Por Mónica Velásquez Guzmán
Se las ingenia para aparecer: en 2017, pudimos editar los 4 tomos de su obra completa. Desde entonces ha merecido varias tesis, artículos y ponencias. Que sus libros volvieran a circular como resultado de una labor colectiva y polifónica le hubiese encantado. Si cuando le pidieron escribir una memoria sobre Jaime Saenz, Blanca Wiethüchter se rindió al azar de los recuerdos sin imponer un orden narrativo entre ellos, no puedo sino replicar el gesto, aunque parafraseado, y seguir el azar de las reediciones de algunas de sus obras, que presentamos hoy. Cabe mencionar, además, que ella fue editora del sello El hombrecito sentado (nombre que mutó a La mujercita e incluso a La pareja sentada, según la necesidad), como tal bien supo de las condiciones y políticas de las reediciones, los olvidos y los poderes editoriales, por lo que esta vuelta a la circulación añadiría razones a su felicidad.
Asistir al tiempo (1975), su primer libro, la presenta como poeta en el espacio público. En él se destacan varios elementos importantes en su poética posterior: la relación existencial con la tierra y la ciudad, la centralidad de los espacios en su poética; el lenguaje como lazo entre humanos, el afán por “merecer la palabra”. Es evidente el énfasis que puso en la idea de que la palabra tiene “apariencia de puente”, es una zona de conciliación. Veinte años más tarde, se publicó La lagarta, libro donde esas certezas y búsquedas hallan otras figuraciones y concentran la reflexión sobre la palabra alrededor de las densidades mater-filiales y las honduras de un trabajo interior en la templanza del alma. Ya desde la década de los noventa asoman con frecuencia las alusiones, a veces claras y otras herméticas, del camino gnóstico y la interioridad femenina iniciada ya en el libro anterior a este, El rigor de la llama. Se suman en La lagarta dos rasgos que retomó en la obra publicada póstumamente: la fuerte presencia de animales-símbolo y cierto espíritu lúdico de quien “lagartea” frente a y lejos de un “arrogante diccionario”.
De El jardín de Nora (1998), única novela de Blanca Wiethüchter, se ha dicho ya mucho. Son varios los aspectos que destacan, desde sus temas: más de una brecha hostil e intraducible en el mundo filial (padres autoritarios o que no logran leer a sus hijos y mudez de éstos que deriva en un acto violento), la posesión de la tierra (con sus códigos particulares), la manera en que la lógica y mirada europea impone su orden sobre el terreno boliviano o al revés; los desencuentros entre migrantes y descendientes, etc. Para picar su curiosidad lectora solo añado: ¿no es la terquedad de instauración de unas formas inéditas la de todo creador/creadora? ¿No está la palabra asediada siempre de la pulsión que quiere instaurar mundo a la vez que de las limitaciones de su materia? Es decir, ¿no es nuestro afán de jardín el de toda obra creada contra lo que la amenaza?
En Noviembre-79 una muy breve colección de 5 poemas, se lee el siguiente verso: “¿Será esta la herida que nos nombra pueblo?” Una respuesta dolorosamente afirmativa se desarrolla en Madera viva y árbol difunto (1982). En este poemario, sin duda el más complejo en su estructura, la autora teje citas de textos provenientes de la Pre-colonia y Colonia con poemas testimoniales de lo violentos tiempos históricos en este país, desde 1979 hasta 1981. Desde la llegada de los españoles a estas tierras hasta los avasallamientos de las dictaduras, un terco destino marca a Bolivia: el despojo, el desalojo de los espacios y los nombres propios. La única manera de la sobrevivencia es la transformación, ese árbol vuelto madera, esa muerte mutada en otra forma de vida. Entre el dolor social y el personal oscila otro de los libros aquí presentados. Ángeles del miedo, de publicación póstuma, 2005, da cuenta de otro proceso doloroso, el de un cuerpo yendo hacia su muerte, el tratamiento del cáncer, el camino de autoconocimiento sometido a la enfermedad, el paso desde la soberbia hasta la rendición al misterio de morir. Libros que reclaman, pues, la valentía necesaria para leer la historia común, la corporalidad en la muerte propia y ajena.
Memoria solicitada (1989, 1993 y 2003) es un curioso libro, como otros de bio-ensayo-ficción, en el que la autora da cuenta de una figura, una obra, una vida compartida (Jaime Saenz, Pérez-Alcalá en Los melancólicos caminos del tiempo y Villalpando en La geografía suena). La obra está formada por fragmentos de la memoria personal y colectiva, papeles, cartas, tesis, prólogo, un relato policial leído por Saenz y ella (el caso Mariño). Por ese procedimiento, el retratado no es solo el poeta de culto, también se revela su fragilidad en fracasos amorosos, su mal genio, su demanda de amigo. Queda asentado su legado como maestro en los caminos vitales profundos, su complicidad, su mala racha en el juego, etc. La escena central, me parece, es la cita de Goethe “solo el amor salva”, frase que habría dicho Saenz al Dr. Orías, su esposa Tina y la misma Blanca, en sus últimos días y estando hospitalizado. Esta frase hará de faro en la vida y obra de la poeta, quien no solo apostó por amar y ser amada “a muerte” (lo dijo en su entrevista con García Pabón), sino que miró la vida y se inmiscuyó en ella desde el amor.
Ahora, mientras la releo, casi ya de memoria, y la echo de menos de diversas maneras cada vez, y aparecen la Coca-Cola, el pucho, el tiempo compartido, la biblioteca, las marraquetas, los libros y sus gramajes y ella falta tanto tanto, pienso que sí, que solo el amor salva. Es su fuerza la que propicia el perdón, el sacrificio, la generosidad, la potencia más absoluta de hacer y vivir con otro, en la más radical fusión, en la más radical diferencia. Solo el amor salva; lo hace porque trae a la presencia todo lo ausente y porque pone el cuerpo allí donde los nombres precisan tacto. Con ese amoroso gesto de quien recoge en el cuenco editorial de su mano la palabra de sus autores/as, oímos circular viva y clara la voz de Blanca. Con ese amoroso gesto del lenguaje oímos varias sintaxis y ruido y ansiedad por ser de este país pese a todo. Con ese amoroso gesto guardamos la palabra “fervor” y la vemos viviendo con ganas de “hacer cosas no siempre precisas”; oímos la palabra “surtidor-de-enigmas” y la vemos escribiendo; la palabra “olvidadero” de donde la sacamos junto a Mundy, Borda, Estenssoro, de Villegas, Saenz y otros, nuestros muertos y muertas nunca idos; la palabra “lagartear” y la recordamos riendo; la palabra “luminar” y la sentimos en el abrazo; recordamos la palabra “lenguaje-recordante” y ahí cabemos todos/todas porque en esta lengua nos habitamos y en este amor nos reconocemos.
Leerla será la mejor manera de traerla al presente.
Fuente: Ecdótica