04/25/2024 por Sergio León

Por Sebastián Arias Balderrama

En Every man for himself, and god against all (2022), texto autobiográfico y magníficamente titulado, Werner Herzog, el mítico director alemán, relata su intención de un final alternativo para Aguirre, la ira de Dios (1972). En este otro guion, el personaje de Klaus Kinski, en la escena final, merodea por esa lancha improvisada, y entre los muertos posa la mirada sobre su hija. Al verla allí, casta, angelical y muerta, toma su espada y se mata. Fue el encontrar el bote sobre el árbol lo que terminó cambiando la secuencia. Aguirre ya no moría, Aguirre se hacía rey de los monos que invaden su lancha encallada. Cuán distinta hace a la película un hecho tan accidental. Pasa así de retratar una fábula universal de ambición o una historia increíble de hombres terribles y geniales, a capturar el alma de un continente, el alma de un tipo de hombre específico, el criollo.

Hace unos días tuve la oportunidad de entrevistar al escritor Claudio Ferrufino, con motivo de promocionar una ponencia suya en la Universidad Católica. Mientras acomodaba las luces y matábamos el tiempo, le comenté que los protagonistas de sus libros me recordaban a esa escena final en la película de Herzog. Cuando uno lee a Claudio, los lugares comunes y el uso del lenguaje, retrotrae la memoria a una forma narrativa inédita en el país y de admitida influencia americana. Claudio es el ejemplo más logrado de “realismo sucio” en la literatura nacional. Como género este “realismo sucio” exige varias circunstancias preexistentes pero la más importante es un protagonista que experimenta la marginalidad de la sociedad. Bukowski, Miller, Fante fabrican a estos personajes dentro de una sociedad donde su exclusión es intrínseca a su identidad. Los protagonistas de Claudio son, por la estructura del conflicto racial boliviano, parte de la élite; sus protagonistas hablan francés, oyen a Bowie, atienden a la universidad y planifican la revolución. Sus personajes son “blancos” –lo que sea que eso signifique en Bolivia–, tienen asignados un lugar dentro de la sociedad. Son los herederos del mundo, ¿pero de qué mundo?

Muerta ciudad viva (2013) abre con el protagonista borracho frente al mercado Calatayud, la boca le huele a mierda y lleva en la mano un cinturón de cuero barato que ha robado a otro borracho, ¿Está perdido?, se lo pregunto a Claudio. “Perdidos en apariencia (…), pero creo que en mi literatura es muy explícita la certeza que tienen los personajes de lo que son, de ese mestizaje al que pertenecen”, me responde. De hecho, cuando un momento antes le comenté que sus personajes me recuerdan a ese Aguirre errante, me recordó que había una diferencia fundamental, Aguirre era español, sus personajes no. En la primera sección del segundo capítulo titulado “Uno”, “Reflexión”, el protagonista narra la llegada de su madre a Bolivia de Argentina. El fin del mundo, que aparenta ser cualquier frontera boliviana, la recibe con un tono sepia, hombres topo y aire con olor a tierra. Pero de pronto ve algo. Como el paso de blanco y negro a tecnicolor en el mago de Oz, la magia arcana de un mundo subterráneo cuya vitalidad hace soportables todas las miserias en el mundo se revela. En la estación de tren, donde se debate entre seguir su viaje dentro de Bolivia o correr despavorida de vuelta a Argentina, una “banda colorida” de “indios multicolores” irrumpe. Y entiende algo acerca de una forma de existencia que apela al recoveco más íntimo del alma americana. Un naufragio trágico en el surrealismo andino no lo sobreviven europeos perdidos en busca del dorado, lo sobreviven los hijos de sus hijos. Que han cruzado sangre con la tierra y han perdido la ortodoxia de su lengua. Pero han ganado en cambio, un lugar en el fin del mundo. Claudio tenía razón, sus protagonistas no son extranjeros extraviados, son nativos desaforados. Son los campeones de este mundo. No son Napoleón conquistando Europa, son Melgarejo borracho declarando la guerra a Prusia desde La Paz a tres mil metros sobre el mar. Y ante esto, la simpleza estética del realismo sucio americano palidece, que aquí no hace falta apelativo alguno, basta con realismo. El grotesco social de la narrativa en Claudio no es una cuestión de perspectiva, es una cuestión de objetividad intelectual.

Otra de las cosas que surgió antes de que la entrevista propiamente comenzase, fue el papel del sexo en sus textos. Le comenté que uno de mis compañeros había declarado en algún momento, que leerle teniendo esa cantidad envidiable de relaciones le hacía sentir como a un Eunuco, se río. Me habló de una historia corta en la que una pareja abordo de un barco que está naufragando pasa sus últimos días teniendo sexo. Aludiendo a un momento distinto en la historia del país, donde su texto toma lugar. Un momento de revolución, crisis y dictadura. Habló del romanticismo de la revolución. Sexo del fin del mundo en el fin del mundo.

Claudio ha sido etiquetado por la crítica literaria nacional como un autor de la posrevolución. Parte de la generación de escritores que registró las consecuencias morales y anímicas de la frustración revolucionaria del 52. La primera generación de escritores nacionales que encontraron en la página al individuo como un asunto literario en sí mismo. En El exilio voluntario (2013), la revolución es un trasfondo patético y acabado. Donde Elmo Catalán y su novia, siendo asesinados en el túnel del Abra es un recuerdo de infancia. Y en Muerta ciudad viva (2009), la revolución es un asunto perpetuamente pendiente, que solo tiene sentido como producto de la edad de los personajes y las intenciones mesiánicas inevitables que esta conlleva. Sus textos parecen preocuparse más en la descripción de una nueva realidad, que en el conflicto que la produce.

La narrativa en Claudio describe el resultado psicológico de un proceso histórico, mítico y violento, que da pie al mundo que habitamos. Lo hace de una manera tal que la poética avasalla constantemente la estricta formalidad de la prosa. Su recurso narrativo más impresionante es la abstracción visual de la mayor de las intimidades en un lenguaje inmersivo. Sus personajes son gente agitada, errática, a los que las cosas les pasan de forma incidental. El mundo entero se mece ebrio sobre un hombre en el que habitan multiplicidades, muchas veces contradictorias. En su trabajo se confunde al autor con los protagonistas porque deriva la legitimidad narrativa de la experiencia en primera persona.

La carrera de Filosofía y Letras de la Universidad Católica, a través de la materia de Literatura Boliviana, ha organizado un conversatorio con el autor. Esta conversación forma parte de un proyecto de reflexión más amplia acerca de literatura boliviana contemporánea. La primera vez que leí (o mejor dicho escuché) el trabajo de Claudio fue en clase. Una compañera leyó en voz alta el primer capítulo de El exilio voluntario (2009). Cuando concluyó, y ante la perplejidad de la clase, dijo: “Es así como la mayoría trata de escribir ¿no?”. Y sí, todo el mundo que escribe se pasa la vida persiguiendo la legitimidad que una vida peregrina y bohemia le dan a la voz literaria de Claudio Ferrufino, cronista del fin del mundo.

Fuente: La Ramona