07/01/2025 por Sergio León

Un fósforo en la noche

Por Guillermo Ruiz Plaza

“¿Para qué poetas en tiempos sombríos?”. La cita de Hölderlin aparece en todas partes. Tanto, que ya nadie se detiene a pensar en lo que realmente significa. Pareciera que esta pregunta cuestiona la escritura de versos cuando todo a nuestro alrededor se desmorona; en realidad, es exactamente lo contrario.

La cita proviene de “Pan y vino” (poema escrito hacia 1801): una meditación sobre el papel del poeta en un mundo privado de dioses y sumido en la oscuridad de la historia. Hölderlin se interroga sobre la decadencia espiritual de su época, y el papel del arte y de la poesía en medio de este vacío. “Wozu Dichter in dürftiger Zeit?” “¿Para qué poetas en tiempos de indigencia?” (Traducción más literal que “tiempos sombríos”). Este “tiempo de indigencia” (dürftiger Zeit) no se refiere solo a la pobreza material, sino también a una crisis existencial: la pérdida de los dioses y el sentido. Una visión que anticipa el nihilismo posterior.

El ser humano moderno vive “como de noche”, extraviado. Pero esta oscuridad no es definitiva, sino solo una transición. Para Hölderlin, el poeta es quien prepara el camino para el regreso de los dioses y el sentido. En tiempos de penurias (materiales o espirituales), el poeta no da respuestas, pero sí alumbra el espacio del misterio. La poesía, entonces, no es escapismo, sino una forma de resistencia luminosa: el cuidado de los valores esenciales.

Hoy la pregunta de Hölderlin resuena más que nunca, ante un panorama de guerras, crisis de las democracias, catástrofes climáticas, migraciones forzadas y soledad digital.

¿Para qué poetas?

Para decir lo indecible, para sacar chispas de sentido y de luz en medio de la noche histórica, del materialismo estéril y la violencia ciega. Para resguardar lo que nos hace humanos frente a la hostilidad ambiente, la anestesia de la costumbre, el feroz individualismo, la dispersión aciaga de nuestra atención en aras de las nuevas tecnologías —esas divinidades postizas que nos convierten en marionetas—.

En suma, el poeta es “el guardián del hielo” (José Watanabe). El guardián de lo efímero y lo precioso, de lo que nos hace humanos.

Pero hay momentos en que esta resistencia se vuelve aún más radical: cuando se trata, literalmente, de sobrevivir. El poeta testifica desde el abismo —nos dice Paul Celan—, porque nombrar es resistir al silencio, y el lenguaje, una forma de seguir vivo.

Nombrar para no morir

Poeta judío de lengua alemana, Celan sobrevivió a los campos de trabajo nazi mientras que sus padres fueron asesinados en un campo de concentración. Ese trauma marcó toda su obra: eligió seguir escribiendo en alemán para confrontar, desde dentro, el lenguaje corrompido por el nazismo. Su poesía, quebrada y densa, se convirtió en un testimonio del horror y en una forma de resistencia. Para Celan, el lenguaje era una manera de sobrevivir al silencio y al olvido. Su célebre poema Todesfuge es una elegía estremecedora del Holocausto.

Leche negra del alba la bebemos al anochecer
la bebemos al mediodía y en la mañana la bebemos de noche
bebemos y bebemos…

Hoy todos asistimos, impotentes, a la destrucción de un pueblo entero ante el silencio culpable de Occidente. Refaat Alareer, poeta y profesor palestino asesinado en diciembre de 2023 durante un bombardeo israelí en Gaza, escribió en 2011, proféticamente:

Si he de morir,
que mi muerte traiga esperanza,
que se convierta en un relato.

Si he de morir,
tú debes vivir
para contar mi historia,
para vender mis cosas,
para comprar un pedazo de tela
y unas cuerdas
(hazla blanca, con una cola larga)
para que un niño, en algún lugar de Gaza,
mirando el cielo a los ojos,
esperando a su padre, que se fue en llamas—
y no se despidió de nadie,
ni siquiera de su carne,
ni siquiera de sí mismo—
vea la cometa, la cometa que tú hiciste,
volando allá arriba,
y piense por un momento que un ángel está ahí
trayendo de vuelta el amor.

Si he de morir,
que mi muerte traiga esperanza,
que se convierta en un relato.1

Este poema fue escrito más de una década antes de su muerte brutal, pero resuena hoy como una exigencia ética en medio del genocidio. Estas líneas muestran, además, la voz de un pueblo narrando el horror indecible y resistiendo a través de la palabra. Una flor que brota de los escombros.

Para René Char, la poesía es como la flor que rompe la piedra. Una fuerza viviente que brota de lo inerte, lo vacío, lo cerrado, lo devastado. En Feuillets d’Hypnos (1943–1944), leemos: “La poesía es la flor que crece en las grietas de la piedra. Está ahí para hacer estallar la piedra”. La poesía, para Char, no salva ni consuela, pero resiste: es una forma de insurrección del alma ante lo inhumano.

Una confesión personal

Empecé escribiendo poesía con pasión y después, poco a poco, sentí que la poesía me había abandonado. Dejé de cultivar el verso como quien abandona una tierra querida. Una fatalidad, tal vez, pero sin dramatismos.

En 2021 —en pleno confinamiento—, mi madre cayó enferma. Todo empezó con caídas repentinas sin motivo aparente. Según el risueño médico de cabecera, mi viejita tenía una salud de hierro y no había porqué preocuparse. Un médico digno de los cuentos de Buzzati. Mi madre acabó en la cama y ya se levantó. Se habló de problemas neurológicos… hubo varias hipótesis. Dudas. Afirmaciones alentadoras. Sonrisas y palmaditas. Ecografías, radiografías, operaciones. Por fuerza nos enteramos, mis hermanas y yo, que Bolivia prácticamente carece de neurólogos. El único neurólogo al que logramos acceder nos aseguró, de forma solemne, que ya todo estaba en orden.

En cuatro meses, una mujer fuerte, autónoma y radiante, que no había cumplido aún sesenta años, se convirtió en un cuerpito inerte y silencioso en silla de ruedas. Todo pasó con una lógica de hierro que, aún hoy, sigue siendo un misterio.

Una noche de noviembre, un accidente cardiovascular le paralizó la mitad del cuerpo y la privó para siempre del uso de la palabra.

Mi madre era locuaz y le gustaba cantar. Bueno, le gusta cantar. Aunque la mayor parte del tiempo está sumida en el silencio. Un silencio que parece muy antiguo. No quiero caer en el pathos; solo quiero que el lector entienda que, ante esta situación, solo una cosa me salvó, y fue la poesía. No sentí que la prosa o la narrativa pudieran ayudarme; las sentí como máscaras. A la vez, una necesidad olvidada y sedienta empezó a subir por mi cuerpo, de forma irreprimible, y me llevó a escribir poesía febrilmente por primera vez en muchos años.

Escenas de un regreso imprevisto nace de esa urgencia de encender una chispa —una “semilla ardiente” — en medio de un mundo que se desmorona, de encontrar un cauce luminoso para soltar el dolor y encontrar sentido al dolor.

¿Cuál será tu verso?

En una de las escenas más emblemáticas de El club de los poetas muertos (1989), el profesor John Keating (encarnado por Robin Williams), da una respuesta memorable a la pregunta: “¿Para qué sirve la poesía?” Dice: “No leemos y escribimos poesía porque sea bonita. Leemos y escribimos poesía porque somos miembros de la raza humana. Y la raza humana está llena de pasión”. Y luego, citando a Walt Whitman, añade: “Oh yo, vida… de las preguntas que vuelven, del desfile interminable de los desleales… ¿Qué hay de bueno en todo esto? Respuesta: que tú estás aquí. Que la vida existe y la identidad. Que el poderoso drama continúa, y que tú puedes contribuir con un verso.” Y remata: “¿Cuál será tu verso?”

Esta escena responde directamente a la pregunta de Hölderlin: ¿para qué poetas en tiempos sombríos? La respuesta de Keating es clara: la poesía nos recuerda quiénes somos, qué sentimos, qué nos hace sentir vivos y qué nos sostiene. En un mundo donde se nos enseña a producir, consumir y obedecer, la poesía nos devuelve el misterio de estar vivos. La supervivencia espiritual no es un lujo, sino una necesidad humana esencial. En el “Manifiesto” (Obra gruesa, 1969) de Parra, leemos:

Para nuestros mayores
La poesía fue un objeto de lujo
Pero para nosotros
Es un artículo de primera necesidad:
No podemos vivir sin poesía.

A diferencia de nuestros mayores
—Y esto lo digo con todo respeto—
Nosotros sostenemos
Que el poeta no es un alquimista
El poeta es un hombre como todos
Un albañil que construye su muro:
Un constructor de puertas y ventanas.

La resistencia es poesía

Como Parra, no creo que la resistencia sea exclusiva del poeta, lejos de ello. Poeta, etimológicamente, significa “el que hace”. Viene del verbo poiein: hacer, fabricar, producir. Esta raíz nos recuerda que la poesía, en su sentido más profundo, no se reduce al verso escrito, sino que remite a todo acto creador.

En Heidegger, el término griego poiesis designa el acto de hacer emerger lo que estaba oculto. Así, no solo el poeta en el sentido clásico, sino todo aquel que crea desde la imaginación, el ingenio o la palabra, está ejerciendo una forma de poiesis, y por tanto, de resistencia frente al absurdo, la violencia y la deshumanización que nos rodea.

Podemos decir entonces que hoy, en tiempos de precariedad existencial, tecnológica y ecológica, hay muchos tipos de poetas, de hacedores de sentido. Aquí algunos ejemplos:

El artesano o el que trabaja con las manos

En la cultura de lo desechable, quien cose, talla o repara se convierte en un poeta de lo útil. Su lema es reparar en vez de tirar. Recuerdo con nostalgia cómo todo o casi todo, en Bolivia, es reparable: desde unos zapatos rotos hasta una radio antediluviana. Aquí, en Francia, a menudo cuesta más reparar una cosa que comprar una nueva. Otras veces, simplemente, no hay quién la repare, pues se ha perdido esa sana costumbre. En España se encuentra con más frecuencia a estos poetas de lo útil. En Puigcerdà, por ejemplo, conocí a una mujer boliviana que me dejó como nuevo un abrigo que aquí me recomendaban tirar a la basura. Fue una forma inesperada de regreso a aquel gesto significativo que se cultiva en nuestro país (por necesidad, claro), y que en España solo regresó con las crisis económicas sucesivas. En Francia, tarde o temprano, tendrán que ponerse a tono. Un vistazo a la actualidad ambiental debería ser motivo suficiente para fomentar más la economía circular.

El que documenta, el que escucha, el que cuida

Grabar la voz de una abuela, archivar una historia local, sostener la memoria de un lugar o de una comunidad. No permitir que la anestesia de la costumbre nos embrutezca del todo, ni que el olvido —cada vez más rápido y fácil en estos tiempos de sobreestimulación vacía— silencie culturas minoritarias o devore memorias familiares. Toda historia es cultura. Las historias son joyas en el enorme tarro vacío del silencio y la muerte.

1706

El que juega, el que improvisa

Resistir la mecanización de la vida también es inventar formas nuevas de encuentro: desde un teatro callejero hasta un juego con los hijos, o una ceremonia íntima para recordar a un ser querido. Son actos poéticos porque restituyen un ritmo humano en medio del ruido. Desconectarse de lo digital y reconectarse a la presencia es el primer paso.

El que crea contenido digital sin perder lo humano

En la era de la soledad conectada, crear espacios digitales de vínculo real, de pensamiento matizado, de arte o de escucha, es un acto de resistencia.

En Nexus (2024), el historiador Yuval Noah Harari pone de relieve los efectos nefastos de los algoritmos de las redes sociales, como Facebook, Youtube o Tiktok, cuyo objetivo (establecido por los responsables humanos) es que los usuarios pasen el mayor tiempo posible delante de sus pantallas. Como las fake news, las publicaciones incendiarias y extremistas, así como las teorías de complot, son las que se viralizan con más frecuencia —contrariamente a los discursos moderados o edificantes—, los algoritmos nos ofrecen —de forma casi sistemática— contenido peligroso o, simplemente, basura.

Construir un pensamiento matizado, publicar contenido responsable, pero también mantener un espíritu crítico frente a lo que pueden ofrecernos estas plataformas —cuyos algoritmos, ya lo dijimos, tienen metas desprovistas de toda ética—, son actos clave de resistencia.

El que intenta comprender sin juzgar

Spinoza decía: “Ni reír, ni llorar, ni odiar, sino comprender”. Con esta frase, proponía una actitud radicalmente distinta ante el mundo: en lugar de reaccionar con emociones inmediatas —como la burla, la tristeza o el odio— frente a lo que nos desconcierta, deberíamos tratar de comprenderlo.

Pero comprender no es tan fácil como parece. Spinoza creía que no somos tan libres ni tan racionales como nos gusta pensar. A menudo imaginamos que tomamos decisiones usando solo la razón, pero en realidad nuestras elecciones están teñidas por emociones que ni siquiera reconocemos. Incluso cuando la razón nos advierte contra ciertas pasiones, solemos obedecer a impulsos más profundos: miedos, deseos, viejos resentimientos.

Comprender algo —de verdad— implica observarlo sin juzgar, sin caer en reacciones automáticas. Implica también reconocer que muchas veces no pensamos: simplemente reaccionamos. Y que en esas reacciones emocionales es donde más perdemos nuestra libertad.

“No esperes el juicio final”, leemos en La caída de Camus, “tiene lugar todos los días.” Esto lo publicó en 1956. ¿Qué habría pensado el nobel argelino de las redes sociales, del escarnio viral, de la cultura de la cancelación? Esa frase suya suena hoy como una profecía escalofriante.

Redes sociales venenosas y linchamientos virtuales se dan la mano cada día, y nadie parece a salvo. En este clima el juicio es instantáneo, total y —casi siempre— sin apelación.

Si actuáramos como nos pedía Spinoza, ¡cuánto más libres seríamos! Estaríamos lejos de ese juicio final que tiene lugar cada día. Como decía un amigo: “Hagas lo que hagas y digas lo que digas, igual te van a criticar. Así que haz y di lo que te dé la gana.” Pero tal vez —añadiría Spinoza— con la calma y la lucidez de quien ha elegido tratar de comprender antes que condenar.

Caminar como verbo esencial

Mark Cramer, escritor y activista estadounidense, autor de Old man on a green bike, If Thoreau Had A Bicycle y, más recientemente, de Walk up! Simple steps to an ecological ceasefire, libro que el autor regala a amigos y a lectores a fin de luchar contra el monopolio devorador de Amazon. A la edad de 80 años, Mark camina y monta en bicicleta —de forma sistemática— por las calles y las sendas agrestes de La Paz, una de las ciudades más altas del mundo, para contribuir a la reducción de gases de efecto invernadero y conectar con la naturaleza y la belleza urbana. El autor nos ofrece aquí 18 fotografías con sus respectivos textos, “informes” inspirados desde la ciudad del vértigo: «gran parte de la belleza del mundo —escribe Cramer— es solo accesible a pie.»

Este libro único me devuelve la ciudad de mi infancia: áspera, sorprendente, iluminada por un cielo deslumbrante. Infatigable caminante y fotógrafo certero, Cramer convierte su travesía andina en una meditación sobre la belleza, la salud y la resistencia. Walk Up es una oda —visual y escrita— al acto de caminar como gesto político, ecológico y espiritual. Una invitación urgente a desconectarnos del estupor digital y, paso a paso, reencontrarnos con el mundo.

El verso —o el verbo— está en tus manos

La pregunta de Hölderlin —“¿Para qué poetas en tiempos sombríos?”— no es exclusiva de los escritores ni de los artistas. Es una pregunta dirigida a todo aquel que quiera mantener vivo lo humano, que hoy se encuentra asediado por todas partes.

En “Los justos” (La cifra, 1981), Borges evoca a esos creadores de lo humilde, lo bello y lo fértil, que ignoran su importancia:

Un hombre que cultiva su jardín, como quería Voltaire.
El que agradece que en la tierra haya música.
El que descubre con placer una etimología.
Dos empleados que en un café del Sur juegan un silencioso ajedrez.
El ceramista que premedita un color y una forma.
El tipógrafo que compone bien esta página, que tal vez no le agrada.
Una mujer y un hombre que leen los tercetos finales de cierto canto.
El que acaricia a un animal dormido.
El que justifica o quiere justificar un mal que le han hecho.
El que agradece que en la tierra haya Stevenson.
El que prefiere que los otros tengan razón.
Esas personas, que se ignoran, están salvando el mundo.

Salvar el mundo no es un acto heroico o rotundo, sino un gesto cotidiano, discreto, marginal. De esta forma nos mantenemos de pie, como las figuras verticales de Giacometti: irremediablemente vulnerables y, a la vez, innegablemente dignas. “El poeta está ahí / Para que el árbol no crezca torcido” (Parra otra vez). Todo esto en un mundo que se incendia, anunciando el advenimiento de otro mundo.

La resiliencia

La poesía ha perdido su valor mercantil y tal vez incluso parte de su prestigio —cuando en los primeros tiempos de la humanidad era un arte sagrado—. Pero su poder simbólico permanece intacto. Somos —lo dijo Heidegger— animales metafísicos, no las máquinas consumidoras y previsibles en las que nos quieren convertir. Yo diría más bien que somos animales poéticos, porque necesitamos sentido, belleza, vínculo profundo con los otros y con la realidad. Sin esa conexión, nos apagamos —lentamente, pero sin remedio.

Casi ningún editor puede darse el lujo de publicar poesía, porque casi nadie quiere leerla. En algún punto hubo un malentendido fatal: los poetas modernos se perdieron en el trovar oscuro, se embriagaron de fulgores inaccesibles, y dejaron atrás al lector común. La separación fue paulatina, pero devastadora. De ahí el “Manifiesto” de la antipoesía: “Nosotros conversamos / en el lenguaje de todos los días / No creemos en signos cabalísticos.” Con Parra, el poeta bajó del Olimpo. No para renunciar al misterio, sino para reencontrarlo en lo cotidiano. Bajó para resistir. Y para resistir, había que adaptarse.

“La resistencia busca preservar lo que fue”, dice Eduardo Jamilis. “La resiliencia nos impulsa a descubrir lo que puede ser.”

Hoy, resistir es crear. Y crear, también, es adaptarse. Con palabras, con las manos, con el cuerpo: todo acto sincero de creación es una respuesta al vacío, a la violencia, al ruido ansiolítico que nos envuelve.

Casi siempre son actos humildes. Marginales. Invisibles. La persona que cultiva su jardín recibirá frutos discretos, y los degustará en la sombra.

Resistir es afirmar que aún hay algo que vale la pena cuidar. Ese acto de fe puede tomar mil formas, pero en todas palpita la misma llama: la de quien se niega a ceder del todo.

Aunque sea solo encendiendo un fósforo en la inmensidad de la noche.

Notas:

1  Este poema fue escrito en inglés. La traducción es mía.

Fuente: Revista 88 grados