El bello idioma de nosotros
Por: Claudio Ferrufino-coqueugniot
Diría “la bella lengua”, pero ello puede dar lugar a interpretaciones equívocas y no quiero correr el riesgo de los políticos cuando sueltan, eso sí la lengua y no el idioma, en sus soporíferas y malhadadas reuniones.
Elisabeth Malkin, escribiendo para el New York Times (Rebelling Against Spain, This Time With Words), anota con certeza que sería muy difícil que los Estados Unidos aceptaran imposiciones de Inglaterra en el uso del inglés. ¿Por qué tendríamos nosotros que hacerlo, siendo que supuestamente nos desembarazamos de España hace 200 años? Además si existe una irrefrenable dinámica en el español la damos los latinoamericanos, en la diáspora económica de la emigración, fenómeno que no únicamente se refiere a la península versus las excolonias sino también a distancias mucho menores como la existente entre México y Los Angeles, entre los “manos” de abajo del río Bravo y los “carnales” o “vatos” de arriba del Grande, entre los mexicanos huídos del temporal de la revolución y sus hijos nacidos “al otro lado” y que terminan rechazando su origen, haciéndose híbridos, formando un nuevo grupo humano que no pertenece ni a sus ancestros ni a la sociedad extraña en la que nacen y crecen. Octavio Paz categorizó a estos “pachucos” como parias (no sólo del lenguaje).
En una vieja (quizá años 40) y linda canción, “El bracero y la pachuco”, el Dueto Taxco ponía en escena esta llamemos confrontación entre lo antiguo (México) y lo nuevo (Estados Unidos), entre lo obsoleto y lo moderno, rivalidad que se expresaba sobre todo en el lenguaje. El bracero: romántico, formal, varonil, tradicional quiere conquistar a la pachuca: desenfadada, informal, liberal, irreverente y su duelo verbal, divertido por cierto, apunta a las diferencias entre unos y otros, en un español alejado de las normas de la academia y sin embargo todavía español, plagado de anglicismos, jerga, caló cuyos orígenes tal vez se expandan hasta los judíos conversos, o escondidos, que llegaron con la conquista. El bracero le dice “Oh, mujer del alma mía, o ámame porque te quiero, o quiéreme porque te adoro, porque mi aliento perfumas, linda princesa encantada, como si trajeras rosas, de esas rosas encarnadas que con sus lindas aromas a mi pecho cautivaran (…)”. “La pachuca no entendía lo que le quiso decir” y le responde: “Nel esé, ya párele con sus palabras de l’alta, que por derecho me agüitan, esé. Mejor póngase muy al alba con un pistazo de aquella, y un frasquito del fuerte p’a después poder borlar”. Resulta que a pesar de una temprana incomprensión terminan casándose, ampliando el espectro de su idioma de admirable manera.
Ya lo entendió un visionario Valle-Inclán en su “Tirano Banderas” que es un viaje por un mapa fructífero, encantador y encantado del idioma, una exploración y un descubrimiento, la muestra palpable que lo mayor que dejó España fue la lengua, y lo mejor que ganó del opuesto fue su multiplicación en matices, tonos, formas, que siguen creciendo a medida que los otrora pueblos del sur van de a poco apoderándose de espacios vitales que “correspondían” a otros, tanto que entre los mexicanos se habla de “reconquista”, siendo a su vez también revancha de España por todo lo perdido ante ingleses y norteamericanos.
Que existan normativas de lenguaje, sin duda sirve, tal vez al menos para mantener apariencias de orden en un caos no destructivo. El detalle nuevo de la Academia (que disgustó a Juan Villoro) de anular el acento de “sólo” (solamente) y diferenciarlo de “solo” (de soledad) por el contexto, es más bien un detalle estético; las transformaciones del español y la aceptación de ellas como parte real y concreta del idioma hablado -y después escrito- van más profundo, y merecen no únicamente estudio sino respeto. Para mí, por dar un ejemplo, me es más fácil hablar con mis colegas de los ranchos de Guerrero o los pequeños zapotecos de la frontera entre Oaxaca y Veracruz en su estilo y no en el mío de “l’alta”. Si quiero decir “ese tipo se cree divertido”, me entenderán mejor si les digo que “ese gacho se cree chido”.
Pienso que Octavio Paz se equivocó. Aquellos pachucos que fueron parias en su laberinto de soledad, extendieron la jerga de sus tradiciones noveles y contradictorias no sólo a México, también a todo el sur. Café Tacuba canta:
Mejor yo me echo una chela
y chance enchufo una chava
chambeando de chafirete
me sobra chupe y pachanga
¿Y la Academia? Chinga su madre…
Fuente: Ecdòtica