Por Christian Jiménez Kanahuaty
¿Por qué leer Los deshabitados? Porque, al igual que Juan de la Rosa, marca un momento profundamente intenso para la narrativa boliviana. Es como un espacio nuevo que se abre, una bisagra por la que se entrevé, si se está atento, el futuro de la novela y la novela del futuro en el país. Y por una razón más de paisaje y de sensación emocional. Siempre me pareció que la primera novela de Marcelo Quiroga Santa Cruz se desarrollaba en Cochabamba. Me gusta ese aire a Los hermanos Karamazov que hay en las primeras páginas, esa cierta oscuridad algo tenue que anida en las paredes y en el contorno y luego un aire melancólico y reflexivo en las meditaciones que vamos abriendo con nuestro propio entendimiento para comprender qué es el existencialismo sin siquiera haber leído sobre él. También en la novela hay ese juego entre perverso y angustiado que se matiza por una serie de breves impulsos sexuales juveniles que nunca se ponen del todo manifiestos, pero que inducen a pensar que los personajes cargan con muchas más experiencias que aquellas que su edad nos haría suponer.
Los deshabitados es una novela que crece dentro de uno. En cada relectura se encuentran partes que se creían no del todo entendidas o asimiladas. Se acerca a Coronación, la primera novela de José Donoso en cierto espíritu de descripción y lentitud en las acciones que se tratan de asemejar lo más posible a la vida. Y quizá por ello ambas hayan ganado el premio Faulkner a la mejor novela de posguerra. Y tal vez por ello ambos escritores hayan tratado de separarse de ese estilo de escritura, Donoso llevando al extremo la narración a través de novelas significativas en el tiempo y que solo basta nombrar para que determinado espacio de nuestra piel se erice. Así, Casa de campo o El obsceno pájaro de la noche son novelas que rinden tributo a Coronación porque en ella se dejó el estilo, el tiempo narrativo y la forma de la novela convencional.
Algo semejante ocurre con la novela póstuma Otra vez marzo. En ella parecería que la búsqueda es otra. Ya no indagar sobre el territorio silencioso del alma humana y el encuentro con la pasión y las dudas que aquejan cuando el destino no parece satisfactorio. Lo que se pretende es la destrucción del espacio, nombrar lo que no se desea ni ver. Nombrar lo que no está bien visto nombrar y lo que las buenas costumbres y maneras no quieren ni saber si existe. La propia mugre, el sentimiento ruin y el desgaste de la monotonía de lo humano ya no están dentro de la escritura de una prosa de gran estilo. Parecería que la misma escritura debe ajustarse al tema y por ello, no se trata de un texto descuidado, pero leemos frases, ideas, construcciones metafóricas que apuestan por el quiebre del lenguaje. Se pretende que el lenguaje produzca la misma sensación de lo que se intenta nombrar.
Y, sin embargo, Los deshabitados sigue marcando un modo de ver la ciudad sin nombrarla del todo. Nunca se pone en duda que la acción suceda en algunos barrios, que haya cierto espíritu de movimiento tras el sentir de cada personaje, movimiento que no les corresponde, pero que los envuelve. La vida material de lo cotidiano está en pequeñas cosas: la iglesia, las vacaciones escolares, el perro, el campanario, la jovencita que aparece y se vislumbra como el primer amor. Todo parece ser tan moderno. Tan despolitizado. Pero es otra más de las ilusiones de la novela. Así como en La Regenta, Leopoldo Alas inicia la novela dándonos la noticia de que la ilustre Vetusta aún duerme, en Los deshabitados, la política es interior. Cada decisión si bien no es ideológica, sí es ética y moral y por tanto mucho más política que la consigna del partido. Es política porque daña los cuerpos y se convierte en el modo en que configura el habla de los personajes, lo que ven, lo que se preguntan y lo que imaginan.
No existe una proyección de su interior hacia el exterior, es un juego de tensión entre el conocimiento del mundo y el reconocimiento del mundo propio. Y esa tensión podría haber terminado en catástrofe y hoy estaríamos escribiendo sobre otra novela porque otro sería el aire que se respiraría al leer Los deshabitados. Por eso quizá es engañoso el título. No están deshabitados. O si lo están, lo están por todas aquellas cosas materiales que el capital indica que debemos tener para constituirnos en sujetos. Aunque en la novela, desde los personajes hasta el paisaje están habitados por un modo de vida despojado de los intereses profundamente mercantiles. No hay transacción, no hay demanda. No hay un juego de intercambio de materias. Hay, de nuevo, introspección, reflexión, silencio, ambigüedad.
Todos ellos elementos que al capital no le hacen bien. Y eso también es político. Se desmonta desde la propia existencia las reglas del sistema y se duda de su origen y movimiento. Lo deshabitado tiene que ver más con el exterior que con el interior de los sujetos en tanto personajes. Ser habitado en ese sentido sería ser consumido por la fabulación mercantil, por las reglas de los juegos sociales; dejarse habitar por la ideología dominante.
En cambio, una vez más, se está deshabitado porque se renuncia a esos valores y principios y se opta por la autonomía. Una autonomía del individuo frente a la realidad. Claro que la salida en este caso es un paisaje que no logra comunicar su soledad. Es un espacio que el autor no desea abrir del todo porque eso hubiera significado, en su momento, dar cuenta del fracaso político de una generación. Habría manifestado que no era importante construir nación, ni hacerse del poder político, ni luchar contra la opresión imperialista. Su significado decantaría en la constatación de que aquellas formas de lo social igual iban a derrumbarse. Que la verdadera preocupación del ser humano tendría que ser concentrarse en sí mismo para entenderse, aceptarse y conocerse. Ser, al modo de Sócrates, un ser capaz de llevar una vida examinada.
Esa era la otra posibilidad de la novela, convertir Los deshabitados en la novela del fin de toda esperanza sobre lo político y el momento cumbre de todo lo que significó el existencialismo como postura moral y ética frente incluso a la religión.
Y, sin embargo, la novela no va tan lejos. O al menos, no recuerdo que haya ido tan lejos. La novela nos recuerda que ningún hombre es una isla y que todo está relacionado, que cada acción tiene una consecuencia y que las dudas detienen el movimiento. Por ello cierto aire de culpa y reproche es permitido en sus páginas.
Quizá leyendo la novela entendemos mejor la tensión por la que estuvo sometido el propio autor. Esa tensión entre la creación extrema dentro de los parámetros de la ficción y la acción consolidada en la realidad a través del activismo y la militancia. Misma tensión, y tal vez no sea casual, a la que, en su momento, también estuvo sometido René Zavaleta Mercado, a quien no en vano Yolanda Bedregal señaló como el futuro de la poesía boliviana. Porque Zavaleta mismo partió como periodista, crítico de literatura y poeta. Al leer sus poemas iniciáticos se tiene la misma sensación que cuando se lee Los deshabitados. Hay un aire de época, una búsqueda tan personal y tan dramática en su esfuerzo por hacerse del lenguaje que es increíble pensar que años después ambos se constituirían en la vanguardia, cada uno a su modo, del pensamiento social y político de Bolivia.
En una entrevista en el programa De Cerca, Augusto Céspedes reconoció, frente a un joven, inexperto y obnubilado Carlos Mesa, que le había ganado el político. Que si hubiera apostado por la literatura sus novelas podrían haber estado mejor. En semejanza de evaluación, pero no de logros, se puede decir lo mismo de Quiroga Santa Cruz y de René Zavaleta Mercado. Les ganó el lado político de su espíritu. Pero no por ello la obra decayó. No por ello lo que terminaron por escribir no tiene ritmo, espesura, personalidad y lucidez.
Y si antes se mencionó ese aire a Dostoyevsky que impregna las primeras páginas de Los deshabitados, no estaría de más mencionar el lugar que ocuparía cierto Thomas Mann en la vida de ambos. Como si los dos, en momentos distintos de sus vidas, se hubieran encontrado con el Diablo y habrían sostenido también ellos una larga conversación con el visitante inesperado.
Pero, sin necesidad de seguir con las especulaciones, se podría decir que Los deshabitados es una novela que nunca te abandona. La novela envejece muy bien con el tiempo, sigue siendo moderna, compleja, repleta de pliegues y sutil en el tratamiento del lenguaje y del tiempo narrativo. Y, ante todo, es una novela que crece con el lector porque le va informando de la vida al tener entre sus personajes a personas de edades tan distintas y condiciones tan diferentes. Lo que hace que, al final, uno como lector pueda identificarse en cada momento de su vida con las preguntas y dudas de cada personaje en su debido momento.
Quizá no sea el momento, pero habría nomás que volver a pensar la figura de Marcelo Quiroga Santa Cruz. Verlo, sí, como el político y el intelectual de izquierda que fue. Pero ampliar esa imagen para manifestar que ante todo, fue un gran escritor y, dentro de ese campo, un novelista que supo desde temprano hacerse con todas las herramientas y maneras de un oficio que no siempre se comprende al primer impulso; sin embargo, él lo logró entregándonos una novela, que llamada Los deshabitados no habla sino de cómo y por qué nuestras preguntas y dudas nos llenan y viven en nuestro interior mucho más que todos los objetos que nos rodean y que, a decir de Zavaleta, no son más que figuras congeladas.
Fuente: 88 grados