2080
Por: Óscar Barbery
(El escritor Óscar Barbery nos presenta la primera parte de uno sus cuentos. La obra forma parte de su nuevo libro, Crónicas Anilladas. El también creador de El duende y su camarilla nos entrega un relato futurista, pero con matices muy propios de nuestra realidad.)
Un año antes de su torta y su titilante velita de cumpleaños, el Ing. José Belisario Recacochea conducía su Hammer 2080 a doscientos kilómetros por hora, por el séptimo anillo de circunvalación, cuando un vagón del tren colgante de levitación magnética se desprendió del resto de los vagones, y al zafar del acero y del magnetismo de los polos que lo mantenían pegado a las rieles, cayó desde dieciséis metros de altura como un rayo mortal , estrellándose contra el techo del vehículo. Del Ing. Recacochea sólo pudo rescatarse su cabeza, milagrosamente sana. El resto del cuerpo se fundió, con un alto intimismo molecular, a la chatarra y a los cuerpos destrozados de veinte pasajeros que viajaban en el vagón .
La cabeza fue colocada en un cuerpo provisto por la robótica, de fabricación china, con treinta años de garantía, en cuya escafandra Recacochea pervivió, y desde donde observaba tratando de entender su condición, presa del pánico, esa porción del mundo que le presentaba el laboratorio del hospital, lleno de objetos extraños, tan lejanos a su conocimiento como a su tacto pinzar, y a los que examinaba una y otra vez , recorriendo con la mirada la sala en donde estaba internado, ayudado por los movimientos accidentados de su cuello metálico que emitía una especie de suspiro al girar sobre articulaciones plásticas, engranajes de cuarzo , músculos de nailon y tendones de aire comprimido.
Las visitas de Maritza lo angustiaban especialmente. Qué aberrantes caricias podían nacer de sus manos pinzares, en sus desesperados intentos por demostrarle amor a su esposa. Cómo correrle el mechón rubio de su frente, o acariciar sus hombros o tomarla de la cintura para el abrazo, o del cuello para el beso, con su brazos abisagrados y su boca distante, sellada para siempre, como dibujada en esa cabeza prisionera dentro de una escafandra, sumergida en líquidos alimentadores y oxigenantes, transparentes, puestos allí para evitar que muera lo único orgánico que le quedaba.
Ni llorar le era posible. La ausencia de un cuerpo generador de pulsiones fundamentales erradicó de su vida los humores a los que estaba acostumbrado, suplantándolos por unos cosquilleos ubicuos, invasores de su cabeza: cráneo, nuca, frente, sienes, rostro, oídos, ojos, boca. Con la cara sumergida en la esfera acuosa de la escafandra, aún si pudiera llorar no sentiría el lento desplazarse de una lágrima por su mejilla, cuyo rastro en la piel sería todo un símbolo de su existencia humana tan necesitada de significados.
Gracias a Dios, Maritza era incapaz de ver el sentido trágico de la vida. Aún no se habían acallado las voces de los medios de comunicación con sus escandalosas acusaciones de culpabilidad contra la empresa “Recacochea y asociados” por el descarrilamiento del vagón y los veinte muertos, y ya Maritza, en un alarde de optimismo y buen humor, le decía al Ingeniero “mi marionetita”,al verlo colgado de unos cables que posibilitaban el paulatino ensamblaje del cuerpo metálico. Celebraba con énfasis que, seis meses después, el ingeniero Recacochea fuera capaz de pensar que movía un brazo y otro, y que los brazos metálicos se movieran, a la orden, después de que la intermediación de una computadora decodificara el mensaje cerebral convirtiéndolo en mensajes electromecánicos. Gustosa se ofrecía para los ensayos motrices de esos brazos, ante el terror de las enfermeras, quienes secretamente esperaban ver a Maritza hecha papilla por la presión de esas dos tenazas que fungían de brazos y que Recacochea aún no dominaba. Pegada al pecho del robot, abrazada por sus brazos, decía quedamente: “te amo mi Frankenstein”, aprovechando el momento íntimo para agregar, casi susurrando: “el gobierno municipal nos está demandando por incumplimiento de contrato en la construcción del sistema de seguridad del tren colgante de levitación magnética”.
Las largas sesiones de fisioterapia electrónica, con sus numerosísimas descargas eléctricas en el cerebro, lo sumían en un profundo trance filosófico mientras sus grandes y pesados brazos se movían como aspas, en una sucesión de acciones y reacciones promovidas por una computadora que pretendía poner a punto sus reflejos locomotrices. El quién soy, de dónde vengo, adónde voy, no obtenía respuestas ni racionales ni metafísicas, pero servían para fijar un punto de confluencia en la vida de Recacochea, al que llegaba, gracias al ejercicio de una memoria estimulada por las acalambradas descargas de los rayos, toda su parentela ascendente trayendo consigo a través de la historia familiar, sus aportes. Entonces el ingeniero Recacochea combatía la desazón arremolinada en las aspas de esos brazos, con la recordación de los éxitos de su prosapia. Porque ya hubo un Recacochea cuando Bolívar y cuando Sucre, que si bien no fue mano derecha ni izquierda de ninguno de estos personajes, estuvo detrás de ellos, detracito del poder, casi planchándoles los faldones del frac, obteniendo a cambio su cuota de influencias. Hizo fortuna como escribiente, manipulando los títulos de propiedad de los realistas caídos en desgracia y de los criollos caídos en gracia; y marcó el derrotero de toda una familia que a través de los tiempos aprendió y llevó a su más alto nivel el arte de traficar, trocar, alquilar y vender influencias.
Bajo el principio de la concentración de riquezas, los Recacochea fueron familias cuya propensión a no tener descendencia hizo desparecer a más de una de sus ramas genealógicas, y aquellas que persistieron no tuvieron más de uno o dos hijos, siempre bendecidos por la buena salud, contrastando con las numerosas proles con que las familias criollas poblaban Sucre y La Paz, por placer, por descuido, y muchas veces movidos por la necesidad de supervivencia familiar en épocas donde los hijos eran considerados un capital amenazado al que había que multiplicar, puesto que la gente se moría por nada.
Con la cabeza puesta en un cuerpo de robot, más prisionero de sus imposibilidades y temores que del metal antropomorfo, se repetía que los Recacochea fueron unos incansables luchadores y recordó que un Recacochea defendió valientemente la condición de capital de Sucre, para pasarse después, aún más valientemente, al bando de los paceños cuando La Paz ganó la Primera Guerra Federal, y radicado en La Paz, al influjo de los grandes mineros luchó denodadamente para que el Gobierno se olvidara del federalismo y se convirtiera en unitario, ayudando a construir una Bolivia centralizada, minera y burócrata, es decir, propicia a sus habilidades. Otros de la familia lucharon por pertenecer a ciertas élites y se enriquecieron en simbiosis con grupos de poder diversos, cambiantes según las épocas, agrupaciones dinámicas de burócratas, mineros, militares, políticos de profesión, contrabandistas y latifundistas ambiciosos.
No te des por vencido, se decía a sí mismo con conciencia vívida. Sobrevivir le demandaría un esfuerzo sobrehumano y con esta certeza convocaba a sus ancestros como fuente de valentía para afrontar el terror que le provocaba el ser y no ser. Era él en su cabeza, como centro, y empezaba a no ser él en la medida que se alejaba hacia la periférica situación de sus extremidades metálicas. Era él en la voz interior de sus pensamientos, y no era, en la voz que surgía de unos parlantes localizados en su pecho acorazado, tratando de imitarlo en una forzada comunicación con el mundo exterior. Era, cuando se escuchaba a sí mismo, y no cuando los micrófonos le transmitían directamente al cerebro los sonidos de su entorno. Extraño idioma el que surgía de los chips cerebrales implantados en su caja craneal, decodificando y codificando los impulsos de ínfimos electrodos y polímeros microscópicos, especialistas en la transformación de la información bioquímica en pulsiones eléctricas.
En qué idioma habla, se pregunta, cuando se escucha y no reconoce en lo que dice lo que pensaba decir. Se sobresalta presa de la angustia. Ninguno de su parentela se vio obligado a vivir semejante trance. Los Recacochea aprendieron a hablar en inglés, japonés y chino, abandonando para siempre el francés. En la segunda mitad del mil novecientos se llenaron de títulos profesionales multilingües, instrumentos fundamentales para el ejercicio de la burocracia de alto nivel, llaves que abrían puertas para brindar asesoramiento a militares convertidos en presidentes de la República, a coroneles ascendidos a ministros, a tenientes interventores de organismos diversos con los que se podían hacer negocios. Formando parte de la elite de asesores paceños, fueron participantes perennes del poder, y se diversificaron, transformando sus bufetes en centros de capacitación para políticos antiguos y otros recién arribados, en donde la abogacía se redimensionaba, abarcando lo mejor de la administración y las finanzas, la sociología, la antropología cultural, informática, encuestas, publicidad y marketing; constituyéndose el bufete en un importante centro de informaciones que por periodos se convertía en una agencia de espionaje, contraespionaje y chantaje político. Todo un arsenal para el dominio. Una garantía para permanecer al servicio de oligarcas y de burgueses surgidos de la política, la administración de las empresas estatales, la minería, la agricultura, los bienes raíces y el comercio formal e informal.
Los Recacochea solían salir airosos de los sofocones que a su clase le imponía la dinámica de los tiempos, hasta que los estranguló una realidad sospechada desde siempre, pero muy mal evaluada en su potencial capacidad para destruir el mundo, tal cual ellos lo habían construido. Por un lado, indígenas y campesinos paupérrimos, comerciantes de coca, sindicalistas mineros desplazados, pequeños empresarios y gremialistas, encontraron el colectivo que los llevaría a constituirse en un factor poderoso de poder político. Por otro, una burguesía desafiante, emergente del oriente, alimentada por un intenso crecimiento demográfico promotor de un mestizaje que producía cariblancos dados tanto al derroche, a las fiestas , al fandango como al trabajo creativo; ocurrentes bajo el influjo del trópico, audaces, liberales, anticonservadores; quienes moviéndose al ritmo de la orquestación mundial, adheridos a la novedad , sintiéndose ciudadanos del mundo, montados sobre el éxito de sus empresas y de sus multiplicados capitales, liderizaron movimientos sociales en el oriente boliviano que empezaron a exigir su espacio en la repartija del poder político en Bolivia y terminaron con los alcaldes nombrados a dedo por el Gobierno Central y con los prefectos impuestos por el Presidente de turno. Lograda la elección democrática de alcaldes y prefectos, y convertido este éxito en bandera, iniciaron la lucha por las autonomías, cuyo epicentro fue Santa Cruz, extendiéndose a Beni, Pando, Tarija, Sucre y Cochabamba.
Recacochea se preguntaba qué diría su abuelo si lo viera en éstas, a medio armar, parecido a los robots despatarrados con los que jugaba en su infancia en un ejercicio de poder sobre el juguete , imitando el juego que sobre las gentes ejercían su abuelo y después su padre. Fue su familia y los socios de ella quienes , ante la insostenible situación política provocada por la miseria de los campesinos del occidente, frente al crecimiento del poder económico del oriente y en defensa de los intereses de La Paz , se inventaron lo que llamaron “El Tridente”, un plan, un discurso de tres puntas y un solo mango, para que sólo sea sostenido por los Recacochea y sus amigos, decían.
Continuará…
Fuente: www.eldeber.com.bo