Un sentido lúdico del diccionario
Por: Jorge Patiño Sarcinelli
Casi no hay persona que no reciba al menos con una sonrisa divertida la noticia de la existencia de una palabra hermosa o extraña. ¿No sienten ustedes un cosquilleo mental ante una palabra de sonido o sentido curioso, ante un juego de palabras, ante una ambigüedad que no se resuelve y nos envía el cerebro en direcciones divergentes? Espero que ustedes tengan intactas las zonas erógenas del cerebro sensibles a ese cosquilleo y que por fortuna son insenescientes.
Cuento un chiste viejo y algo injusto, pero me sirve. Dicen que un político es alguien que sabe lo que piensa cuando le explican lo que ha dicho. El diccionario hace eso exactamente con todos nosotros. Sólo sabemos bien lo que decimos y pensamos si conocemos el sentido preciso de nuestras palabras. Eso es curioso, pensándolo bien. Todos creemos saber lo que pensamos y decimos, aunque muchas veces no estemos seguros del sentido preciso de las palabras que usamos.
El lenguaje hace humano al hombre. Pero para que el lenguaje diferencie al hombre del loro, del gramófono y del robot, es necesario que el hombre entienda lo que dice. Podríamos definir al hombre como aquel hablante que entiende lo que dice. Siendo así, el diccionario es una herramienta vital imprescindible.
El diccionario es también una obra de arte. ¿En qué sentido? “El nervio de la poesía es el acto de nombrar”, dice Heidegger, para quien “el trabajo del artista es hacer emerger a la luz desde la fuente del ser”. En este sentido, el diccionario es una obra de arte porque excava desde las profundidades del Ser el sentido de las cosas.
Nombrar es un acto de magia; digo silla y se hace la silla. Nombro, digo, pronuncio, escribo y donde no había nada, hay silla, gato o luz; aparece (o desaparece) el amor. ¿Han sufrido ustedes alguna vez la experiencia de conquistar a punta de palabras o de ver cómo un amor se hace añicos con una frase, con una sola palabra?
Heidegger se pregunta: “¿Sólo la palabra confiere existencia a la cosa?”. Si así fuera, ¿qué magia tienen las palabras que pueden conferir existencia? Y qué cosa son las cosas que necesitan palabras para existir? Dice el poeta Stefan George: “Donde terminan las palabras nada puede ser”. Es decir, donde no hay palabra no hay ser.
Si es verdad que las cosas que el diccionario nombra existen todas, ellas existen en un sentido difuso. Es el acto de definir, de delimitar lo que es y lo que no es la cosa, lo que termina de darle existencia más o menos precisa. Pero definir es algo endemoniadamente difícil. Por ejemplo, todos saben lo que es lúgubre y lóbrego, milagro y prodigio, delirio y frenesí, miedo, temor y pavor, pero hagan la prueba de precisar las diferencias.
Si no lo sabían, lúgubre es oscuro, y lóbrego triste. Milagro es divino, prodigio es humano. Delirio es desvarío, frenesí es pasión. Miedo es natural, temor intelectual, pavor imaginario. Así lo explica el Diccionario de Sinónimos de Roque Barcia, un libro que no se acomoda al modelo usual de diccionario, pero que es imprescindible para los cuidadosos con la palabra.
Definir es lanzar palabras al vuelo, como pájaros que se ven más o menos cerca, más o menos nítidamente. ¡Cuántas veces quedamos confundidos ante una definición, turulatos ante el enigma que ella propone! Para usar las palabras con propiedad hay que atraparlas, hacerlas propias; no basta verlas definidas. Sólo de tanto escuchar a los demás haciéndolo terminamos aprendiendo. El diccionario es un instrumento de caza, pero no nos da la pericia de cazador. Ésta hay que cultivarla.
Hay palabras que son particularmente difíciles de reducir en una definición, y que ilustran ese aspecto del diccionario relacionado con la complejidad del ser. No es fácil imaginar que no sabemos algo que sabemos, pero imaginen por un instante que no saben el significado de la palabra felicidad. Bórrenla de la mente.
Ahora que la han olvidado, llenen ese vacío con esta definición (de la DRAE):
Felicidad: Estado de grata satisfacción espiritual y física.
¿Creen ustedes que tendrían ustedes una idea siquiera vaga de lo que es la felicidad con sólo leer esta definición?
Sin embargo, esta trivial palabrita se expande y florece en el uso, como si la definición no fuese más que una semilla que cada uno cultiva y hace crecer a su manera. Por ejemplo, cuando alguien dice “Contigo he sido feliz” en esta palabrita está contenido una historia, una vida entera comprimida. Pero miren esta transformación: “Contigo hubiera sido feliz”. Cuántas evocaciones contiene ahora esta palabra. Extensiones del sentido tan gigantescas que ni siquiera quien las pronuncia podría limitar. Nadie, ningún otro sabrá jamás qué tenía ella ahí en mente con la palabra “feliz”.
Esto pone de manifiesto el carácter solitario del lenguaje en su más intensa e íntima expresión. La creación de un lenguaje propio, un vocabulario personal, esencialmente incomunicable, es la medida inequívoca de la creación que cada uno hace de sí mismo. Ésta es otra de las paradojas del lenguaje que, siendo el instrumento de comunicación por excelencia, es al mismo tiempo el material de una creación imposible de transmitir. Sólo la poesía es capaz de salvar esos abismos.
En la preparación de esta Coda al Diccionario no he omitido las bellas palabras antiguas o en desuso que encontré en mis paseos por los diccionarios porque hay muchas que bien merecen ser revividas. En ello, traté de ser consistente en el uso de algunos criterios: las palabras debían ser bellas, sonoras o por lo menos curiosas, su significado debía ser de alguna manera sorprendente, la definición debía poner de manifiesto el arte de definir. Sin embargo, no puedo decir que pueda haber verdadero rigor en la aplicación de criterios tan subjetivos, como los que uno podría usar, consciente o inconscientemente, al recogerse piedritas en el río o conchas en la playa.
En esta coda encontrarán ustedes palabras como cacoquimio, sincopizativo o derramasolaces, y otras sin las cuales estoy seguro que ustedes han podido vivir sin echarlas de menos. ¿Se sentirían ustedes más pobres si ellas desaparecieran? Absurdamente, siento que sí, como si me enterase que ha muerto un amigo que no veía hace años y que vivía en otro país. Creo que nos sentimos más ricos de sólo saber que nuestro idioma es más rico, aunque sean monedas en un cofre que nunca abrimos. Un diccionario es uno de esos cofres; ábranlo seguido y verán cuán ricos se sienten.
Fuente: Ideas