02/17/2017 por Marcelo Paz Soldan
Un rayo, un tigre, un vendaval

Un rayo, un tigre, un vendaval


Un rayo, un tigre, un vendaval
Por: Sara Mesa

De entre la joven narrativa boliviana -de entre lo que nos llega, quiero decir- vienen destacando últimamente dos autores, Rodrigo Hasbún (1981) y Maximiliano Barrientos (1979), que en España han sido publicados por Random House y Periférica respectivamente. Más minoritaria -ojo, de momento- es Liliana Colanzi (1981), de la que nos llegó hace cuatro años el libro de cuentos Vacaciones permanentes (Tropo Editores), un nombre que no hace más que crecer y crecer y que todo apunta a que lo seguirá haciendo en el futuro.
En Nuestro mundo muerto, nueva colección de cuentos de Colanzi, se retoma el núcleo narrativo de la familia que ya centraba buena parte de las historias de Vacaciones permanentes, desde la madre opresiva de “El Ojo” hasta el abuelo borracho de “Chaco”, pasando por parejas con síntomas de putrefacción, como en “Meteorito” o “Caníbal”. Pero el tratamiento de la familia no se limita a un retrato doméstico de ritos cotidianos más o menos violentos, más o menos sórdidos: la tensión que sacude estas historias procede más bien de energías negativas que recorren a los personajes sin que ellos mismos puedan determinar el motivo. La protagonista de “La Ola” lleva la marca del Enemigo en su frente -o de ello la acusa su madre-, la de “Alfredito” tiene el don de la clarividencia, el chico contratado en una hacienda en “El Meteorito” es “especial”, asegura comunicarse con la gente del espacio –“dicen que están viniendo”-, el narrador de “Chaco” habla en plural: ha sido poseído, según él, por el mataco borracho al que mató con una piedra. En todos los cuentos sobrevuela la idea de que la lógica del mundo racional resulta insuficiente, cuando no castrante, y por ello los personajes se alimentan de otros modos de conocimiento: el sueño, el delirio, la magia y la superstición. No se trata de elementos fantásticos o sobrenaturales -no exactamente-, sino de la fusión entre una visión del mundo racional y moderna -diría, incluso, de una visión urbana y de clase media- con la pulsión mágica de la naturaleza, los laberintos de la mente y el misterio de lo desconocido. Todo se mezcla en la vida real: lo cotidiano y lo extraño, dando vueltas en la misma jarra de batir. Por ello, la ruptura de la normalidad que aparece en estas historias también nos suena familiar: el universo late a un ritmo distinto que también es el nuestro, aunque lo haga en una frecuencia diferente.
Colanzi, que bebe de la tradición de Horacio Quiroga y de Silvina Ocampo, se nutre también de las corrientes que recorren su país, una Bolivia en la que la llegada de la modernidad se solapa con la persistencia de una fuerte cultura ancestral de ritos y deidades en la que también laten las heridas de la violencia y la opresión padecidas desde siglos atrás por los pueblos indígenas. Así, de un modo similar a como lo está haciendo Mariana Enriquez con el terror en el contexto argentino, Colanzi inserta lo sobrenatural y lo mistérico en sus cuentos sin buscar golpes de efecto, sino de manera natural, probablemente imbricada en la propia personalidad de la autora, que en alguna entrevista ha confesado ser ella misma algo supersticiosa: “Soy muy ritualista para escribir: dependiendo de las circunstancias puedo rezar, persignarme o prender una vela antes de empezar”.
La escritura de Colanzi es brillante, intuitiva pero a la vez precisa, nada gratuita. Sensorial y enigmática. En ella hay constantes presagios, el aroma de un destino maldito. Las palabras encierran un sentido invisible, no han de usarse nunca con improvisación ni inconsciencia: “Decía mi abuelo que cada palabra tiene su dueño y que una palabra justa hace temblar la tierra. La palabra es un rayo, un tigre, un vendaval, decía el viejo mirándome con rabia mientras se servía alcohol de farmacia, pero ay del que usa la palabra a la ligera”, recuerda el protagonista de “Chaco”.
En “La Ola”, probablemente uno de los mejores cuentos del volumen, la narradora también escribe. Alter ego o no de la autora, su visión no sólo de los personajes, sino sobre todo del acto creativo, parece bastante representativa de su poética: “Mi antena estaba abierta, centelleante, llamando, y pude ver a los personajes de mis cuentos como lo que en verdad eran: seres que a su vez luchaban a ciegas por llegar hasta mí desde todas las direcciones”. La antena de Colanzi es capaz de sintonizar ondas muy altas, inasequibles para la mayoría, y transformarlas en historias que hay que leer despacio, dos veces, tres, dejándose empapar por su grandeza. Su madurez y su talento son envidiables. El tiempo confirmará lo que para mí es hoy una seguridad sin rendijas.
Fuente: www.criticoestado.es/