02/21/2022 por Marcelo Paz Soldan

Fragmento de “Días detenidos” de Guillermo Ruiz Plaza

Es un día de lluvia. Papá está al volante con la mirada puesta en las calles. Tengo nueve años y es una de nuestras últimas charlas. El limpiaparabrisas oscila de izquierda a derecha y de derecha a izquierda. Papá me señala de improviso el movimiento mecánico. “¿Ves eso, Lea?”, se vuelve hacia mí. Su mirada es intensa. “Esa es nuestra historia.”

Se pone a hablar de la revolución del 52, de los años terribles de las botas militares y los tanques en las calles, del regreso a la democracia, de la época de la UDP, cuando uno tenía que llenar con billetes la bolsa de la compra para ir al mercado. “La oscilación entre derecha e izquierda ha desgarrado a este país, Lea”.

Empieza a despotricar contra Paz Zamora, que acaba de pasar un acuerdo patriótico con el general Banzer. “Carajo, lo poco que le ha costado cruzar el río de sangre”. No entiendo a qué río se refiere, pero suena bíblico. Evoca los años de Banzer, las noches del toque de queda, la buhardilla donde se escondía del mundo junto a mamá y un amigo. “Bueno, un mal amigo”, se le ensombrece el perfil y, como suele ocurrir cuando intenta explicarme algo, pierde el hilo. “Qué hermosa era tu mamá en esos años”, murmura con la mirada perdida en las calles húmedas del tiempo mientras el limpiaparabrisas oscila cada vez más rápido de izquierda a derecha y de derecha a izquierda, y en el vidrio se entrechocan chorros de agua sombría que por momentos parecen borrar la ciudad.

De pronto se ríe. “¿De qué te ríes?”, le pregunto. “De nada.” “Ya pues”, insisto. “No me vas a creer”, dice él. Le encanta intrigarme. “Dale, no seas así.” En su perfil aparece una sonrisita. “No tenías más de cuatro años”, accede al fin, “pero a lo mejor te acuerdas”. Y empieza a contar.

Estamos solas mamá y yo en un avión con destino a Santa Cruz. Poco después del despegue, un anciano elegante se acerca a mamá y la invita a sentarse junto a él en primera clase. Mamá accede por curiosidad, como admitirá más tarde. Yo solo recuerdo el pelo nevado, la luz entrando con fuerza por la ventanilla, el traje blanco, impecable. Lo demás lo descubro a medida que papá me lo cuenta. Al emprender el descenso me indispongo y, poco antes de llegar a Santa Cruz, me arqueo sobre el regazo del anciano y vomito. El anciano sonríe, restándole importancia al contratiempo, mientras intenta limpiarse con un pañuelo tan inmaculado como el traje.

“¿Sabes quién era ese viejo?”, pregunta papá. El limpiaparabrisas sigue su movimiento pendular, las calles brillantes de lluvia desfilan del otro lado de la ventanilla y, en un fogonazo, vuelve la sonrisa del anciano. Una sonrisa muy digna. Y vuelve la mancha naranja y grumosa en el traje perdido.

“Hija linda, ¿te das cuenta?, cumpliste el sueño de todo un país, le vomitaste encima a Banzer”.

Y se ríe con ganas, como si acabara de contar un chiste irresistible.

*

Las cosas que papá no vio.

No vio cómo la selección de fútbol se clasificó por primera vez al Mundial, lo que sin duda lo habría hecho feliz. Feliz sin límites. No vio al general Banzer saludando a la muchedumbre jubilosa al ganar las elecciones de 1997, lo que le habría amargado las comidas durante mucho tiempo. No vio las revueltas de la Guerra del Agua. No vio las carreteras bloqueadas, las marchas interminables, la asfixia del país. No vio al ejército disparando balas de guerra contra la turba armada de palos y fierros. No vio la Historia que se desató en las calles tal como había predicho el yayo Andreu. “El día que en este país despierte el gigante y eche a andar…”, decía con voz de profeta cansado en los días de su viudez, mirando la reproducción del cuadro de Goya que tenía colgada en su escritorio. El gigante representaba la guerra, decía, pero también al pueblo en el momento en que se pone de pie y arrasa con todo lo que se le pone delante.

Cuántas cosas no verá mamá, me pregunto, y cuántas ya no veremos Lauro ni yo, sino ya solo Nico, si es que algún día vuelve la vista hacia este país secreto y vibrante, inocente y sangriento, país que no se nombra ni se toma en cuenta, que solo existe en los sueños, que se deshace al tacto como un poco de sol, como un poco de pan.

*

¿De dónde viene, me pregunto, esta necesidad de inscribir la propia historia en la Historia, así, con una ridícula mayúscula? Las anécdotas que cuentan los abuelos y los padres suelen llevar el sello de lo histórico, como si, al rescatar el pasado, intuyéramos lo frágiles que son incluso las más asombrosas mitologías familiares y, a fin de protegerlas, las insertáramos en algo más grande y más duradero. Nuestras historias serían, entonces, como esas casas que se levantan en las laderas de los cerros, desafiando la ley de la gravedad, aferrándose a la tierra deleznable con una obstinación conmovedora.

Fuente: Editorial Novona