Por Cristina Fangmann
Más actual que nunca, la novela La isla trasnochada anticipa en tres años el golpe militar en Bolivia, la revuelta popular, el temor por la incertidumbre y la experiencia de confinamiento.
Escrita durante tres años (2013-2016), publicada en Plural Editores bajo el pseudónimo Belisario Flores –homenaje a René Zavaleta Mercado–, y compuesta al menos a cuatro manos por Diego Loayza y Mario Murillo, La isla trasnochada se construye como una novela de acción –y reflexión– con tiempos de espera (e inacción), donde presente, pasado y futuro se yuxtaponen ‘abigarradamente’. Más actual que nunca, la novela anticipa en tres años el golpe militar en Bolivia, la revuelta popular, el temor por la incertidumbre y la experiencia de confinamiento.
En la trama, la élite social y económica paceña, que en tiempos de Evo Morales había dejado de ejercer la dirigencia política, se encierra en el shopping más grande de la Zona Sur paceña (en ‘la realidad’, es decir, por fuera de la novela, su ubicación y arquitectura se corresponden con el Megacenter del barrio de Irpavi), la más rica de la ciudad. Ante el inminente peligro del asedio de los indios, estas familias blancas –los “jailones”– se ilusionan con la promesa de un mesiánico helicóptero que los ‘repatriará’ a Estados Unidos. Ingresan así en un tiempo de espera, que los extrapola del tiempo lineal de la historia exterior. Al comienzo, hay un ritmo vivaz, un allegro vivace marcado por la gran excitación producida por la expectativa de un futuro ideal, lejos de “ese país de indios y cholos”, pero también por el presente de lujo en el gran hotel amurallado que es el mega shopping. En una micro-sociedad depurada del ruido exterior, esa “comunidad de selectos bolivianos internacionales” se han provisto de bienes de consumo “de primera calidad” (17). Así, abastecidos y estimulados por la fantasía de la inmunidad, se sumergen en un tiempo abstracto que los aleja de la realidad externa. Mientras afuera el país está sumido en una “situación calamitosa” (26), con desabastecimiento progresivo e insurgencia, adentro “la party acaba de empezar” (18). Hay ritmo de fiesta, de goce hedonista, de alcohol, de sexo y de drogas… el tiempo de una clase social aquí sin restricciones ni horarios laborales. Pero así como la cohesión de ese grupo “supuestamente rico”, “supuestamente decente” y “supuestamente educado” (Molina, 2016) se va resquebrajando con el correr de los días y la ansiedad de la espera, también el tempo del relato se dilata, y el ritmo –y la trama- se hacen más densos. Caen las caretas, se muestran las hilachas y algunxs protagonistas de esta comédie humaine degradada revelan, en momentos epifánicos, algún rasgo de humanidad. Se abren pequeñas ventanas en la acción que develan pequeños mundos, deseos, debilidades. El encierro trae un tiempo de “memoria corta”, un tiempo más lento que el tiempo, rutinario, y aun circular. Los personajes comienzan a diferenciarse, a separarse, a reagruparse según los intereses y prejuicios de clase, especialmente, los “selectos” que se consideran pura sangre, de quienes son tildados como “arribistas”, sospechados de cholaje. Memoria, olores, sensaciones y sentimientos marcan pausas, momentos de detención, de corte y profundidad. Otras veces, esas ventanas son paisajes. Nunca con abundantes descripciones sino en pinceladas breves: “retazos de cielo”, un rayo de sol, la luz de la claraboya, el recorte de la cordillera… Paisajes que pueden funcionar como irónico decorado de fondo o como indicio del curso que tomará la acción.
Mientras afuera, la ciudad ausente, fantasmal se llena de rumores (152) que hacen crecer el temor de una invasión india, dentro del mall (refuncionalizado en hotel de lujo, como en marzo de 2020 los hoteles de lujo paceños se refuncionalizaron como hospitales de campaña ante la pandemia) el orden de las cosas cambia cuando el abastecimiento de comida comienza a mermar y se desata un crescendo de luchas internas para su preservación o suministro. La temporalidad avanza y se transforma con más celeridad, saltando hacia el porvenir de un tiempo que es más rápido que el tiempo, y que, de memoria larga, recupera en un desenlace futuro a la entera historia boliviana. Tiempo ch’ixi que la novela actúa, pone en escena, sin fechas concretas sino con alusiones, como las de esta cita:
Las nubes se veían como algodones teñidos por una luz futurista. Las siluetas de las cabinas abandonadas del teleférico se balanceaban como larvas de insectos metálicos. Detrás, la ciudad, atrapada en algún lugar del tiempo. (87, subrayado mío).
Pero las más precisas marcas del tiempo son las alusiones que, con mucho humor, se despliegan en todo el relato: a la música, según cada una de las generaciones; a los personajes o programas de televisión; al cine y en general, a la cultura popular. El “tiempo actual” representado en la novela (nos) lo marca la tecnología. Así, el motivo de depresión más grande de los jóvenes encerrados era la falta de conexión a internet o wi-fi. El tiempo cronológico queda sellado en las marcas de los automóviles o de los nombres y/o marcas de bebidas, de ropa, etc. En este sentido, La isla trasnochada es una verdadera novela etnográfica. De hecho, sus autores son sociólogos. La puesta en escena del tiempo se logra por medio de la construcción de los personajes y, sobre todo, de su habla. Los diálogos que reproducen modismos, (idiolectos, cronolectos y sociolectos), otorgan verosimilitud a todo el relato.
Novela de anticipación o ucronía (y por su carácter inseparable del espacio, pacha), también distopía, nos muestra cómo ‘nuestro tiempo’ es, en realidad, precario y contingente, y cómo el pasado, fatalmente (aun como farsa, charada, fiesta de disfraces) se las arregla para desplazar al presente en un desenlace de tintes indudablemente apocalípticos
* Texto publicado integralmente en: http://ilh.institutos.filo.uba.ar/sites/ilh.institutos.filo.uba.ar/files/Fangmann%2C%20Cristina_4.pdf
Fuente: La Ramona