiradas en ella. Goran, el coleccionista de arte que se enamora de Abril, encarna la pasión estética llevada al extremo: su amor por la belleza es auténtico pero insuficiente para salvarlo de sus propias sombras. Por otro lado, la estructura misma del libro hace del acto de narrar una herramienta de salvación: el personaje Fino, al relatar la historia de Abril y Goran, convierte un dolor personal en arte, otorgando sentido narrativo a un caos emocional.
En Weber, como señalamos, contar cuentos mantiene con vida al protagonista –cada historia que comparte en el café le procura una empanada y un día más de existencia–, en un guiño potente de Ruiz Plaza sobre el valor práctico y espiritual de la ficción. Y quizás el ejemplo más sobrecogedor sea el de Rosana, un cuento donde mito y realidad se funden: Rosana es retratada como una Medusa contemporánea, víctima de un maleficio que la transformará en monstruo. Enfrentada a una culpa indecible originada en su pasado (aquellas cabezas decapitadas que la persiguen desde Haití), Rosana intenta redimirse a través de un amor maternal hacia el pequeño Raphaël. Ese amor, aunque sincero, no basta para liberarla del conjuro, porque el verdadero maleficio es la culpa. Sin embargo, el hecho mismo de narrar su historia –cargada de simbolismos mitológicos– convierte su horror personal en una suerte de arte trágico. El lector asiste a una catarsis: la monstruosidad de Rosana, contada con ecos del mito de Medusa, adquiere una dimensión casi sublime, transformando el dolor en significado.
En este sentido, Guillermo parece suscribir aquella idea de que “escribir ayuda a conocerse mejor y adentrarse en la alteridad… la escritura es un proceso de transformación: narrar es pervertir”, como él mismo ha expresado. Los claveles de Tolstói ponen en escena esa convicción: al narrar (o narrarse), sus protagonistas deforman y reordenan la realidad –pervirtiéndola creativamente– para llegar a verdades más profundas sobre sí mismos. El arte se presenta así, una y otra vez, como una tabla de salvación ante el naufragio de la existencia: ya sea escribiendo, pintando o contando leyendas, los personajes de Ruiz Plaza encuentran en la creación estética un atisbo de libertad y redención.
En el panorama de la literatura boliviana actual, Ruiz Plaza se inscribe como un autor de sensibilidad cosmopolita y rigor literario, en sintonía con las tendencias regionales y, a la vez, con una impronta personalísima. Su obra dialoga con la de contemporáneos latinoamericanos de la talla de Edmundo Paz Soldán o María José Navia, no sólo porque comparte con ellos temas de la modernidad (el desarraigo, la fragmentación de la identidad, la influencia de la cultura global), sino también por la forma en que experimenta con la estructura narrativa. Al igual que Paz Soldán –cuyos relatos y novelas a menudo quiebran la linealidad temporal y entrelazan múltiples voces–, Ruiz Plaza apuesta por innovar la forma del libro de cuentos, acercándolo a la novela fragmentaria sin perder la intensidad propia del cuento. Y como Navia, cuyas colecciones (Todo lo que aprendimos de las películas) presentan personajes contemporáneos enfrentados a la distancia y la memoria, nuestro autor explora la soledad del individuo contemporáneo con una mirada empática y descarnada.
Cabe destacar que Bolivia, tradicionalmente más conocida por novelas de corte realista o indigenista, encuentra en escritores como Ruiz Plaza una renovación de su narrativa: ahora los personajes bolivianos pueden ser mochileros en Europa, ancianos cuentacuentos que rememoran dictaduras o mujeres caribeñas atrapadas en mitos universales. Esta apertura temática y geográfica conecta la literatura boliviana con el mundo, y Los claveles de Tolstói es prueba fehaciente de ello. A la vez, este libro mantiene un diálogo con la literatura universal: las alusiones directas a Tolstói, Kafka, Shelley (el poema Ozymandias citado en Weber) y la mitología griega anclan los cuentos en una tradición literaria amplia, reivindicando que las historias locales pueden tener resonancias globales. Ruiz Plaza logra así una obra de notable ambición intertextual y hondura cultural, sin caer nunca en la pedantería; al contrario, estas referencias se integran orgánicamente en la psicología de los personajes y en la atmósfera de los relatos, enriqueciendo la lectura para quien capta los guiños, aunque sin excluir al lector menos informado.
Por último, es imprescindible destacar el estilo y la calidad estética de la prosa de Ruiz Plaza. Con un lenguaje pulido y preciso, consigue un tono lírico contenido, que envuelve incluso las situaciones más crudas en una pátina de belleza melancólica. La crítica ha elogiado justamente la fina atención al detalle y la “sutil vena filosófica” de su escritura, capaz de invitar a reflexiones profundas sin volverse pesada ni didáctica. En Los claveles de Tolstói, cada cuento está narrado con una voz mesurada, sobria, que no necesita alzar la voz para conmover. Hay descripciones breves pero poderosas –la mirada infantil “inmovilizadora” que persigue a Rosana como recordatorio de su inocencia perdida, o la imagen de unos viajeros solitarios mirando el horizonte del Mediterráneo y proyectando en él sus anhelos secretos–. La atmósfera general oscila entre la nostalgia y la inquietud, con destellos oníricos en ciertos pasajes y, en otros, un realismo intimista. Ruiz Plaza administra con destreza los silencios y las elipsis, confiando en la inteligencia del lector para llenar los vacíos.
Asimismo, la estructura fragmentaria le permite crear suspense y sorpresa: ciertas revelaciones llegan tardíamente –por ejemplo, entendemos plenamente a Abril sólo al leer el último relato–, lo que genera un efecto de retrospección iluminadora. Esta técnica recuerda por momentos la de un cuentista experimentado que sabe exactamente cuánto revelar y cuánto reservar. No es casual que el autor haya sido premiado por sus trabajos previos: su oficio narrativo se percibe maduro, consciente de la tradición, pero también arriesgado en sus propuestas formales.
En suma, Los claveles de Tolstói es un libro de cuentos profundamente logrado, que ofrece una lectura cohesionada, crítica y matizada del mundo interior de sus personajes y, por extensión, de la condición humana enfrentada a la pérdida y la posibilidad de redención. Guillermo Ruiz Plaza nos invita, con discreta maestría, a acompañar a sus criaturas a través de círculos de tiempo, de viajes externos e internos, de abismos y epifanías. Al final del recorrido, emergemos transformados, habiendo vislumbrado nuestro propio jardín de claveles blancos: ese espacio simbólico donde el arte, la memoria y el perdón se entrelazan para otorgarnos un instante de comprensión y belleza imperecedera. Sin proclamarlo abiertamente, el libro dialoga con nosotros como lectores y nos involucra en su búsqueda de sentido. En la mejor tradición de la narrativa latinoamericana actual, Guillermo Ruiz Plaza ha conseguido que estas seis historias –con sus migrantes, sus artistas torturados, sus amantes errantes– converjan en una obra unitaria y luminosa, digna de admiración y estudio. Los claveles de Tolstói no sólo enriquecen el corpus de la literatura boliviana contemporánea, sino que tiende puentes hacia la narrativa universal, recordándonos que las grandes preguntas –cómo vivir, cómo amar, cómo hallar la redención– trascienden fronteras y épocas, floreciendo una y otra vez en la página en blanco de cada nuevo comienzo.
Fuentes consultadas: Letra Siete / Página Siete (Juan C. Zambrana G.), Ecdótica (renacer en el culto de Tolstoi); Entrevista a G. Ruiz Plaza (N. de la Zerda, 2019).»