Un viaje a La Paz en el siglo XIX
Por: Kurmi Soto
Hace unos cuantos años, mi amiga María Elvira Álvarez (que es historiadora) me comentó acerca de un personaje curioso e injustamente olvidado. Se trataba de Emilia Serrano, una escritora de origen español, mejor conocida como la baronesa de Wilson (¿1834?-1922). Periodista, proto-arqueóloga y antropóloga avant-la-lettre, ella fue también una viajera incansable y una verdadera amante del continente americano.
No debemos, sin embargo, tomarla como una figura aislada. El siglo XIX vio surgir una gran cantidad de mujeres aventureras que construyeron importantes redes a través de sus viajes. La lista es significativa y, entre ellas, encontramos a la asturiana Eva Canel, a la peruana Clorinda Matto o incluso a la mismísima George Sand, todas grandes escritoras que dejaron consignados sus recorridos por las inmensas tierras americanas. Gracias a estas prácticas, ellas crearon lazos entre sus círculos intelectuales y, particularmente, literarios. El caso de Carolina Freyre es, en este sentido, revelador, puesto que la tacneña vinculó a sus pares bolivianas con los fuertes circuitos femeninos limeños y, después, bonaerenses.
Pero volvamos a nuestra baronesa. Emilia Serrano quedó viuda muy temprano, una condición que, para la época, permitía que se emancipara y que esta autonomía sea socialmente aceptable. Dicho y hecho. Al poco tiempo se trasladaba de Madrid a París, donde brilló en la prensa femenina y en los salones literarios, tan en boga por aquel entonces. Es ahí que se destacaría en el mundo periodístico, haciendo prueba de una vocación que jamás dejaría. Sin embargo, Europa pronto le quedó chica y, ávida, se dirigió al Nuevo Mundo, dónde la recibirían con los brazos abiertos.
A lo largo de su vida, realizó continuos viajes que le permitieron recorrer el continente de norte a sur, desde Canadá hasta la Patagonia. De estos trajines, nos quedan varios testimonios que ella, pacientemente, redactó. Como literata, se concentró en los personajes importantes que se cruzaron en su camino y fruto de ello son las semblanzas de Americanos célebres: Glorias del Nuevo Mundo (Barcelona: Tipografía de los sucesores de N. Ramírez, 1888). Asimismo, y como decíamos al comienzo, fue una enérgica impulsora de la escritura femenina, una inquietud que plasmó en su conocido libro América y sus mujeres: Estudios hechos sobre el terreno (Barcelona: Fidel Giró, 1890) y, como la aguda observadora que fue, Emilia Serrano también se enfocó en las antiguas culturas y en la historia reciente de los países que visitó, dejando para la posteridad una obra en dos tomos llamada Maravillas americanas: Curiosidades geológicas y arqueológicas, tradiciones, leyendas, algo de todo (Barcelona: Maucci, 1910).
Podríamos extendernos largamente sobre el trabajo de la baronesa de Wilson, digno de ser considerado como uno de los más vastos e interesantes de la época, sin embargo, concentrémonos en un episodio concreto de su intenso y, a veces, difuso recorrido: su visita a Bolivia a finales del XIX narrada en el segundo tomo de las Maravillas. Es probable que la curiosidad ya le hubiese picado a mediados de la década de 1870, cuando ella se encontraba en Lima. En la capital peruana, recibió un extenso correo poético, firmando por su amigo, el vallisoletano Eloy Perillán Buxó (del que ya tuvimos oportunidad de hablar). Ahí, Buxó alababa La Paz y le comentaba lo bien que se estaba aquí.
No sabemos si ese fue el detonante de su viaje, pero al poco tiempo, ella tomaba su petaca y se dirigía al Titicaca, tal como le aconsejara su corresponsal y, en las primeras páginas de las Maravillas, nos presenta a sus dos compañeros, con los que emprenderá el recorrido: una pareja de ingleses, un lord y su joven y bonita esposa, Lucy. Junto a ellos, se adentrará en el Perú profundo, desde la selva hasta el Ande, para luego llegar a Bolivia. Empero, a lo largo de este periplo, la baronesa no puede evitar lucir su pluma y llevarnos por una aventura que es también literaria.
La primera imagen que nos da la autora de nuestro país es una visión impresionante de las montañas que reinan sobre el paisaje, una imagen que también adorna la página inicial del libro y que muestra la profunda impresión que quedó marcada en la baronesa. La descripción de su llegada no deja lugar a dudas: “De improviso vimos destacarse en el fondo un caserío; arboledas, altos edificios, calles que parecían riscos, campanarios; en suma, una ciudad populosa, de aspecto originalísimo y cortada por un río caudaloso. Era La Paz de Ayacucho, capital de Bolivia. Puedo afirmar que ninguna población americana me había causado mayor sorpresa” (1910: 51).
La española y sus acompañantes quedan obnubilados por el panorama que se abría ante sus ojos. Sin embargo, la baronesa va un poco más allá y no se conforma con la narración simple, sino que la condimenta con datos históricos no menos interesantes. En su descripción, incluye referencias al período incaico así como eventos de la historia reciente, con especial énfasis en el tristemente célebre Palacio Quemado que, en sus palabras, tiene “mucho de sombrío” (53). Su atención también se enfoca en las ruinas de Tiwanacu, misteriosos vestigios que le permiten una serie de interpretaciones en consonancia con las teorías contemporáneas (en especial, las de José Carlos Manó, oscuro viajero francés del que hablaremos en otro momento).
Todo esto demuestra la exquisita sensibilidad de esta viajera que no fue ajena al pasado ni al presente americanos. Ella misma se proclamó digna heredera de Humboldt y sus escritos dan fe de ello. Por eso, Emilia Serrano se diferenció de muchos de los exploradores de la época, puesto que supo hacer de sus viajes una profunda aventura humana que la ligó espiritualmente a nuestro continente.
Fuente: Letra Siete