Trampas arqueológicas
Por: Kurmi Soto
Tras la proclama de las independencias y el trazado de las jóvenes repúblicas, proliferaron distintas formas de narración, desde los informes escuetos hasta las descripciones maravilladas del continente americano, que trataron de dar cuenta de la realidad de un vasto territorio que, por primera vez, abría libremente sus puertas a cuantos quisieran asomarse.
Para nuestro país, el texto más temprano del que tenemos noticia es el que realizó el geógrafo y diplomático inglés Joseph Pentland después de su viaje por los Andes peruanos y bolivianos entre 1826 y 1827. En sus manuscritos, apreciamos el celo con el que midió los picos de la región así como también las ruinas, sobre todo aquellas que encontró en el misterioso sitio de Tiahuanaco y que, a lo largo de estas décadas, despertaría la curiosidad de más de uno. En efecto, muchos fueron los extranjeros que llegaron a las alturas bolivianas para apreciar con sus propios ojos los vestigios milenarios y, entre los años 1870 y 1890, se realizaron los primeros estudios protoarqueológicos del lugar.
Resulta particularmente llamativo que, durante ese período, Bolivia haya atraído la atención de tantos y tan diversos viajeros que se dieron cita aquí por diversas razones: muchos pretextaron investigaciones científicas y arqueológicas, pero lo cierto es que la gran mayoría buscaba fortuna. El comercio de antigüedades fue, a lo largo de estas décadas, un auténtico y pujante negocio, constituyendo de esa manera un poderoso aliciente para todo aquel que supiese explotar la materialidad que ofrecían estos vestigios. Los líticos, cráneos, mapas y fotografías circularon intensamente y pasaron de mano en mano.
Un caso icónico resulta ser la famosa fotografía de un viajero desconocido apoyado sobre la Puerta del Sol. Esta imagen, que forma parte de la colección de vistas del ingeniero alemán Georg von Grumbkow, lleva varias leyendas: algunas indican que el personaje sería el geólogo Alphons Stübel, mientras que otras lo identifican con el charlatán italiano Guido Benatti. Circuló en la famosa revista madrileña La Ilustración Española y Americana en noviembre de 1877 con el título de “Recuerdos de Bolivia”, enviados por el “Sr. P. y B” (es decir por nuestro ya conocido escritor vallisoletano Eloy Perillán Buxó) y, de forma errada, se identificaba el monumento como las “ruinas de Apacana [sic]”. Según el español, él las habría comprado junto con momias, vasijas y otros artículos arqueológicos a principios de ese mismo año. De hecho, su intención era bastante explícita y solo tuvo que publicar un pequeño anuncio en el periódico para que cualquier persona susceptible de tener objetos prehispánicos se contactara con él para cerrar la transacción.
Así como Buxó, muchos serían los que, más que exploradores intrépidos y sospechosamente afortunados, ejercerían en realidad como traficantes de antigüedades. En efecto, los saqueos en los años que precedieron la guerra del Pacífico fueron feroces e incluso hubo quien que quiso remover la Puerta del Sol para llevarla al British Museum. En una investigación del 2002, Gunther Krauskopf se enfoca en tres de estos personajes: RudolfFalb (1835-1903), Théodore Ber (1820-1900) y Charles Wiener (1851-1918). Todos ellos, en mayor o menor medida, pasaron a la posteridad como científicos consagrados, hombres que aportaron al mejor conocimiento de las civilizaciones americanas, hasta ese entonces poco o nada estudiadas. Sin embargo, Krauskopf muestra con lujo de detalles cómo aprovecharon las circunstancias para enriquecerse a costa de los vestigios. Peleándose entre ellos, ignorándose o desacreditándose, su pugna por desenterrar ruinas en los años 1870 fue especialmente cruenta.
Un poco más tarde, en la década de 1890, aparecería en escena Max Uhle, cuyas libretas de viaje, estudiadas por Carmen Beatriz Loza, nos revelan un espíritu inquieto y sagaz. Él, junto con su colega Alphons Stübel, sería el primero en denunciar con ahínco las malas prácticas de estos arribistas extranjeros (considerablemente dañinas para los restos tiahuanacotas) e iniciaría polémicas que, sin embargo, no harían mella en la reputación de los célebres exploradores “precientíficos”.
De entre todos ellos, el ejemplo más sugerente y paradójico es el de Charles Wiener. Aunque hoy su nombre no resuene tanto, en su tiempo fue muy conocido y las publicaciones de la época dan fe de una fama que ya lo precedía al llegar a Bolivia. Aquí, la élite local siguió con curiosidad todos sus pasos, como lo prueban los numerosos artículos que aparecieron durante su estadía. Al revisar esta documentación, nada deja pensar que este austríaco nacionalizado francés era, en verdad, un oscuro explorador que se jactaba de proezas no realizadas. Empero, Krauskopf devela sus artilugios: gran parte de la iconografía que acompaña las publicaciones de Wienerfue comprada a Von Grumbkow. Cambiando a su antojo los títulos de las fotografías, fingió que él era el autor de los documentos que ilustraban sus relatos de viajes. Estos, a su vez, estaban plagados de inconsistencias. De hecho,fingió su ascenso al Illimani, así como también sus visitas a Copacabana y a Koati.
Al retornara Francia, los objetos colectados en tierras andinas pasarían a formar los primeros acervos del que sería el Musée de l’Homme, inaugurado décadas después por Paul Rivet, y en ese momento sirvieron para armar parte de la Exposición Universal de 1878. Gracias al impresionante despliegue de Charles Wiener, este fue reconocido con la Legión de Honor y se transformó en un reputado y mediático hombre de ciencia. Sin embargo, la falta de catalogación de estas piezas revela “una imagen que no coincide con los hechos”, como diría Pascal Riviale. En efecto, este investigador afirma que Wiener “no estaba seguro de los lugares de descubrimiento de todos esos objetos”, lo que demuestra, una vez más, lo dudosas que fueron sus supuestas exploraciones, verdaderas trampas arqueológicas.
Fuente: Letra Siete