Mitre y el difícil ejercicio del olvido
Por:Antonio Vera J.
Pedazos que van construyendo las partes de un todo, así son —nos dice el autor— los Vitrales de la memoria de Eduardo Mitre
1. Vitrales
El antiguo arte de los vitrales se remonta al siglo XI, cuando se registra por primera vez el uso de fragmentos de vidrios coloreados en la decoración de iglesias. En los siglos posteriores (XII y XIII), el desarrollo de esta técnica alcanza niveles extraordinarios, lo que se puede atestiguar en las catedrales de De Chartres y Saint Denis, y la Sainte Chapelle de París. Decenas de miles de fragmentos de vidrios de colores se unen en esas iglesias para representar escenas de la Biblia. Es decir que, desde su origen, los vitrales no sólo sirven para decorar, sino también para recordar.
La imagen del vitral domina en el nuevo libro de Eduardo Mitre. Como imagen visual es elocuente: la voz poética intenta a lo largo del poemario recuperar momentos y seres lejanos, que habitan solamente en la pálida nebulosa de la memoria. Es, como los primeros vitrales medievales, una herramienta que sirve al poeta para reconstruir el mundo de la infancia o de la adolescencia, para recuperar a los amigos, los hermanos, los padres perdidos.
Pero vale la pena detenerse en la idea obvia de que los vitrales no son ventanas. La diferencia es que la ventana es un medio, cuya transparencia nos permite observar hacia otro lado y registrar las imágenes de lo que está adentro o afuera, más allá de la translúcida capa de vidrio. En cambio, el vitral interpone el color, las formas creadas por el artista, a la luz y es así cómo se produce su efecto mágico: una transfiguración. La transparencia no permite este efecto. Es imprescindible el encuentro entre la obra humana y la luz para que esto se produzca (uno de los últimos poemas se llama, en efecto, Transfiguración de Blanca Wiethüchter).
La imagen visual, entonces, puede interpretarse también en clave sonora: poemas como vitrales, palabras como fragmentos de vidrios coloreados que se unen trabajosamente para reconstruir los instantes o los rostros que el olvido amenaza, al influjo de la luz que los impacta. Tal vez así se pueda parafrasear la poética de este libro.
2. Puentes colgantes
En una entrevista publicada en 2005, después de presentar El paraguas de Manhattan, Eduardo Mitre explica que ese poemario asemeja un recorrido por la intensa Nueva York. Y cuenta que está trabajando en su próximo libro al que considera como una continuación de El paraguas… El escenario seguirá siendo Nueva York, dice, pero esta vez como un punto de partida, desde el cual el poeta construye puentes (hechos de fragmentos, de pedazos de vidrio, de palabras) hacia la memoria.
Poemas como Vitral con altiplano o Vitral de la pelota de trapo son elocuentes al respecto. El primero comienza cuando “se apagan las luces de Manhattan” (¿?) y culmina en “los baños termales de Capachos / y un festín de habas al filo de la tarde”. El segundo nos “cuenta” el recorrido de ida y vuelta sobre el puente: cruzando el parque, una pelota rueda hasta los pies del poeta: “Apenas la alcé / se volvió en mis manos / una pelota de trapo”. Una de esas pelotas rellenas de calcetines viejos y cubiertas de medias de nailon, caprichosas, irregulares, difíciles de dominar. Y un partido, sin referí, en una calle de tierra, con los vecinos y los hermanos. Todavía al otro lado del puente, el poeta, luego de ser convocado por los gritos de su madre, camina con la pelota de trapo bajo el brazo. Pero la voz de la madre se transforma en la protesta de los muchachos que están esperando que aquel extraño sujeto les devuelva la pelota: “De un puntapié la lanzo / y la pelota en el aire / vuelve a transformarse / en la pelota de cuero. / Y lleno de rabia y nostalgia / me alejo por la calle de asfalto.”
Ahora bien, me parece que ese camino de ida y vuelta, conforme el poemario avanza (siguiendo la metáfora del camino), se hace menos evidente. Más complejo; no más complicado. Si algo ostenta el lenguaje de este libro es la sencillez de una caminata, casi lineal, casi narrativa. Se hace más complejo a causa del tiempo. Me explico. El poemario sigue un recorrido que comienza en la infancia (los poemas citados y otros como Vitral del trompo o el hermoso Vitral de los mosaicos y azulejos, etc.) y continúa con vitrales que podrían ubicarse en la adolescencia. El más elocuente (para mi gusto, uno de los mejores poemas del libro) es De siembra distante, dedicado a Marilyn Monroe y Natalie Word, una evocación del espacio erótico por excelencia para un adolescente: la oscuridad del cine (aunque habría que hablar en pasado, hoy, que el cine es tan caro, tan violento; hoy, que hay tanto internet, tanto hentái). Pero es más: al final del poema se expresa la idea de la “siembra distante”: “Sí, al paso la floración inesperada / de la planta de los recuerdos / a oscuras sembrada hace tiempo / en los cines de Cochabamba”. Es decir que ese solitario ritual adolescente del desperdicio de la simiente ha fecundado en la memoria del poeta. Ya no es el poeta el que recuerda sino el recuerdo el que da forma a ese caminante vacío que recorre las calles de Manhattan.
Así, el recorrido se hace cada vez más oscuro, melancólico e íntimo. Los vitrales de la última parte del libro evocan a Lupo, un dálmata muerto hace meses, a su amigo Ives Fromment, a Enrique Omar Sívori (jugador de River), a Blanca Wiethüchter, a sus hermanos, a su madre… Conforme avanzan en el tiempo, los poemas evocan el hecho de evocar, evocan el olvido y evocan finalmente lo imposible: “¿Y qué decir del viaje de nueve meses / en la nao de la madre?”. Conforme el tiempo avanza, el poeta parece desconfiar más de los fragmentos que utiliza para confeccionar sus vitrales hasta que llega a los límites de su talento, de su lenguaje. No puede avanzar, sólo le queda, entonces, mirar hacia adelante y en esa dirección el único vitral posible es una pregunta: “¿Cómo trazar la travesía / de uno hacia sí mismo / si el pasajero se vino forjando / al mismo tiempo que la nave? / ¿Será morir emprender un viaje parecido / y la muerte una nao como la madre?”. Y es que, pensémoslo bien, ante lo imposible, la pregunta es una aseveración. El lector, luego de asomarse a estos intensos vitrales, cierra el libro con el beneficio de la duda. Demos gracias al poeta.
Fuente: www.laprensa.com.bo