Por Gabriel Chávez Casazola
Es muy posible que el hipotético lector de este libro se esté preguntando ahora mismo qué sentido puede tener publicar los poemas, casi todos inéditos, de una mujer que vivió 86 años de un siglo que ha dejado caer ya sus hojas del calendario; los poemas de una mujer con muy breve renombre público como escritora y que pasó discretamente la mayor parte de su existencia en una casa solariega que envejecía junto a ella, en una ciudad pequeña de paredes encaladas y atardeceres magníficos.
De principio, sus descendientes queremos declarar que el rescate de los poemas de Tula Mendoza es un acto de amor. Y los actos de amor no deben explicarse.
Pero, además, quienes la conocimos sabemos que publicar estos poemas es un acto de justicia. Nacida en una familia de tradición literaria y artística que había perdido su fortuna mas no sus talentos, era una mujer muy singular: aguda, inteligente, tenaz, de una apertura mental insólita para su época, heterodoxa en muchos sentidos y a la vez poseedora de una religiosidad firme y sencilla que oscilaba entre el catolicismo a lo andaluz y cierto panteísmo naturalista.
Por sus aptitudes, merecía haberse dedicado a la música y la poesía, para las que parecía predestinada, y que sus creaciones se difundieran en vida. No fue así por elección suya, ya que en determinado momento –obligada por las circunstancias a fijar prioridades– escogió dedicarse casi por completo a criar a sus dos hijas y a las “labores de casa”, ese eufemismo que figura en el documento de identidad boliviano y que quiere decir (y callar) tantas cosas.
Nunca se arrepintió –al menos en público– de su opción existencial, pero se aseguró de estimular el talento artístico de esas hijas y, más tarde, de su único nieto, que es quien firma. Por supuesto, nunca dejó de leer, de tocar la guitarra (aunque debió vender su piano) y de componer música en silencio. Eso sí, abandonó la escritura de poesía, ella que siendo muy joven le había arrebatado el primer premio de un concurso nacional a la después célebre Yolanda Bedregal.
Tal vez si viviera hoy en día, Tula Mendoza no tendría que elegir entre la familia y la literatura o la música, aunque aún ahora es difícil dividirse (o multiplicarse) entre estas pasiones, en particular para las mujeres. Por todas estas razones, nos pareció un acto de justicia publicar la obra poética que no pudo seguir desarrollando en vida.
Hay en Páginas del ayer poemas de hondo lirismo, que tienen un lenguaje y rasgos formales propios de cuando fueron escritos: la primera mitad del siglo XX, pero cuyos temas siguen conmoviendo y emocionando, pues no tienen fecha de caducidad. Son, en síntesis, poemas humanos con un no sé qué de búsqueda de lo divino.
Espero que el hipotético lector de este prólogo pase adelante y lo compruebe por sí mismo. Mientras visita sus páginas, podría imaginar a Tula Mendoza viendo el atardecer en la huerta de su antigua casona, a la que cantó en un poema que celebra su primer día en ella: Una esplendente claridad bullía / entre el ropaje de sus muros. Coro / de los instantes por venir. Tesoro / de lo desconocido todavía. Lo propio puede decirse ahora de su redescubierta poesía.
Tula Mendoza Loza (Uncía, 1909 – Sucre, 1996), fue poeta lírica y música. Tula se trasladó muy niña, en 1915, junto a sus padres y hermanos, a la ciudad de Sucre, de donde era originaria su familia paterna. Poeta, compositora e intérprete de piano y guitarra, en su juventud se dedicó a la enseñanza de la música. Su poema “La balada de la rueca” fue premiado en 1932 en La Paz, y con “Canto al Soldado Desconocido”, obtuvo la medalla “Estrella de Los Andes”, en el concurso nacional convocado por el Ateneo Femenino en 1935, durante la Guerra del Chaco. El segundo premio correspondió a la después célebre poeta Yolanda Bedregal, y el tercero a Martha Mendoza, hermana mayor de Tula. Cuando formó familia en 1939, se dedicó por completo a esta, abandonando poco a poco la escritura y la enseñanza, aunque no el cultivo de la música ni de la lectura. Casada con el lingüista Juan Casazola, tuvo dos hijas cuyos talentos no dejó de estimular: Gabriela (1940), dibujante, cultora secreta de la poesía, y Matilde (1943), reconocida poeta y cantautora. Falleció en 1996 en Sucre.
Noche de agosto
La luna de agosto diluye su luz argentada en la noche, mostrando a las flores cual si fuesen inmensas estrellas que amables sonrieran a la bella tristeza de aquéllas que irradian arriba.
Los árboles forman extraños dibujos de sombras que enormes recortan el suelo plateado. Seméjanme filas de monjes que estuvieran rezando y extáticos siempre mirasen la honda quietud de la tierra.
En el fondo del cielo azulado perfilan sus cumbres los cerros lejanos que piensan, los cerros lejanos que sueñan…
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Y la luna de agosto prosigue grabando en las sombras serenos destellos. Lo distante y cercano se funden en los astros y flores, mientras duermen las aves y vela el silencio. Fuente: revistalatrini.com/