Tirinea de Jesús Urzagasti: la escritura escindida
Por: Alex Salinas
..migrar es algo así como nostalgiar[…]un allá y un entonces que de pronto se descubre que son el acá de la memoria insomne pero fragmentada y el ahora que tanto corre como se ahonda.
Antonio Cornejo Polar
No llama la atención que después de su muerte, Jesús Urzagasti (1941-2013) haya recibido una multitud de elogios. Llama la atención, sin embargo, que algunos críticos vean en su escritura el ingreso triunfal de un nuevo paisaje literario (Tapia Anaya), cargado de “musicalidad verbal que entraña ríos y montes y lluvias y zumbidos y chillidos y silencios”. Giovanna Rivero, por su parte, ansiosa de subvertir una exasperante hegemonía crítica del occidente boliviano, ve en Urzagasti al fundador de una “geocultura afectiva de las tierras bajas bolivianas”. Sin embargo, este triunfo de una nueva geografía literaria y su lenguaje es algo que no leo, al menos no en Tirinea (1969), la primera novela del chaqueño. Por lo contrario, creo que el mayor logro de Tirinea es extraer del fracaso una forma, de la dispersión, una estética. En ese sentido, monolingüismo o bilingüismo aparte, sus búsquedas son muy similares a la búsqueda de otros escritores de la región, que se mueven entre culturas.
Desde diferentes áreas del conocimiento, muchos estudiosos ya han apuntado las características heterogéneas de nuestra América, el lugar donde, además de razas y lenguas, indica Mabel Moraña, distintas temporalidades convergen, éticas de mercado, espacios simultáneos de producción cultural. Al referirnos a la literatura, Antonio Cornejo Polar (1936-1997) señalaba en su imprescindible Escribir en el Aire (1994), que en algunas obras de nuestra región “varias y borrosas conciencias, instaladas en culturas diversas y en tiempos descompasados, compiten por la hegemonía semántica del discurso sin llegar a alcanzarla nunca, convirtiendo el texto integro en un campo de batalla y también de alianzas”. A pesar de esto, desde el principio mismo de la escritura en las Américas, varios escritores, con resultados distintos, han intentado, según palabras del propio Cornejo Polar, “conciliar en armonía una historia hecha pedazos”. De allí la creación de sujetos y narradores aparentemente estables, pero que a menudo revelan sus costuras, sus tragedias, las distintas racionalidades que pugnan en sus obras.
En el Perú, pocos años antes de Tirinea, José María Arguedas había sido capaz de encontrar una voz, una lenguaje que trajese ese mundo que había dejado atrás, ese quechua que él transcribe al español. En Ríos Profundos (1958), casi imperceptiblemente, confluyen varios narradores, la del niño cuya lengua materna es el quechua; la del escritor, que debe dominar la forma de la novela; también la del antropólogo que inserta nuevo conocimiento. Pero mientras JMA se lanza a nombrar ese mundo como posibilidad de convivencia política futura, en Tirinea, Urzagasti renuncia a una saga, al todo que pueda dar cuenta del mundo de su niñez: “…su pueblo, oscuro y simple como cualquier aldea, carece de una leyenda, […] en suma, carece del hecho que lo tornaría atractivo al corazón del hombre. Cierto es que Fielkho nunca tuvo la luz suficiente para resolver este problema y sólo ha logrado acumular en la esfera del sentimiento una grave nostalgia”.
Tirinea, en ese sentido, es el lugar que se escurre al narrador, que sólo puede trasmitirse a retazos, como pérdida y resistencia a la vez, como el paraíso del que se ha sido expulsado, pero al que accede temporalmente como un sobreviviente, sólo por medio del la escritura. Ante esto, Urzagasti abraza la escisión, la dualidad aciaga de su ayer rural y el presente urbano de la escritura. Nos encontramos entonces con dos narradores, la del escritor Fielkho, que escribe sobre una desaparecida arcadia, anterior al cisma del 52, también desde sus distintos desarraigos: Salta, Tarija, La Paz; y el Viejo, personaje que se rebela a Fielkho, su creador (como en la nivola de Unamuno) para convertirse él mismo en el cronista de las tribulaciones de su hacedor. Mientras Fielkho insiste en el pasado, el Viejo insiste en ir hacia el futuro. Mientras uno vive perdiendo, el otro va sumando. Así, el texto, y el sujeto, se coloca al filo de la navaja, yendo y viniendo entre lo que ha sido y la posibilidad de lo que será.
En Tirinea, dos son los grandes y complementarios asuntos: la identidad y la escritura. En el primer caso, Urzagasti renuncia a la ilusión de una identidad inmóvil y hegemónica (mucho menos mística), nacional o regional, a cualquier esencialismo, ya sea de oriente o de occidente. La identidad es cambiante, acumulativa, pues algo inevitablemente se pierde y algo se gana en cada movimiento. De allí que accedamos a distintos ángulos temporales para narrar a un mismo personaje. Por otro lado, en el caso del escribiente, Fielkho/Urzagasti, la identidad sólo puede consumarse en el proceso de la escritura (y su revés la lectura), que al mismo tiempo la transforma. Es sintomático entonces que hacia el final de la novela, el Viejo, personaje creado por Fielkho, se adueñe de la narración, dejándola abierta e inacabada, tal cual la vida misma del escribiente/lector, una obra en construcción permanente.
Fuente: Puño y Letra