07/10/2010 por Marcelo Paz Soldan
Vacaciones permanentes, una reseña de Giovanna Rivero

Vacaciones permanentes, una reseña de Giovanna Rivero


Contraépica, Vacaciones permanentes
Por: Giovanna Rivero

No siempre en un primer libro de cuentos se intuye el proyecto que el escritor o la escritora ha decidido entregar, a pesar de los secretos pudores, al lector. Vacaciones permanentes, sin embargo, es un libro transparente en ese sentido. Conseguir esa transparencia ha debido significarle a su autora, Liliana Colanzi, horas de trabajo, corrección, relectura, concentrada inteligencia y otras batallas no menos intensas.
Pero, ¿de qué está hecha esa transparencia? ¿Acaso sólo de la renuncia a una pretenciosa opacidad, a una retórica densa y a veces innecesaria? Sí, también de eso. Aunque en el caso de Colanzi, como en el de otros escritores de su generación, la decisión de trabajar con registros domésticos y composiciones lingüísticas mínimas, en ocasiones aparentemente incompletas, pasa más bien por el deseo de priorizar la vida, la vida misma, entendida como eso que nos ocurre a veces violentamente, a veces en la más alocada inconsciencia, más allá de las leyes del lenguaje.
Esto que podríamos considerar una saga, un diario íntimo de viaje o la autobiografía de una generación, tiene, como debe ser, un punto de partida, una fecha-hito: 1997 se titula el cuento que hace de cinta inaugural de esa brillante y demasiado efímera road movie que es la primera juventud vivida justo en el cruce de milenios, cuando la caída de los viejos paradigmas y la euforia de la globalización generaron otro tipo de crisis, otro tipo de dolor, entre ellos el desconcertante conocimiento de que ser joven ahora sólo servía para eso: para ser joven (¿y era aquello suficiente como gesto político?). En ese sentido, me atrevo a decir que hay una dimensión apocalíptica, astutamente matizada por la prosa limpia de Liliana, en este plano secuencia de siete cabalísticos cuentos.
En efecto, si prestamos atención a la línea biográfica que la narradora traza para su protagonista, Analía, esa suerte de alter ego que en las narrativas intimistas o confesionales sirve para poner en acción los infinitos juegos especulares de la autorreferencialidad, la mentira, la fe del lector y los límites de la honestidad, notaremos que su veloz descenso a los infiernos de la adultez es algo así como una ‘picaresca negativa’. La joven Analía es la privilegiada testigo del lento pero implacable deterioro de la clase alta boliviana que, claro, a diferencia del resto de Latinoamérica, está siempre más contaminada por el roce continuo y a veces gozoso con el vulgo.
Este primer desmontaje es clave para entregar al lector a una Analía ya corrompida por la prematura desilusión. El resto será la supervivencia emocional y económica, las concesiones morales, el veloz aprendizaje del mundo ‘real’ y la manía de la huida.
De modo que cuentos como Rezo por vos, El fin de semana estaré bien o Banbury Road nos muestran la contraépica de una Analía que ha decidido agotar el capital de su juventud en eso que el primer mundo valora y teme: la experiencia.
Con un aborto de por medio, ruptura para nada gratuita del máximo continuom, el de la maternidad, lo que sigue es una serie de programas fallidos, como si en la potencia del ‘no’ los personajes de Colanzi encontraran ese gesto político antisistémico que reclamábamos en las primeras líneas de esta reseña.
Analía abandona sus amores en pos de un ideal siempre inalcanzable, y este ansioso nomadismo, tan a tono con los relatos transmigratorios del siglo XXI, parece rebotar una y otra vez contra el vacío. La experiencia se atesora, pero su acumulación debe ser frenética y no plantearse ningún tipo de objetivo didáctico.
Sin embargo, y he aquí una exégesis, quizás a pesar de la ruidosa consigna de desequilibrada y perpetua juventud que los siete cuentos proclaman: es probable que el mejor triunfo sea el de la preservación de la individualidad. Aun en medio de la anónima muchedumbre y de las convencionales propuestas para ‘ser parte de la sociedad’ -hacer una pareja, establecerse, progresar-, Analía, la melancólica heroína, no manifiesta ningún vicio esquizoide (tal vez porque los discursos esquizoides son propios de la modernidad antes que de la posmodernidad). Analía es una sólida unidad, no hay contradicciones o humor que debiliten su empecinado viaje, en soledad, hacia el corazón de las tinieblas. Analía es una flecha que hiere lo que toca.
Hay mucho, mucho más que decir de este precioso volumen. Si sólo nos detenemos a mirar los personajes secundarios, descubriremos en un par de ellos las consecuencias de negarse a crecer, el modo en que lo que era fuerza negativa vital se convierte en una triste mueca del pasado. Adultos inmaduros, decadencia, y en el mejor de los casos, el romántico suicidio, parecen constituir la perspectiva más segura. Ecos carverianos se escuchan en el soundtrack de Vacaciones permanentes, pero a diferencia del minimalismo fundacional de Carver, cuyos personajes han sido mutilados (por obra del editor, ahora lo sabemos) de todo pasado y tal vez de todo futuro, en Liliana, los personajes todavía están dispuestos a salvarse, a trazar vínculos, ‘de amor’ o ‘de odio’, no importa, para hacer la última apuesta: descubrir si después de la juventud todavía hay felicidad posible o algo que se le parezca. Si dejar de ser herederos para tomar la posta puede regalar un poco, un poquito de satisfacción.
Fuente: El Deber