11/30/2021 por Sergio León

Máximo Pacheco: la ciudad y la gesta del bastardo

Por Alex Salinas

Circulaba subrepticiamente (como la mayoría de sus libros alzan el vuelo), entre amigos, discípulos y otros lectores que aprecian la originalidad de su escritura. La humedad en el vientre del lagarto (Editorial Charcas, 2021), de Máximo Pacheco (1961) finalmente ha sido publicada, sin bombos ni platillos; sabemos, sin embargo, que se quedará largo tiempo entre nosotros. En la novela, apuntamos el espacio cuatripartito por los cuales se ha movido Pacheco en esta, sus anteriores obras y quizás alguna más que esté por venir.

Encontramos primero a la ciudad estamental, la de las solares coloniales, las instituciones y de las antiguas familias venidas a menos. La ciudad estamental, dominada por los ritos sociales y las apariencias. En la estela dejada por Tristán Marof y otros escritores, esta está sujeta al humor y la burla, por el desencuentro entre la situación real de sus personajes (las estrecheces económicas que afrontan) y todo aquello que aparentan. En este sentido, la narrativa de Pacheco hace uso de una largo acervo de humor chuquisaqueño, recuperando situaciones y personajes atrabiliarios, tanto de una tradición escrita como de la tradición oral de la ciudad y de su propia familia.

Esta primera ciudad también es el espacio de los grandes secretos (cada familia esconde uno) donde el protagonista, nuestro narrador principal, persigue el enigma de su origen. Representa, tal vez los secretos de todas la familias, aquello que se ha buscado esconder debajo de la alfombra, o que se ha desterrado a las haciendas, a un convento o, más recientemente, al psiquiátrico.

Asimismo, es un mundo, casi en su totalidad, sostenido por mujeres, incapaces de escapar a sus ruinas, de las cadenas de su propia heredad, alargando, de ese modo, los prejuicios de clase y de raza. Las mujeres de este universo, a no ser por la huida, están condenadas al mismo, a ser su cara visible o sus defensoras, incapaces de moverse y ocupar otros espacios o transgredir, sin que esto implique un castigo social.

Después, en la obra de Pacheco, encontramos un ciudad liminal, presente también en esta novela, la de los extramuros, cinturones de asentamientos populares siempre en movimiento hacia los márgenes: Surapata, primero, después la zona del cementerio, ahora el Mercado Campesino. En estos espacios se mezclan las culturas, los migrantes, los habitantes de la noche, los desclasados y los bohemios. La ciudad liminal es el espacio de encuentro entre la ciudad estamental y la ciudad mestiza, indígena y migrante, donde se alcanza distintos grados de transculturación. Es el espacio de la creatividad popular, pero también de lo degradado, donde se encuentran las formas que van dando paso a otra ciudad (la ciudad real), a una nueva comunidad.

Después tenemos a una ciudad ancestral. Por fuera de la urbe, esta está hecha por comunidades y organizaciones anteriores a la conquista española. Por su cercanía, sin embargo, están en completa interacción con la ciudad, indianizándola, pero también siendo influenciada por ésta, por sus prácticas mercantiles y su acción disociadora. Sin embargo, sus habitantes también son capaces de reacomodar sus prácticas culturales inmemoriales ante los elementos corruptores traídos por las constantes migraciones. Esta ciudad ancestral está hecha por señales de la naturaleza, nacimientos y muertes, compuestos oníricos, singular suma de creencias, de leyes comunitarias relacionadas al bienestar del todo social, a la salvación de los individuos que la componen. Este universo, a menudo brutal (vista desde los parámetros urbanos y occidentales), es, sin embargo, narrado sin una carga moral. Sus leyes son como son y los individuos las disfrutan o las sufren, pero siempre las acatan, aunque esto signifique su propia perdición, su máxima condena, el exilio de su comunidad, ser los despreciados wayrapamushkas [traidos por el viento], sujetos de la temida proscripción que supimos encontrar en la obra del peruano Ciro Alegria (1909-1967) o del ecuatoriano Jorge Icaza (1906-1978).

Finalmente, tenemos una ciudad subterránea, donde los mitos precolombinos de creación y destrucción perviven y, a veces, ascienden y se hacen visibles a algunos de sus habitantes.

El narrador de esta novela proviene del primer espacio, pero es capaz de vislumbrar en los otros dominios aunque no tenga plena consciencia de los mismos. Hay todavía una mirada infantil en él que se resiste a crecer, a juzgar, a discriminar, a separar los universos urbanos. De ahí que todavía percibe su influencia en la ciudad (fuerzas sobrenaturales). Su mirada se mantiene eternamente joven e inmadura, a pesar de que en sus páginas fácilmente podemos advertir el paso de al menos 50 años. Cuando nos encontramos con esta concentración y superposición de tiempos, sabemos que estamos dentro de un sueño. Lo que nos abre a la pregunta ¿El sueño de quién ?

La clave para responder a esta pregunta nos la ofrece el personaje de la opa María, silenciosa pero prevalente, bisagra entre distintos universos, uno occidental e histórico, otro desconocido y primigenio, al que apenas podemos acceder, pero que se manifiesta, actual y persistente, con toda su potencia genésica, oscura y luminosa, en la ciudad de los gemelos cerros.

Dentro de una tradición narrativa andina contemporánea, la opa, como también lo ha sido el pongo, el aparapita o los bailarines, son esos personajes que, por ser huérfanos entre huérfanos, porque han venido al mundo para sufrir, de acuerdo a Antonio Cornejo Polar (que los estudió en la obra de José María Arguedas), poseen una dimensión que les falta a otros seres, una “ dimensión mágica que los comunica con la naturaleza y con los poderes que ella guarda para los suyos”. Por su parte, el propio José María Arguedas, en su obra más difundida, Los ríos profundos (1958), concebía a estos seres como illas, “cierta especia de luz, a los monstruos que nacieron heridos por los rayos de luna. Todas las Illas causan el bien y el mal, pero siempre en grado sumo”. También para el peruano, “Tocar una illa, y morir o alcanzar la resurrección es posible”.

Así, en La humedad en el vientre, el personaje central, en su perenne inmadurez, puede ver cosas que otros no ven. El lagarto que el ve, detrás de la piel de la opa, hay algo de las dos fuerzas primigenias, una de destrucción y otra de creación, de permanencia y de eterno retorno, dioses de la montañas que se muestran finalmente en su forma animal.

La apertura a lo fantástico no es un movimiento gratuito, sino una vuelta a las capas de realidad o irrealidad incapaces de ser borradas por los discursos de progreso y modernidad, una otredad inmanente del Ande incapaz de ser domada. Quizás a esto, tan presente en nuestra literatura contemporánea, por lo menos desde Alcides Arguedas, es tal vez a lo que se le ha venido a etiquetar como nuevo gótico andino (que de nuevo tiene muy poco). Allí no encontramos un paso del realismo a lo fantástico, sino una expansión que incluye la irracionalidad habitual. Más allá de la verosimilitud realista y su lenguaje insuficiente para dar cuenta de una ciudad, de una sociedad, de una época, de las penumbras (parafraseando a Óscar Cerruto) que a menudo cercan lo cotidiano.

En esta obra de Pacheco, en su complejidad cuatripartita, se percibe aquello mencionado por Carlos Fuentes, al referirse a escritores como William Faulkner o William Golding cuando indicaba que “éstos crearon una convención representativa de la realidad que pretende ser totalizante en cuanto “inventa una segunda realidad, una realidad paralela, finalmente un espacio para lo real, a través del mito en el que se puede reconocer tanto la mitad oculta, pero no por ello menos verdadera, de la vida, como el significado y la unidad del tiempo disperso.”, Así,“hay un renacimiento: el presente se está re-presentando y salvando en un mito que le impide ser pasado o futuro absoluto”.

La búsqueda del origen bastardo del protagonista, tensión que sostiene a la novela, así, no puede cerrarse, solo puede quedar sin resolverse: puede ser el hijo de un paceño (el peor anatema), el hijo de una relación incestuosa entre primos, el hijo de un cura o el hijo de un cantor de tangos argentino (segundo peor anatema) itinerante. No importa, lo que importa es la naturaleza patológica de la búsqueda, los inútiles intentos de negación, por tratar siempre de encontrar limpieza o heroicidad en nuestros orígenes, cuando la norma, bien puede ser una celebrada naturaleza esquizofrénica (o cuatripartita) de nuestra identidad, cuando bien tan solo podemos ser eternos, nuestro origen y destino insertado en el mito, como la experiencia onírica de una deidad, en la voluntad de un sueño que nos antecede.

Fuente: Puño y Letra