Por Martin Zelaya
A veces la vida te da regalos inesperados. Uno muy entrañable ocurrió en el invierno de 2017 cuando tuve el gusto de ayudar a Luis “Cachín” Antezana en la preparación de la edición de Periférica Blvd.de Adolfo Cárdenas para la Biblioteca del Bicentenario de Bolivia (BBB).
Durante cuatro tardes –del 14 al 17 de agosto, para ser preciso– recibía a ambos en mi pequeño departamento de entonces, a metros del Monoblock de la UMSA, donde entablaron un imperdible diálogo que yo interrumpía de rato en rato con alguna pregunta (con permiso de Cachín); aunque mi trabajo fue sobre todo –más allá de asegurarme que no faltarán cervezas, Whisky y Coca Cola, según demanda– ayudarles a que la charla mantuviera orden cronológico: se repasó libro a libro y cuento a cuento la bibliografía de Cárdenas; y asegurarme de que la grabadora siguiera funcionando. El resultado son los exquisitos Estudio introductorio y anexos con que Antezana enriqueció el libro que, a iniciativa suya, incluye además el cómic sobre Periférica Blvd.
Cuando tocó hablar del libro de cuentos Tres biografías para el olvido (2008) y en especial de “Sepulturas” –dicho sea de paso, con seguridad uno de sus mejores relatos–, Cárdenas se adelantó a la pregunta: “es un cuento que yo quiero mucho… en realidad a todo lo que es sobre el Chaco. Estoy juntando material a ver si puedo publicar un librito con puro cuentos sobre el Chaco y dedicarlo, obviamente, a la memoria del Chueco Céspedes”[1].
Y Adolfo cumplió, cinco años después. Una de las novedades de Editorial 3600 en la XXVI Feria Internacional del Libro de La Paz es El Chaco y después, en el que Cárdenas recoge nueve cuentos sobre el conflicto bélico: cuatro ya publicados en sus anteriores libros (“Alajjpacha “, “Chacharcomani”, “Sepulturas” y “La brigada fantasma”) y cinco inéditos (“Operación Rosita”, “Felícitas”, “El hombre que supo amar”, “Tío Humberto” y “Victoria”). Cinco están ambientados en los días de guerra y cuatro narran las secuelas de esta en los siguientes años.
Cuento a cuento
Pero quedémonos un momento con “Sepulturas”. Aniceto Arzabele teme a su madre más que a cualquier cosa. Y le teme casi a cualquier cosa. Por huir de su mujer, acepta ir a la guerra, pero deserta en medio camino. Al final, y tras una serie de peripecias, encholamiento de por medio, prefiere “desertar” de la vida antes que enfrentar a su furibunda madre. Cuenta Adolfo:
Augusto García me contó esta historia. Él es orureño y su padre era un minero mediano. Me contó que tenía un tío abuelo al que le había ocurrido verdaderamente esto: le ha tocado ir a la Guerra del Chaco, el tipo se ha acobardado y en lugar de ir a la guerra en el tren se ha escapado y se ha ido a un pueblito que se llama Sepulturas, en Oruro. Dice que este pueblo tiene una especie de leyenda: que no puedes entrar si eres un pecador… por ahí va el cuento.
En este punto, Cachín señala que en el cuento “aparece la cuarta Claudina de la literatura boliviana”. Y Adolfo responde:
La madre del tipo se llamaba Claudina y era una chola valluna que, como son las cholas vallunas, tenía el carácter bien fuerte. Se enteró que su hijo no había ido a la guerra, sino que estaba en Sepulturas viviendo con otra chola y se largó al pueblo a sacarle la mierda… Le quemó las patas con un cuchillo caliente y luego fue a rogarle a un compadre suyo, que era el prefecto o algo así, para que lo mande a la guerra pese a todo.
Sigamos con los cuentos. “Alajjpacha“ y “Chacharcomani” son de su primer libro, Fastos marginales, y ambos son ejemplos claros del manejo de la oralidad andina que caracteriza la obra inicial de Cárdenas. Pero, además, de la notable estructuración general del lenguaje, pues se intercala el relato en primera voz del protagonista con la relación del narrador. Veamos un fragmento de “Chacharcomani”:
–Yaurande está toda esa gente quen el camión se luán llevado… –pregunto con la rabia metida en la respuesta que todos conocen: en la guerra que nués de nosotros, a defender tierras donde nadies vive y donde solostán los gallinazos y los peones de los blancos del Chuquiago que no siáncontentau con hacernos pagar plata para entrar a la ciudad, ni con hacernos comprar sus documentos dellos, aura hastaquí se vienen pa que el Chaco rencoroso con odios irreconciliables por la gente de la altura, penetre en ellos, exprimiendo sus entrañas hasta convertirlos en el último quejido, arrastrando en algún barrizal alejado de la escuálida metralla que llega del otro lado, confundiéndose con el rugido sordo que trasciende las últimas casas del pueblo, llegando a las lomas, mordiendo la carrera desaforada de la Satuca, traspasando su grito espantado. (37)
Ambos cuentos narran la situación de indígenas y campesinos obligados a ir a un conflicto en defensa de una patria que hasta entonces los excluía e ignoraba. Sobre “Alajjpacha” Cárdenas contó en una de esas tardes de 2017:
Está escrito a partir de algo que me habían contado en Guaqui: un levantamiento indígena en la época de la Guerra del Chaco cuando, aparentemente, la población asustada se refugió en el puerto que era básicamente el último bastión. Luego estaba el lago. Los campesinos habían tomado el pueblo; parece que lo quemaron y, para ese momento tuvieron que pedir auxilio a las Fuerzas Armadas que mandaron al Ejército. Una anécdota que me ha llamado la atención, es que metían a los indios a un canchón y les decían que les iban a sacar foto y les pegaban una ráfaga de metralla.
En “La brigada fantasma”, como bien lo apunta Antezana, “se enfatiza la posibilidad, muy literaria, de querer vivir o revivir una historia que se conoce por medio de los cuentos del abuelo. Además, está la música y, claro, el recurso a una posible fantasía alcohólica”. “Evidentemente –le responde el autor–. De hecho, ciertos momentos argumentales están guiados por el alcohol (la teoría saenziana de la revelación). El texto está inspirado en una narración oral consignada por Lafcadio Hearn”
El cuento, ambientado a mediados del siglo pasado, va de un cantante de cantinas de excombatientes, que se obsesiona tanto con la guerra que al final no puede huir ni de los fantasmas de los beneméritos que reclaman sus tonadas, cuecas y tristes.
Entonces arrancó de la guitarra los acordes de un bailecito que, mientras evolucionaba, era acompañado con palmas, y nuevamente se escuchaba en la distancia el ronroneo de los aviones Curtis o el silbido del viento cortado por las alas de los Fiat 20 en picada, escupiendo plomo al rojo vivo, que encontraba su destino en los caraguatales, las chapas de zinc o la jerga, que lanzaba surtidores de sangre y polvo, en una sinfonía estrambótica que, a momentos, parecía apagar la voz del cantor. (114-115)
Los inéditos
En su nota preliminar a El Chaco y después, Cárdenas hace un reconocimiento a la memoria de “personas que en este libro se convirtieron en personajes” y “cuyas historias han dado origen a estos cuentos y relatos”.
Tal como comenta respecto al origen de “Sepulturas” y “Alajjpacha”, la mayoría de los relatos nuevos también tienen su punto de partida en alguna anécdota real, o de pronto inventada, pero ya por las fuentes originales: familiares, amigos y conocidos del autor que se las narraron alguna o varias veces a lo largo de su vida.
La simpleza de estos textos –en relación al trabajo puntilloso en el lenguaje en “Alajjpacha” y “Chacharcomani”, o al hábil diseño estructural de “Sepulturas”–, no desentona, no obstante, en el corpus global de la obra de Adolfo Cárdenas, signada por un original manejo de recursos que en otras plumas podrían resultar forzados, artificiales, cuando no ilegibles: el estilo barroco que le atribuyen, la reproducción de la retórica popular o el habla rebuscada.
En “Operación Rosita”, la protagonista se ofrece de voluntaria durante la guerra del Chaco y es entrenada como espía, función con la que tiene un par de experiencias bizarras en los pasillos de embajadas, cócteles y otros escenarios alejados del campo de batalla. En “Felícitas”, se relata la historia de una mujer que pasa de la angustia de revisar las listas de muertos en la guerra al alivio temporal de no leer ahí el nombre de su hijo hasta que acaba la guerra. Alivio temporal porque el verdadero horror empieza recién cuando retorna el hijo tullido e irremediablemente devastado. Recuerda este relato que el infierno de la guerra no acaba, ni mucho menos, con el cese del fuego.
La estación de trenes se encontraba convertida en el escenario de espectáculos funestos donde el morbo de la gente presenciaba las docenas de evadidos o replegados que regresaban escuálidos, harapientos; fantasmas emergidos del infierno acarreando pústulas y dolores, imprimiendo sanguinolentas huellas en el embaldosado; omisos, emboscados y desertores capturados por el Ejército; y otros, disfrazados de mujeres, se apresuraban a limpiar entre las burlas, el desprecio y los insultos de la gente. (89)
“El hombre que supo amar” muestra una faceta terrible y poco explorada: la guerra produjo indigentes en masa: parias, alcohólicos, inhábiles, traumados… muertos en vida. Es un relato breve y sencillo: un excombatiente le cuenta sus penurias a un ebrio que le invita un trago en un boliche de mala muerte. “Yo vivía en la estación de trenes en un vagón abandonado donde daba consultas. Vivía como curandero, naturista y adivino, ayudando a los que no tenían dinero, recetándoles yerbitas para sus males”. (99)
“Tío Humberto” es la historia de un viejo benemérito que vive sumido en sus recuerdos como escudo ante el abandono y el olvido:
Las hijas se fueron; ambos envejecieron y a ella le tocó fallecer primero. El viudo dedicó sus últimos años a relatar sus experiencias en la guerra y en la prisión, que solo escuchaban los perros, las palomas o el vacío sobre esas botas que poseía y que eran un vehículo para recordar al Chaco con dolor y a la Rosalba con amor. (106)
Y finalmente, “Victoria”, que narra el triste destino de soledad, incertidumbre y locura de la prometida de un soldado que nunca volvió, pero que no fue dado por muerto. Así empieza el cuento:
Alguna vez, un conocido, con cierto aire irónico, me comentó más que preguntarme:
–Oye, ¿tu papá tiene una hermana medio tocjpirata, no?
Supe que se refería a mi tía Victoria que evidentemente estaba mal de la chaveta y alrededor de quien mi madre, aficionada a las novelas del siglo XIX, había tejido una historia que probablemente algo de verdad tendría. (119)
[1]Todas las citas de Cárdenas de esta nota son de la referida entrevista con Luis H. Antezana; no obstante, fueron tomadas de la versión final de la transcripción, por lo que no necesariamente aparecieron en el anexo de la edición de la BBB de Periférica Blvd.
Fuente: Revista La Trini