Hola, mi amor. Gonzalo Lema
Por: Gustavo Soto Sabtiesteban
Apúrense a leer la última entrega de la vida del investigador Santiago Blanco pues será muy pronto objetivo de los ejércitos de la Escuela del Resentimiento – avistados hace décadas por el erudito Harold Bloom- y que han pasado abiertamente a la acción global con una peligrosa máscara progresista, denominada PC –corrección política-, en la lengua del Imperio obviamente. Sus víctimas recientes han sido Homero y su Odisea sexista, la música clásica porque produciría angustia en los estudiantes negros y sería mejor enseñarles el pop; hasta el zorrino enamorado (favor pronunciar la ere como Cortázar) del cartoon, por fomentar la cultura de la violación. Como parece evidente que no se trata –o no se puede- de cambiar la economía, la han acometido contra estatuas, pinturas, música, libros, dándole así un vicario contenido empírico a aquello del “pasado haremos tabla rasa”.
Santiago Blanco es pues una diana predestinada y redundantemente inscrita en su apellido. Es un mestizo, un cholo, –sospechoso per se- en una sociedad polarizada, no en polaroid, sino en el más brutal blanco y negro neoestalinista cuya capacidad fabulatoria y de manipulación ideológica ha sido recargada con toda la tecnología digital. Es un macho declarado e impenitente. Es un prostituyente confeso, para usar el neologismo referido a un parroquiano de casas de tolerancia. Es carnívoro militante, es goloso y no gourmet. Y, además, last but not least, está cada vez más gordo.
Es escéptico, aunque su corazón sigue a la izquierda. Sin ser un neokantiano tiene una moral personal heterodoxa individualista que no lo hace apto para ningún tipo de rebaño, ni confesional, ni partidario, ni institucional; pero imparte a su modo justicia, en un país donde es apenas un flatus vocis. Podría ser anarquista pero tampoco le importaría porque el anarquista nace, no se hace y tampoco lo proclama. Es un tipo de frontera, casi siempre “surgiendo de la nada y que ha alcanzado las más altas simas (con ese) de la miseria” (Marx, G., el bueno) y, en esta última entrega, Gonzalo Lema lo ha llevado a Villamontes, otra frontera, esta vez histórica, donde se detuvo y luego retrocedió el ejército paraguayo en la Guerra del 32, como bien la rebautiza el autor.
Tal el escenario de este relato sometido a calores inclementes y lluvias bíblicas que, a diferencia de los textos canónicos sobre el Chaco en la literatura boliviana, no discurren sobre la sed. La única sed presente es la de Santiago que ha adaptado un artefacto para literalizar aquello de “farrear por cañería”, en este caso con manguera, y refrescarse en su lugar de trabajo, El Paraíso de Gladis, como parrillero de sábalos del Pilcomayo.
Como está ya instituido en el género, Blanco no busca problemas, sino que estos lo buscan. Desde la primera escena queda claro que Santiago no está establecido y, menos aún, ha sentado cabeza en el paraíso. Así que, viéndose obligado a ejercer sus habilidades de sabueso, a menudo a tropezones y golpes –más recibidos que despachados- se interna al monte oscuro de una novela familiar, aderezada con asesinatos, tráfico de drogas y de blancas, en medio de una razzia integrista católica.
Siguiendo el patrón de su personaje- cuyo identikit ha sido elaborado por el autor e investigadores externos en la Breve biografía literaria de Santiago Blanco, en el tercer volumen de la saga- el relato está puntuado por los episodios gastronómicos del Gordo. Más que la variedad del menú, es notoria la descripción hedonista de la manera adecuada de degustar un plato popular y casi heráldico de su vida, el sillpancho. No son estos momentos arbitrarios, sino que forman parte de la diegesis narrativa: se hacen sinopsis, se elaboran conjeturas, se negocia, se discute. Muchos de estos intercambios verbales acontecen en las bancas del mercado, en las mesas del boliche o en las barras de las dos casas de tolerancia en disputa.
Aunque Santiago ha notoriamente engordado, su lengua no ha perdido agilidad como se advierte en sus réplicas, irónicas y sarcásticas. El deterioro de su relación con Gladis, que lo ha traído y acogido en Villamontes es perceptible en esos diálogos filosos. Personajes como Gladis, o el ex comisario Martínez -dueño de uno de los burdeles y devoto penitente- aseguran la ilación y la estructura narrativa de la saga, aunque la entrega se conforma con algunas alusiones eficaces que hacen secundario el hecho de haber leído, todas las novelas y cuentos de Santiago Blanco.
Siguiendo otra regla del género, la novela siembra insistentes indicios para guiar al lector por pistas falsas y desatienda otras señales, de modo que lo evidente se haga invisible. Gonzalo Lema muestra que se ha hecho la mano y se consolide como el precursor de la novela negra en nuestra literatura, aderezada con humor y a momentos travestida casi como novela social y costumbrista.
Fuente: Plural