08/30/2007 por Marcelo Paz Soldan

La Cantante
Por: Miguel Esquirol Ríos

(A continuación un cuento de Miguel Esquirol)
Era una cambita de cintura de motacú y grandes ojos negros. Cantaba unos taquiraris que le salían del alma y se le deslizaban por la piel como esas lluvias calientes y espesas de verano, o podía hacerlos saltar con la gracia y soltura de sus caderas atravesando rápida una calle. Cuando cantaba podía sentir como su público vibraba como las cuerdas de una guitarra bien tensada. Conocía bien a su público y sabía donde dejar que su voz llene la sala, o una nota se convierta en una sonrisa.
Pero ella era joven y no conocía mucho de su público que se sentaban al otro lado del escenario para mirarla con unos ojos ansiosos, por lo que le resultaba extraño cuando algunas veces, algunos hombres y mujeres resultaban inmunes a su voz. La miraban y aplaudían cuando terminaban pero no temblaban como ella deseaba. Quizás era orgullosa en extremo, quizás solo una profesional pero quería que todo su público disfrutara, así que empezó a preguntar. No les preguntó nada a su público, pero se deslizó tras bambalinas para hablar con los camareros, con los que levantaban el telón e incluso con los que limpiaban los suelos. Ellos tampoco se perdían en su música, aunque sabía que la admiraban y querían.
La gran revelación a la que llegó fue que los taquiraris, chovenas, y otras melodías orientales no les atraían tanto. Todos ellos eran collitas, inmigrantes que habían llegado hace años a trabajar y a vivir. Les gustaban los taquiraris, les parecían músicas alegres, pero no eran su música, algo le faltaba para sentir de verdad esa magia que esa linda cambita les describía.
Decidida, esa noche después de la última sesión, se propuso aprender las melodías que ellos escuchaban de niños, que les escuchaban de ocultas cantar a sus abuelas, y que alguna noche después de cerrar les oía tarareando en voz bajita.
Sabía a quien acudir. Él había cantado en el mismo lugar donde ella lo hacía, había sido unos zapatos muy grandes para llenar. Cuando recién entró todos la miraban como a una niña en el trabajo de un hombre. Se trataba de un cantante camba, el más grande de Santa Cruz. Ya cantaba las mismas piezas que ella cuando la ciudad era recorrida por grandes carretones tirados por bueyes, y cuando empezaba a convertirse en la tierra prometida a donde campesinos, obreros y mineros se dirigían buscando fortuna. Tocaba música del oriente, pero también eran parte de su repertorio cuecas y huayños.
Sabía que se había retirado años antes a un pueblito del interior. No hablaba con nadie y no tocaba música, pero la tozudez de la cambita seguramente podría lograr su cometido.
Fue un viaje largo por carreteras aun no asfaltadas, con nubes de polvo llenando sus pulmones, o profundos charcos de barro donde su bus quedaba largamente empantanado. Finalmente llegó a un delicioso pueblo. Sus calles estaban alfombradas de verde, los niños iban camino a la escuela con violines al hombro. Era una tierra virgen y musical.
Fue fácil encontrar al cantante. Vivía en una casa en las afueras de donde salía una música de piano. Cuando tocó la puerta la música se interrumpió, pero en segundos volvió a continuar. Se abrió la puerta de golpe dando paso a un hombre mayor de bigote negro, camisa blanca abierta dejando ver un pecho cubierto de vellos blancos y unos ojos casi grises que la miraban inquisitivos.
Le explicó a lo que había venido. Quería que le enseñe a cantar otro tipo de música. Quería que le enseñe a cantar una cueca.
El músico la miró fijamente, tanto rato que ella se sintió incómoda. Cuando estuvo a punto de darse la vuelta y alejarse enfadada él le hizo pasar hasta una fresca biblioteca. Le hizo sentar y nuevamente quedó en silencio esta vez mirando sus manos entrelazadas en sus rodillas. Cuando volvió a hablar tenía una voz profunda, rota por el tabaco y que seguramente ya no tenía el timbre de antaño.
Se disculpó. Le dijo que ya no cantaba ni escribía música y mucho menos no la enseñaba. El piano seguía sonando en el fondo de la casa con alguna melodía dulce y muy triste que ella desconocía, como negando las palabras del cantante. Continuó diciéndole que además enseñar a cantar cuecas a una cambita que nunca se había movido de sus siete calles era casi imposible. La cueca era música que salía de la tierra. Una tierra seca que había que abrir con fuerza. Eran lugares y sentimientos que ella desconocía. Amores perdidos, familia y tierra que se quedó atrás. Una tristeza que seguía siendo alegre, o quizás todo lo contrario. No podía enseñarle eso. Los taquiraris también eran difíciles de cantar, pero ella había nacido con ellos, su propio cuerpo tenía el brillo nocturno de esa música y le salía tan natural como sus coquetas sonrisas, no podía entender lo que significaba quitarse esa piel y vestirse con otra distinta.
La cambita se quedó en silencio sin saber qué decir. Había venido dispuesta a trabajar duro, a aprender lo que sea necesario, pero lo que le decía la desalentaba.
Finalmente el hombre se disculpó un momento y salió de la biblioteca dejándola pensativa en la penumbra de la habitación. La música hace rato se había detenido y cuando se dio cuenta un muchacho la miraba desde el vano de la puerta. Era el músico que ahora la miraba con fijeza. Era joven y moreno, con el cabello lacio y seco y los labios gruesos y casi de color morado. Era atractivo pero de una forma que ella nunca había conocido. Empezaron a conversar, ella le preguntó sobre la música que tocaba y él se sentó a su lado explicándole lo que era un yaraví.
Hablaron toda la tarde, ella no se dio cuenta que el cantante no había vuelto, pero lo sintió natural cuando su nuevo amigo la invitó a cenar, y nuevamente no sintió ningún temor cuando este le preparó la cama en la habitación de invitados para que se quedara a dormir. La noche siguiente pasearon por el pueblo mirando la luna llena, y la siguiente ella lo invitó a que compartiera su cama. Así pasó casi un mes. Ella no deseaba marcharse y él la miraba con unos ojos inmóviles como el fondo de una mina cuando caminaba desnuda por la habitación o se acercaba a la ventana para dejar que la brisa nocturna la refresque.
Al cantante lo veía esporádicamente. El muchacho era su hijo, le explicó. Lo había tenido con una cholita que había conocido en La Paz en la peña Nayra. Ella había muerto cuando él nació y se lo trajo aquí cuando decidió retirarse de la música.
Lo veía leer en su biblioteca o tomar el fresco en la puerta de la casa. Poco tiempo después, sin mediar palabras, le empezó a enseñar algunas melodías al piano, nunca una cueca ni siquiera tocaba música nacional. Pero ella escuchaba y aprendía con una sencillez y aceptación que le resultaba novedosa.
Una noche sin luna, al cabo del mes, el muchacho quedó en súbito silencio después de hacer el amor. Se sentó en la cama y tomándola de las manos hizo que se sentara. Le explicó que tenía que irse. Que había vivido toda su vida en ese pueblito y que quería conocer la tierra de su madre. Trabajar para ganar su propio dinero, conocer nuevas personas y nuevos paisajes. Que la tenía que dejar y que la iba a extrañar.
Ella lloró toda la noche y se quedó dormida al amanecer. Cuando despertó él se había marchado. Aun sentía su presencia al lado de su cama y su propio cuerpo le parecía mucho más viejo.
Encontró en la cocina al cantante que preparaba un café en una hornilla de gas. Él también parecía más viejo, quizás por la marcha de su hijo. Se sentaron a tomar café en silencio. Largo rato se quedaron sin hablar. Finalmente él se levantó y con un gesto hizo que lo acompañara. Se dirigieron al estudio y se sentó al piano. Estuvieron tocando y cantando toda la tarde. Cuando llegó la noche ella había aprendido una cueca. Aquella que dice:
Soledad, soledad,
esta noche estoy tan triste
se me ha ocultado la luna
y no cabe duda alguna
que se fué porque te fuiste.