Toda una noche la sangre y el Juan
Por: Daniel Averanga Montiel
No hay mejor escritor que aquel que desea contar una historia, narrarla, esculpirla, desenterrarla, sin otro propósito que el de compartirla con el mundo; esas vainas de conseguir la vanguardia narrativa, la polifonía, el subtexto, el metalenguaje, el análisis político dentro de una sociedad y demás cosas que fundamentan los teóricos que le soban las criadillas a Bloom, o a los autores del Boom, del McOndo o de la nueva tendencia de Raskolnikoves idiotas, parida a su vez por periodistas twitteros, no son más que adornos de una crisis creativa y hasta espiritual de cómo va nuestra narrativa…
Uno extraña a la literatura de verdad, esa que quería ir más allá de las apariencias del autor, siendo reemplazada estos últimos años por un “intento de narrativa”, que no son más que pastiches del Carver ebrio, del Bolaño de “Putas asesinas” o del guión de “La Fiaca”; uno extraña encontrar una historia y nada más que una historia, y el que aún exista alguien en Bolivia que la construya y la comparta es un logro tremendo.
Por ello me dolió que Juan de Recacoechea no fuera leído en los colegios, en los círculos de intelectuales que dicen hacer poesía “sacrificando sus felicidades”, o al menos ver una reseña de sus libros en YouTube. Es un autor que, al igual que Lucio V. López en Argentina, o Giovanni Guareschi en Italia, muy pocos revisitan; y precisamente la similitud entre los nombrados y Juan, está en la intención de su oficio de escritura: compartir historias, personajes, situaciones, vidas y también muertes.
“Toda una noche la sangre” fue uno de mis libros favoritos de este autor. Salvando las limitaciones argumentales de “American Visa” o el gran manejo de personajes de “Altiplano Express”, “Toda una noche…” recrea (a su manera) un hecho histórico y cruento, como lo fue el rapto, la tortura y la posterior ejecución de Luis Espinal; pero Recacoechea va más allá de copiar los datos del suceso: hace ficción a partir del diseño de un personaje rotundo y digno del mejor Dostoievski, con abismos y cimas tales, que uno se sorprende rápido por cómo, en tan pocas páginas, Recacoechea ha sabido convencer al lector sobre la existencia de aquel antihéroe y antihumano, llamado Antonio Sivalic.
Así como Robert Bloch construyó a Norman Bates basándose en Ed Gein, Recacoechea toma a uno de los raptores de Luis Espinal (el mismo Espinal tiene otro nombre en la novela) y lo vuelve el personaje protagónico.
Así, somos testigos del crecimiento del vacío existencial de Sivalic y de sus decisiones, de su ira por cierto pasado suyo y por su trayectoria fatal hacia un final que humaniza al lector, al mismo tiempo que explica una cosa cierta pero desgarradora: el destino y la fatalidad pueden ser reivindicaciones del sinsentido, así como Camus analizó en “El mito de Sísifo”, el suicidio.
A partir de la descripción de un destornillador, recurrente en casi toda la novela, el lector completa el cuadro de lo que debió sufrir Espinal antes de morir, y aun así, a pesar del estremecimiento leve que produce lo que no se describe pero sí se intuye, la lectura aterriza con estilo hacia ese final tan anticlímax pero coherente, como la vida misma.
Me da bronca que no se lea ni promocione a autores como a Recacoechea, y en vez de eso, se haga tanta pompa y ruido por escritos de twitteros que no tienen la intención de compartir historias, sino la de mostrarse tan minimalistas e inútiles, como echarse un gas mientras se camina.
Fuente: Correo del Sur