Por Ricardo Bajo
A Benjamín Chávez Camacho, la morenada le cambió la vida. Primero bailó en la más antigua del mundo, nacida en marzo de 1913, la Morenada Zona Norte. Uno de sus emblemas es La Mariposa de don Gumercindo Licidio, fundador de la Banda Pagador, la madre de todas las bandas. Después fichó por la Morenada Central, creada por la Comunidad Cocani. Y después escribió el libro Hibridismos: Vislumbres del Carnaval de Oruro (2019, Unión Nacional de Poetas y Escritores de Oruro, UNPE). “Benjo” Chávez es “moreno” antes que poeta. No por nada ha tenido el privilegio/honor de ser el biógrafo oficial de la Banda Intercontinental Poopó, más tarde conocida en el mundo entero como la Intergaláctica, cuyo origen hay que buscarlo a una legua al este de Villa Poopó, en la diminuta comunidad de Qalajawira, que en quechua significa “río de piedras”.
Si algo le parece profundamente poético a Chávez es el Carnaval de Oruro por el cual siente una auténtica fascinación. “Es una festividad compleja que no deja de maravillarme año tras año. Tiene una riqueza inagotable de información y vivencias. Desde lo estético (trajes, música, danza) hasta lo que podríamos llamar antropológico (pervivencia de mitos, tradiciones, sincretismo, etcétera)”, dice.
Al poeta/moreno, Borges también le cambió la vida. O un libro del porteño, para ser más exactos. Su título era El libro de arena. Chávez lo leyó cuando tenía 18 años —casi tres lustros después de su publicación en 1975— y lo compró en una feria de libros usados, en la calle. “Me mostró un mundo increíble por esa forma maravillosa de expresión que es la base de la literatura, quedé prendado para siempre”. Nota mental uno: “Benjo” y el que esto escribe extrañamos esas ferias ahora sustituidas por puestos de libros mal pirateados. Chávez había amado en su temprana adolescencia a Julio Verne. O un libro del francés, para ser más precisos. Miguel Strogroff fue “el disparador de un deseo agudo de leer todo lo que pueda de un autor inmediatamente convertido en centro de mi universo literario”. Entre Verne y Borges, solo existe el rocanrol.
El libro de arena es un compendio de las obsesiones borgeanas. Ahí está todo: el arrabal, el norte de Europa, el otro, las sectas, los libros totales. Chávez logra eso con su tercer poemario, o por lo menos eso le dijo Rubén Vargas, también poeta, también lector. Cuando en 2000, “Benjo” publica su tercer libro Santo sin devoción (Plural editores), Vargas, que hizo la presentación junto al recientemente fallecido Héctor Borda Leaño, le dice: “En este libro están todos tus temas”. Han pasado más de 20 años (y Rubén está muerto). “Benjo” se da cuenta ahora que tenía razón.
Chávez ha vuelto a leer Santo sin devoción como si volviera al primer amor, como si regresara a leer los cuentos de El libro de arena. Ha vuelto y ha confirmado el pronóstico de Rubén Vargas pero se ha dado cuenta de que hace rato que no explora uno de esos temas: el habla del Ande, la Bolivia profunda, el quechua, la oralidad. “Me gustaría volver ahí”, dice.
Benjamín Chávez acaba de ganar una mención en el prestigioso premio de poesía de Casa de las Américas, La Habana, donde el poeta conoció el mar. Hay que agradecer a la pandemia o a los peores días de encierro, para ser más exactos. “Benjo”, un orureño nacido en Santa Cruz y acuartelado en La Paz, vive pegadito al mercado Rodríguez. “Salía a la puerta de casa y tenía todo, papa, fruta, verdura, carne, pescado y flores. Lo que te cuesta en un supermercado de Sopocachi, 25 pesos, en el Rodríguez pagas siete pesos”. El poeta está hablando de flores y de aquellas semanas de cuarentena rígida.
La mención de honor lograda en La Habana le ha servido para despejar dudas. “Ha llegado en un buen momento, a ratos pensaba que estaba escribiendo cosas débiles”. Durante el enclaustramiento, Chávez aprovecha para ordenar, para revisar agendas, cuadernos y notas en la computadora. Y se da cuenta de que tiene unos 90 poemas. Entonces agrupa textos por afinidades temáticas y nacen tres libros, el primero lo manda a Cuba y merece la mención. Ha preguntado pero al parecer solo el primer premio se publica, así que pronto —en marzo o abril— lo lanzará en Bolivia con Plural o con La Mariposa Mundial, o con ambos para que nadie se enfade. Tendrá 34 poemas y llevará por título un verso de Saenz: “Por alguna vez cuando oscurece”. No es la primera vez que Benjamín usa una frase de otro escritor para titular: ya lo hizo con Pequeña librería de viejo y Rainer María Rilke.
Chávez es Bolivia. Su bisabuelo fue un médico de Génova, afincado en las pampas benianas. Su abuelo materno fue militar y estuvo destinado en Santa Cruz; su padre, también militar, nació en el Beni y doña Miriam, su madre paceña, vive desde hace 20 años en España. Allí conoció el mar. Quizás por eso, uno de los poemarios de “Benjo” está repleto de batallas, soldaditos de plomo, cuarteles de invierno y muchachas que lavan ropa en el patio. Ese libro arranca con un poema del ruso Semyon Gudzenko que dice así: “Quiero ser soldado raso de nuevo / por lo menos un tercio del camino; / desde esas cumbres, / después podré bajar a la poesía”.
Cuando tiene 23 años publica su primer poemario, Prehistoria del androide al ganar un concurso en Oruro, el Premio Luis Mendizábal Santa Cruz, nombre de un poeta orureño muerto. Chávez ha estudiado en el Colegio Alemán y en el Americano, donde sale bachiller para luego partir a La Paz y entrar a la carrera de Filosofía, la cual no termina y prosigue con la de Antropología en Cochabamba. De chango, compraba un libro al mes, ora en los libros usados, ora en una librería de la calle Sucre esquina Potosí. “Era un librero cascarrabias, como tiene que ser, no recuerdo el nombre de la librería”.
¿Y después de aquel libro de Borges? Chávez trae a otro ruso a la mesa. “Una vez le preguntaron a Isaac Asimov quién era el mejor físico de la historia. Y respondió sin dudar: Newton. ¿Y el segundo? El segundo no sé”. Benjamín sí sabe. Después de Borges, llega un libro de Juan Quirós. Su título: Índice de la poesía boliviana contemporánea. Año, 1964. Sello, Librería Juventud. Ahí está todo también: desde Manuel María Pinto, Ricardo Jaimes Freyre y Franz Tamayo (los tres primeros del índice) hasta Roberto Echazú Navajas, Jesús Urzagasti Aguilera y Silvia Mercedes Ávila. “Lo leí y releí con interés genuino, a Eduardo Mitre lo sigo hasta hoy, hace poco me compré su último libro A cántaros editado en Pre-Textos, creo que me ha influenciado especialmente en el rigor, he tratado y trato de aprender de él”. Ese libro de Mitre —otro poeta nacido de casualidad en Oruro— viene, al inicio, con seis elegías: para Jaime Saenz, para Rubén Vargas Portugal, para Jorge Zabala, para la nieve, para la flora y el tiempo y para el profesor jubilado. El de Rubén arranca así: “¿Cómo iba uno a pensar / ni siquiera imaginar / que era el último encuentro, / la última vez, y que ya / no volveríamos a vernos?”
Del café de artistas y escritores donde se reunía la bohemia en Oruro, “Benjo” se acuerda. Se llamaba Galería Imagen, en la calle Soria Galvarro esquina Parque del Poeta, frente a la casa donde un día vivió Simón Iturri Patiño. En ese lugar, donde lo mismo había una exposición de arte que una lectura, que un concierto, que una proyección de cine con charla, Chávez conoce a los hermanos Lara y a literatos como Alberto Guerra Gutiérrez (otro poeta muerto), Edwin Guzmán Ortiz y Eduardo Kunstek Montaño. Años más tarde, junto a ellos y el artista Erasmo Zarzuela Chambi, van a hacer uno de los suplementos más legendarios del periodismo cultural, El Duende (que sigue vivo en las páginas del periódico La Patria de Oruro y se puede leer en línea en www.elduendeoruro.com).
Entre el primer poemario galardonado (1994) y el segundo (1999) pasan cinco años y mucha agua debajo del puente. Con la misma tijera es una edición artesanal, de autor se decía antes. Número de ejemplares: cien. Chávez no vende ni uno. Pero recibe un regalo mayor. “Aquel año me invitaron al Festival Internacional de la Cultura, en Potosí y el primer libro se lo regalé a Robertito Echazú. Lo leyó enterito, me hizo notar una errata y me dio un consejo de “hardware”: tienes que poner más pegamento”. A finales de aquel año publica el tercer libro de poemas, ese donde dijo Rubén Vargas que ya estaban todos sus temas.
Con el cuarto llega a ser finalista del Premio Nacional de Poesía Yolanda Bedregal. Su título: Allá en lo alto un pedazo de cielo. Los poemas son extrañamente largos (como el pelo de aquella mujer) pero el ritmo está. En uno de esos, el poeta escribe: “Ya no sé si contemplo / hombres o animales. / No sé si ellos contemplan / este animal herido”.
Con el quinto poemario, Extramuros, debuta con La Mariposa Mundial. Nota mental dos: estamos sentados en el café Ichuri, en la parte alta de la galería República, de cara a la catedral de San Francisco. Frente a nosotros está el mercado Lanza, convertido en un bodoque por arte de birlibirloque. “Un día estaba yo comprando libros usados en los pasillos del Lanza y vi que se acercan dos tipos. Te hemos visto en una foto del periódico, te queríamos hablar, me dicen”. Esos dos tipos eran Omar Rocha Velasco y Rodolfo Ortiz Oporto, el “alma pater/mater” de la revista La Mariposa Mundial. Así, gracias a ese encontronazo, llega la publicación del primer poema de Benjamín Chávez en la afamada revista, en el número seis de la “eme eme” para ser más precisos. Su título: Una vieja canción que termina así: “Tomo una copa / y busco por la orilla / esa pareja teñida de ocaso. / Los imagino dueños de la selva / inventando futuros gráciles como el agua. / Más que agua, pienso, mi río, / el que heredé / arrastra palabras, / sirenas que se cruzan / barullo de marineros / canciones / y / un naufragio amoroso / en el que me reconozco. / Tomo otra copa y / susurro a la luna ya alta: / en las playas desiertas del Beni”.
Desde ese momento “nos hicimos reamigos, hubo una época que nos juntamos todos los santos días de Dios. De La Mariposa me gusta la disciplina, el rigor pero a nuestra manera, con una metodología de trabajo a contrarruta, sin fechas, trabajando juntos hasta altas horas de la noche, con una fidelidad lectora para con ciertos autores y con un afán de leer nuestro pasado”.
El sexto poemario se llama Pequeña librería de viejo y con ese sí logra el Premio Nacional de Poesía. Ese libro arranca con una frase de la brasileña Clarice Lispector que dice así: “Saber desistir. Retirarse o no retirarse: esta es muchas veces la cuestión para un jugador”. El séptimo poemario dicen que está agotado. Se llama Historia de las invasiones perdidas (Plural editores, 2011). En la tapa y contratapa se ven grabados del alemán Otto Dix, un pintor muerto que retrató la guerra, como nuestro Cecilio.
El octavo poemario de Chávez no existe. Así de simple. Su título: El libro entre los árboles. Con él gana en 2013 la primera versión del Concurso Municipal de Poesía de Cochabamba Edmundo Camargo, el nombre de otro poeta muerto. El noveno poemario gana la mención de honor en el premio Casa de las Américas de Cuba.
Antes de éste, también ven la luz varias antologías publicadas en Bolivia y en Argentina como Cierta perspectiva de eternidad, ediciones del Dock, 2018. Este último título también es un robo: “Es propio de la naturaleza de la razón percibir las cosas desde una cierta perspectiva de eternidad” (Baruch Spinoza). La antología personal que lanza Plural en 2008, Manual de contemplación, se cierra con el único poema no publicado con anterioridad, uno de mis favoritos. Su título: Poema final para una antología que termina así: “Frente a mí también hay / el bullicio de los amigos / ciertas tardes llenas de sol / de ciudades, colinas, rostros / la contemplación reflejada en los estantes de la memoria. / El caminar de gente que no conozco / algo que se dicen, un gesto que los muestra dignos. / Y no por último, algunas dudas / perdidas en el fondo de un baúl trajinado. / Un mirar de frente a los hombres / y otra certeza —ésta del corazón— / apaciblemente recostada a los pies de mi cama: / El mundo es un sitio para amar”.
“Benjo” no extraña la bohemia de principios de siglo, esa que se reunía ora en El AveSol de la calle Goitia al llamado de Fernando Lozada (otro amigo muerto), ora en el Bocaisapo de la calle Jaén, ora en La Chopería. La recuerda con cariño, eso sí. No por nada, su primera lectura de poesía fue en el boliche de Don Cayo Salamanca y Marcela Gutiérrez, junto a los cofrades del Gran Sapo. Pero las reuniones que más recuerda son las del estudio de música Pro Audio donde se juntaban las “mariposas” con “Rolito” Costa Benavides (otro maestro muerto), Óscar García Guzmán, David Portillo, “Loro” Orihuela… “Me contó el otro día Fernando Van de Wyngard que los changos poetas se reúnen ahora en casas y en algunos boliches”. La bohemia existe, lo que pasa es que nos vamos poniendo viejos.
Mientras los premios despejan las incertidumbres, “Benjo” prepara una nueva versión del Festival Internacional de Poesía de Bolivia, olvidado ya su trabajo (entre 2013 y 2021) como editor general de la revista Piedra de Agua, de la Fundación Cultural del Banco Central de Bolivia. Los festivales le traen buenos recuerdos: “Estuve en el Teatro Lido de Medellín, a pocos pasos de la calle Bolivia y luego ante 6.000 personas en el Anfiteatro del cerro Nutibara. Y jamás volví a leer en un lugar como el patio de una refinería de petróleo ante más de 200 obreros cuando entraban a las seis de la mañana”.
La obra de Benjamín Chávez tiene mucho de Mitre pero no solo es Eduardo. Tiene mucho de Saenz —algo de su malditismo y sus variaciones sobre un mismo tema— pero no solo es Jaime. Tiene mucho de lo mejor de la poesía prosaica/popular boliviana, tiene algo del “Soldado” Terán Cabero. Tiene la brevedad inquietante del querido Robertito Echazú, aquel que le dio el primer consejo, de poeta a poeta. “Su tono menor es su mayor acierto”, dice su colega uruguayo Roberto Echavarren Welker. Tiene algo de Urzagasti cuando Jesús, en las últimas páginas de El árbol de la tribu, dice: “La poesía enseña a vivir, lo que plenamente entendido significa aprender a morir”. La voz de “Benjo” nos habita y sabemos que debe proseguir, más allá de toda duda, de todo premio.
Nota mental tres —y final—: ¿acaso no ha sido esto una conversación con nuestros difuntos? A lo lejos se escucha una “morenada al corazón” de Atajo que dice así: “Yo me voy bien agachado con paso de moreno / el ritmo de las trompetas me van empujando / coqueteándome del brazo viene la muerte y en la palma de mi mano sangra mi corazón”.
Fuente: Escape