Una poética de la negatividad
Por: Rodolfo Ortiz
Transcribo en esta página algunos apuntes sobre El Loco que combinan ciertas madrugadas en la Biblioteca Hillman de Pittsburgh con esas otras madrugadas de la ciudad de La Paz que aprecio y cultivo. En todo caso, estos escritos provienen o prefiguran otro de mayor alcance, que de alguna manera propone una nueva lectura, amplia y detallada, de la obra artística y literaria de Arturo Borda.
Es cierto que el memorable placer causado por las obras que nos marcan proviene de las sigilosas relecturas que se hacen de éstas, y no de lecturas cerradas e inamovibles. En este sentido, hay todavía mucho camino por recorrer, aunque en temas de recorridos, nos advierte Saenz, es la distancia lo que cuenta; un punto de mira alcanzado y, claro, cierta dosis de astucia.
Anagramáticamente el nombre de “Arturo” alberga también la “rotura”, y esta última, sin duda, hace posible un sentido que puede ser de mucha utilidad para empezar a pensar las vicisitudes de un proyecto literario que se produjo en secreto, que cruzó alrededor de medio siglo y que finalmente se hizo público en 1966, cuando su “circunstancial” autor ya había fallecido 13 años antes.
El Loco no tuvo lectores, tuvo recolectores y, convengamos más generosamente, biógrafos comprometidos. Esta afirmación hay que precisarla: durante casi todo el siglo XX. Quizás algunos amigos cercanos a su misterioso autor habrían hojeado algunas páginas de las miles que iba anotando en unos cuadernos que hasta hoy se hallan perdidos. Tenemos constancia de que se hicieron dos publicaciones fragmentarias en 1925, en un par de revistas locales que prácticamente no tuvieron repercusión en los estudios literarios también locales de entonces, como los que venían realizando Juan Francisco Bedregal o José Eduardo Guerra.
Quizás el hito fundamental fue el breve artículo que escribió Carlos Medinaceli en 1937, quien tuvo el privilegio de revisar esos cuadernos (dice que eran nueve) y en los cuales descubre claramente la visible gestación de una obra “original”, de “rotura” germinativa, agregaría, y que sin ser publicada todavía atentaba al “pongueaje intelectual” boliviano, persistente hasta hoy.
Luego de esa alerta hubo un marcado silencio que finalmente se rompió en 1966, no necesariamente por la publicación póstuma de esta obra, sino por la noticia de un crítico de arte norteamericano apellidado Canaday, quien daba la “buena nueva” de haber descubierto a un artista notable y desconocido de Bolivia. Acaso debido a esta noticia del extranjero, el espectador y lector boliviano abundó en elogios y exaltaciones de la personalidad y la vida del excéntrico pintor que, como suele suceder, terminó constituyendo un lugar común sobre su obra pictórica, dejando de lado los “ilegibles” escritos de El Loco tildándolos de caóticos, dispersos, inaccesibles y, por ende, irrelevantes para las “letras nacionales”.
La publicación de Hacia una historia crítica de la literatura en Bolivia, en 2003, puede ser considerada como un giro fundamental en los estudios críticos de la literatura en Bolivia y específicamente en la atención puesta a la obra de Borda, pues se llegó a proponer, digamos que heroicamente en ese contexto, a El Loco como un “momento constitutivo” (Zavaleta dixit1) de la literatura en Bolivia.
Claro está que este impulso llegaba también, y con antelación, a través de Jaime Saenz, Humberto Quino, la generación de Puntos Suspendidos o el colectivo de La Mariposa Mundial. Sin embargo, puestas las cartas sobre la mesa (y la trica de Marcelo Villena también), afirmaría que hoy es difícil negar que El Loco constituye la síntesis de un “instante histórico” y un “instante artístico” engendrando un principio constructivo que no acaba de nombrarse del todo. Consciente de esta tentadora complejidad, me pregunto acerca de cuáles podrían ser estos momentos constitutivos que prefigurarían a esta obra, tanto en el contexto de las vanguardias latinoamericanas, donde críticamente se inscribe, como al interior de la literatura boliviana per se.
La obra de Arturo Borda puede ser considerada como la primera obra vanguardista en Latinoamérica. La experiencia creadora de su aventura, si se la entiende desde un lenguaje y territorio cultural en constante tensión con el escenario de las vanguardias históricas, es forjada como una voluntad de destrucción y recreación que configura una inscripción cultural crítica, renovadora, anárquica, descentrada. Romper con el pasado cultural, “desbordar” los ideales de su presente artístico, traducir la experiencia del mundo y de su historia en una escritura que culmina construyendo un personaje plural y fragmentario, colectivo y marginal, un “loco”, un “demoledor”, no son gestos irrelevantes que interpelan el proceso histórico y cultural de esta tradición.
A partir del contexto literario abierto por las vanguardias históricas, El Loco introduce una radical desestabilización de ese “marco” en sus respectivas áreas de creación. Si fijamos el año de 1922 también como un posible “momento constitutivo” de las manifestaciones vanguardistas en Latinoamérica, encontramos que las estéticas vanguardistas más bien confluyen en un espíritu común cargado de fuerza y renovación, muy al estilo de las respuestas artísticas a la modernidad europea. Muy previa a esta gesta bullente y progresista, El Loco se presenta como una obra que se escribe desde una poética de la negatividad, en la que coinciden acto y duda, acción y fracaso, asombro y vacío, en un instante de la escritura asumido como un momento de vacilación que se apodera solamente de ese umbral o grado cero del “no sé lo que diré”, donde sin duda se cifra el descubrimiento de una voz y la aventura de una obra futura.
A su vez, fijando la lectura en esas zonas abiertas de la negatividad, constato que esta obra tiene su ley en la muerte. El tejido entre las palabras y las cosas que produce guarda en su red el secreto de su imperceptible negación: en su reverso anida un “vacío esencial”, un “sol negro” encerrado en el lenguaje y que hace de la muerte la tierra de nadie bajo la hierba de las palabras. El Loco es una obra que opera desde esa intensidad, situada en las fronteras de lo visible, en esa tierra constelada que me seduce pensar como el lugar mismo de la literatura.
Esta obra se comienza a escribir en 1902, cuyo despliegue y aventura narrativa se extiende literalmente hasta 1925 e hipotéticamente hasta 1953, que es el año de la muerte de Arturo Borda, su “circunstancial” autor. Circunstancial pues desde el inicio El Loco pone en entredicho, a la manera de inconcluso y complejo caso policial, el dilema de su autoría y de sus manuscritos originales, dando curso de esta manera a un proceso de descentramiento radical que incide en la rotura de su autor, del personaje y de la materialidad misma de la obra.
En este entendido, la dinámica que pone en funcionamiento El Loco opera en principio desde un gesto de “extrañamiento” y “reterritorialización” de su campo de acción; un fenómeno que, hay que reconocer, ya no resulta muy novedoso dentro de la historia misma de las vanguardias americanas. Sin embargo, El Loco representa, tanto dentro de su campo de acción local (la literatura en Bolivia) o global (las vanguardias), una zona problemática, un “punto crucial” y desconocido de la historia literaria del siglo XX, pues al mismo tiempo que problematiza sus referentes, su proceso creativo se configuró premeditadamente en secreto y fue finalmente una obra póstuma que desde su origen se pensó simultáneamente como futuridad.
Tengo fe en mi destino: sé que seré en algo, no sé en qué, el primero y el único; pero la angustia me mata, porque no logro saber dónde está mi fuerza; no puedo calcular en la actividad de qué facultades está mi triunfo. Esto me enloquece y, no obstante, al fondo de mi existencia reposa la serena fe de mi victoria. (“Divagaciones”)
El desafío que plantea esta obra radicaría en cómo el lector debe aprender a configurar una zona de legibilidad de ese carácter escurridizo y, por lo mismo, de ilegibilidad de la voz. ¿Dónde situar esa victoria o dónde esa serena fe? Quiero decir, en tanto este nivel de legibilidad de lo ilegible permita abrir zonas aún no descubiertas, al mismo tiempo la obra comenzaría a desvelar el estigma que marca el origen del personaje central: un loco que se llama Loco y que escribe El Loco, o más todavía, un ser que se presenta como tres veces rechazado o expulsado a las fronteras (un “sin nombre” negado por la madre que intenta abortarlo sin éxito y que lo arroja a un basural; un “sin nadie” salvado por otra mujer de la devoración de una chancha en ese mismo basural y que lo abandona en una inclusa; y finalmente un “con nadie” rescatado por un viejo que lo saca de la inclusa para poco después echarlo definitivamente a la calle). Esto “enloquece” no cabe duda, pero al mismo tiempo prefigura un “fondo”, vidrioso como los ojos, donde reposa la “serena fe de su victoria”.
Este personaje, a su vez, desde el interior de un sino desgarrado, abyecto y descubierto sin origen, despliega una serie de estrategias de dislocación de lo que tradicionalmente se entiende como una “obra literaria”; quiero decir, se propone la tarea de escribir un libro “infinito y eterno como la existencia” (Pre Libris), y lo hace desde una experiencia límite que se entreteje en la narratividad de una “obra oblicua”. Esto, sin duda, configura un gesto de radicalidad “vanguardista”; límites de la representación de una identidad literaria que constituye una versión extrema del acto creador y de un “autor oblicuo” que, como señalé, se traduce en un personaje sin nombre; límites de la representación histórica que asume el pasado como una asimilación de sentidos también “oblicuos”, recortados y dispersos; en suma, una dislocación de esos mismos límites que formularían un paradigma de radicalidad “vanguardista”, al extremo de pensar la posibilidad de un centro que debe ser “demolido” desde su negatividad, algo así como la demolición de una centralidad periférica descentrada. El Loco es una obra que explora sistemáticamente esos márgenes, desplegando la constelación de una escritura que interpela el campo literario y estético de su época, aspecto para nada desdeñable al interior de un proceso de gestación artística y cultural que a principios del siglo XX apenas se empezaba a diseñar en nuestra tradición.
Sin embargo, Arturo Borda no estuvo completamente solo. En 1936 se publica la primera edición del “atentado de literatura ultraísta” que Laura Villanueva de Rocabado (Hilda Mundy) tuvo la dicha de titular Pirotecnia. Una obra de la misma manera ignorada y quizás ensombrecida por las voces reconocidas de entonces y que más de seis décadas después es rescatada y tomada en cuenta como un gesto vanguardista radical dentro del oscurantismo construido alrededor de la literatura vanguardista en Bolivia. El Loco y Pirotecnia, obras disímiles aunque escritas por dos anarquistas profundamente contestatarios en sus propuestas literarias, artísticas y políticas, consolidan un territorio poco explorado todavía y que despliega nuevas y posibles articulaciones al interior de la literatura escrita en Bolivia.
Ambos autores hacen posible ampliar nuestra comprensión del fenómeno de las vanguardias asumiéndolo como una compleja constelación de voces plurales y solitarias, a partir de lo cual surge la necesidad de iniciar una discusión y repensar el tema de la vanguardia en Bolivia, así como de su posible aunque no necesaria rearticulación en el circuito vanguardista latinoamericano. El reto queda abierto, si pensamos además que El Loco y Pirotecnia piensan la modernidad del siglo XX de un modo particular e irrepetible, otorgando un sentido histórico que se disloca de lo moderno para revelar una imagen distinta del deseo colectivo, de esa muchedumbre de solitarios prendidos en la imagen visionaria de la anticipación y expresión imaginativa de un nuevo mundo.
Desde la pirotecnia y la locura se volatilizan las ilusiones de lo moderno con una dosis de humor desacralizador difícilmente equiparable a otras obras de la época. Sin proselitismo ni nostalgia conservadora del pasado; si en algo coinciden Borda y Mundy habrá de ser en que ambos operan desde la fugacidad de una ironía que desentroniza los sentidos hasta hacerlos desaparecer. Tal su celebración. Lanzar el fuego fatuo de sus palabras fragmentarias, “policoloras” diría Mundy, “poliinfinitas” acotaría el Loco, dispersas ambas contra su época y, mejor todavía, contra toda la literatura de su época.
Fuente: Pagina Siete