Vargas Llosa en Santa Cruz: lo que queda de un diálogo
Por: Gabriel Chavez Cazasola
Una fluida, enriquecedora y amena plática, de casi dos horas de duración, sobre el lugar de la literatura, el libro, los escritores y la lectura en el mundo de hoy. Así podría describirse, sintéticamente, el conversatorio realizado en Santa Cruz este pasado miércoles con un lúcido y distendido Mario Vargas Llosa como protagonista.
Fue un acierto, sin duda, el haber generado un microclima dedicado exclusivamente al Vargas Llosa narrador, ensayista, dramaturgo y lector, lejos de la polémica que acompaña a su faceta política. Desde luego, no pueden disociarse del todo ambas dimensiones de su figura, la literaria y la política, porque existen vasos comunicantes entre una y otra, y sobre todo porque Vargas Llosa es uno de esos intelectuales holísticos -por desdicha en peligro de extinción- que en la más pura tradición humanista abarcan muchos y variados ámbitos con su pensamiento, creación y acción, sin una nítida solución de continuidad entre esos intereses. Y además porque, como lo reafirmó en la misma ocasión que nos ocupa, él particularmente cree que el escritor no debería aislarse de su entorno, creerse en una torre de marfil y hacer, por tanto, una literatura descarnada, narcisista, artificiosa.
Sin embargo, no es menos cierto que todos quienes no somos Vargas Llosa, es decir, muchísimas personas en el mundo, podemos tener interés ya en uno, ya en otro aspecto de su obra y trayectoria, y no comprarnos necesariamente todo el paquete. Prueba de ello es que existe un amplio consenso respecto a que es uno de los mayores narradores que ha dado nuestra lengua, pero ese consenso se convierte en disputa a la hora de valorar el contenido -no el exquisito estilo- de algunas de sus columnas periodísticas o su activismo liberal.
Desde esa lógica, y considerando que al día siguiente daría una conferencia, digamos, política, imaginar un espacio ante todo literario tenía su razón de ser. Y por supuesto, para quienes gozamos con los libros y con ‘sus’ libros, fue un verdadero regalo participar en ese conversatorio -tanto más en el caso de quienes tuvimos la felicidad de ser sus interlocutores-, y salir de allí interpelados y provocados por varias de sus reflexiones; ya que a diferencia de lo que suele suceder en este tipo de encuentros con escritores, el diálogo fue más allá de lo anecdótico (no se habló de la Tía Julia ni de la identidad de Pedro Camacho ni de los amores de Casement) y de la trastienda del proceso creativo (salvo cuando reveló cuál fue el disparador de la escritura de La fiesta del chivo), para centrarse en un asunto verdaderamente esencial: el porvenir inmediato de la literatura.
De hecho, con mesura y serenidad, sin un tono apocalíptico ni profético -pues las evidencias de ello ya saltan a la vista-, Mario Vargas Llosa afirmó que, aunque antes se resistía a hacerlo, ahora es preciso preguntarse –terrible pregunta-sobre si la literatura continuará existiendo; o, al menos, si continuará existiendo tal como la hemos conocido.
Varias de las evidencias que conducen a esa interrogante ‘saltaron’ durante el diálogo: la constatación de que el niño lector (o el lector niño) de novelas de aventuras y obras clásicas, a quien la lectura muy posiblemente apasione el resto de su vida, es ya un anacronismo; la primacía de lo audiovisual; la terrible primacía de lo banal, que también contamina a autores y lectores; la expansión velocísima de los formatos digitales que van desplazando a ese objeto maravilloso: el libro impreso, con la consiguiente mutación de la industria editorial; el nuevo lugar del escritor, que de ser una figura pública con opiniones relevantes para la sociedad pasa a la condición, a menudo deliberada, de solitario fabricante de artificios que muy pocos leen y menos aún comprenden; y, en general, la pérdida de prestigio de la literatura en estos tiempos que el propio Vargas Llosa ha caracterizado, certeramente, como “la civilización del espectáculo” (aunque una periodista insistía en llamar a su libro “el espectáculo de la civilización”, lo que es distinto y, sin que ella lo supiera, sugerente).
Y, en vistas de todo lo anotado antes, como la mejor respuesta que podemos darle a estas nuevas condiciones que nuestra época plantea a la literatura, Varguitas reivindicó la poderosa y peligrosa y libérrima elección de seguir leyendo y seguir escribiendo (supongo que en los soportes que aparezcan) porque la lectura y la creación literaria no son inocuas –por algo existió y existe la censura-, pues nos invitan a imaginar y soñar y así nos hacen mejores personas; y, de manera indirecta, hacen que el mundo sea también un lugar mejor.
Varguitas, dije, para llamarlo de un modo entrañable, ya que se ganó la simpatía de todo el auditorio con la suya propia. Hubieran hecho falta muchas horas, junto a unas cervezas en La Catedral o en La casa del camba, para preguntarle cuanto quería(mos) que contara. Quizá saber si recordaba –y cómo- a Edmundo Camargo, que fue su condiscípulo o, al menos, parte de su misma generación, en La Salle de Cochabamba; si trató a Renato Prada Oropeza, fallecido en México, cuya novela Los fundadores del alba leyó y premió como jurado de la primera versión del concurso Guttentag; su impresión, precisamente, de Erich Guttentag, quien tanto hizo por la literatura y los libros en nuestro país; si había leído a autores bolivianos contemporáneos y a quiénes y qué le parecieron sus libros; y, tal vez, si alguna vez escribió poesía.
Todo eso, y más (cada asistente, y éramos más de cien, habrá tenido sus propias preguntas en bandolera) se quedó en el tintero. Pero todo lo conversado y dicho fue dicho y conversado, y ronda en nuestras cabezas como una provocación a seguir al pie del cañón de la escritura y la lectura, como cuando éramos niños y nos encerrábamos a leer a Verne o a Stevenson o a Dumas, o como cuando comenzamos a garrapatear las primeras libretas con versos e historias (¿recuerdas, Marqués, el parque arqueológico?) o cuando nos sentamos seriamente, por vez primera, frente a la página (ahora pantalla) en blanco.
O sea, en los momentos en que, por fortuna, “se jodió el Perú” de nuestras vidas, porque nos tropezamos con la loca de la casa y ella nos cogió en sus brazos de papel. El saldo final de la conversación con Vargas Llosa es, pues, justamente ese: el sentir nuevamente que estas nupcias de tinta han valido la pena.
Fuente: La Ramona