DOS ESCENAS
Por: Christian J. Kanahuaty
Mañana
Y después del sueño él acarició su piel. La despertó casi tiritando, entre sollozos, saliendo del espanto. La luz de la madrugada se filtraba entre las cortinas de algodón. Jamás quitadas del corredizo riel. Sacudidas una vez por mes, durante los últimos tres años. Sólo ellas eran las que impedían que los vecinos vieran sus momentos de pasión, sus gritos y los cristales que se estrellaban contra la pared. Ahora, han pasado los años, están tranquilos. Los hijos duermen en el cuarto de al lado. Cuando tienen necesidad de agredirse se reúnen en el viejo café donde se conocieron y ahí en mitad de las personas que entran y a veces los saludan, afrontan el futuro y sacan el pasado para que en medio de sus miradas se mueva como reptil. Luego que el viscoso animal queda inmóvil, se toman las manos, se piden perdón y sonríen. Ahora él ha despertado. La mira, ve como las ojeras negras no se han perdido de su rostro, tampoco su respiración ha dejado de estar agitada, está hermosa y la desea, pero no la quiere tocar. Se levanta de la cama, entra al baño. Se mira y se moja la cara con el agua cargada de cloro. La toalla húmeda le recuerda que dentro de dos horas tiene que ir al trabajo, pero antes quiere hacer algo. Va a la cocina, prepara huevos fritos y jugo de naranja. Lo deja tendido en la mesa. El silencio de la calle se rompe con el sonido del camión que recoge la basura. Ella despierta en ese momento, se levanta un poco y lo ve moviéndose de un lado al otro, lo ve, lo reconoce, pero igual no dice nada. Se vuelve a echar y cierra los ojos. Con sus uñas apreta la almohada y ahoga un grito. Él se acerca y la ve como antes. Dormida, agitada. No la despierta. Entra al baño, abre la pila de la ducha y se mete bajo el agua. Afuera ella ya está de pie, mira por la ventana y se quita el pijama lejos de la mirada de los vecinos. Ve lo que hay sobre la mesa y suspira. Abre la puerta del departamento y sale a la calle. Le gusta sentir el cemento húmedo en la planta de los pies. Cuenta hasta diez, y camina hacia el sur. No hay tráfico. No Hay policías aún. No hay nadie, sólo ella y su respiración y un leve recuerdo que le cruza el corazón.
Jueves
Se sintió débil. En realidad no era porque hubiera dormido tan sólo cinco horas en los últimos seis días, ni porque le acababan de decir que sus resultados habían dado positivos. No. Lo que él sentía era que desde hace muchos años atrás había estado completamente en silencio y en un tipo de estado de ánimo parecido al insomnio. El cuerpo cansado, pero la mente trabajando. Los recuerdos se acumulaban en algún lugar de su memoria, pero nunca volvían. Antes de recibir la carta médica, su cuerpo lo sentía de otro modo. Ahora se contempla desnudo frente al espejo y no sabe porque hizo todo aquello. Sí, era joven y le gustaban los retos y la sensualidad de ese olor tras la pasión lo alentaban a buscar más y más. No era sólo amor, no era sólo un cuerpo desnudo cansado sobre otro, no. Era un poco más. Era el silencio después del ruido. La puerta que cruje cuando se abre al amanecer. Yo no creo en el amor, se dice, mientras escribe en el vidrio empañado cada uno de los nombres a los que tiene que avisar. Cada uno de ellos es un señuelo, un nuevo inicio. La forma perfecta del amor es la textura de sus labios entrelazados y el aliento que se escapa. Pero todos ellos no querrán hablar con él. Saben que su llamada sólo puede significar eso. Y la señal se repetirá por siglos, pero ellos no presionaran la tecla del celular que los comunique con su pasado. Sale a la calle. Ve unos autos aparcados en la puerta de su edificio y no piensa en ellos. Ve a los ciclistas ir en contraruta y tampoco les ve el color de la piel, tampoco se percata de los perros que rondan por la acera del frente. Se sienta en la silla que da a la barra del café donde siempre ha desayunado desde hace ocho años y dirige su mirada al televisor. Pasan el noticiero. Una tormenta ha destruido la costa de Chile. Nada más escucharlo, rompe a llorar. Se levanta, va al baño, se mira en el espejo. Saca un origami de papel lustroso e inhala un poco de coca. Sus pupilas se hacen grandes, sus ojos enrojecen y mientras siente el escozor en la nariz, saca el estilete que tiene en el bolsillo interno del saco. Mira esa punta cuando destella al encontrarse con la luz de neón. Cuenta hasta diez y se remanga el puño del saco. Desabotona la manga de la camisa, se saca el reloj y ahí clava aquella punta casi triangular. La deja ahí, quieta, por unos segundos. Luego jala y corre la sangre, se abre la herida y las gotas se estrellan en el mosaico marrón. Va al cubículo derecho, se cierra con llave y repite toda la operación pero ahora en la muñeca derecha. Con la última fortaleza en su pulso, inhala algo más del polvo que queda en el origami y cierra los ojos. Ve a los colores ingresar en su retina, la sangre resuena al estrellarse contra sus zapatos, observa con la boca abierta el tenue color ámbar que se desplaza en el horizonte que cada vez se hace más y más pequeño. Respira sin profundidad y pasa su lengua por los labios. Alguien del otro lado golpea la puerta, pero no responde, dos, tres, nueve golpe, y derriban la puerta y lo encuentran tendido. Ya casi no respira. Ya casi no tiene color en la piel del rostro. No puede levantarlo, el espacio es muy pequeño, lo estira fuera y entra otra persona y otra y pronto son diez personas las que lo miran y nadie se anima a sacarlo del baño ni a levantarlo. Sólo esperan.
Fuente: Ecdótica