Territorios de guerra, de Gary Daher Canedo.
Por: Gary Daher Canedo
A continuación, uno de los textos de este libro titulado Anti Ars Poética:
Acaso el único motivo por el que hemos estado escribiendo los poemas de la manera en que aparecen es para no hacerlos como Bukowski. Es decir para no enterarnos que nuestra realidad en el mundo es tan pedestre que la trascendencia se reduce a un mirar por la ventana la rama desnuda, esa que nos indica que hay siempre ese espacio ahí. Pues no, no podemos ganarlo, sucederá, aceptarlo es imposible, saberlo es más importante que las palomas o las frenadas o el amor.
Yo también tengo una perra con cáncer, está llena de tumores, cualquier día morirá, y nos invadirá una tristeza menos comprometida que la de los cadáveres de Perlongher, pero será una tristeza nuestra, parecida a la de aquella mañana cuando tu mujer había llegado de jugar a las cartas con sus amigas, y sentiste que copular con ella es más que indiferente, es un deber no querido, porque en medio del esfuerzo, intempestivamente te dice frases como, “Te fuiste a beber anoche, ¿verdad?”; o, en un tono de molestia, “Parece que alguien ha largado mal el inodoro ¿podrías mirar, después, qué es lo que pasa?”; o en otro caso, con ansiedad, “¿Ya diste dinero para el pan y la leche de los niños? Entonces te levantas, dejas la mecanicidad del ejercicio sexual a medias, y dices un basta, prefieres la autosatisfacción. Los cuerpos de los otros siempre son de los otros, no se entregan veraces, y el tuyo está condenado a vivir incompleto, vergonzoso, como el de un niño al que no se le ha enseñado a vivir. Todo para evitar que aquel cuerpo, ese que te está prohibido por todas las leyes, y que verdaderamente se desea, sucumba algún día en un acto de violación apremiante y el universo se hunda sin piedad y llegue el juicio final y necesites, inevitablemente, el suicidio.
Y ahí viene el cuestionamiento. Escribir como Alejandra Pizarnik, hablar del ángel harapiento, continuar nombrando ese interminable correr, correr, correr, o ese oscuro esperar a que el innoble animal que nos habita hable de una buena vez, ¿eh, Gelman? ; a que las paredes llenas de las niñas, de los niños que fuimos, nos entreguen su torrente de inocencia, decir con Borges que nos duele una mujer en todo el cuerpo, sentir aquellas nostalgias de patios, los temores hacia el amor, todo con el fin de engañarnos e ilusionarnos que somos mejores de lo que ciertamente somos. Linda manera de evitar el asco universal.
Esfuerzos estos muy hermosos, estéticos, cierto, de una violencia que nos conmueve en nuestra presunción de ser almas nacidas por desgracia con el fuego prometeico, cantar esa desgracia no es otra cosa que vanidad. Atrevimientos que en lugar de ser máscara de la cotidianidad deberían estar destinados a dibujar el retorno al estado fetal, único lugar donde el universo parecía seguro, cálido. Allí, siempre bien alimentados, el cuerpo que amamos, la madre, es nuestra casa, pero a él, a ese cuerpo grandioso, inimaginable, inmensamente tierno, solamente nos une un conducto, aquel mágico cordón umbilical, no existen los roces, la piel es definitivamente inexacta, inermes y felices flotábamos permanentemente en un líquido celestial, sin tener la más mínima idea de que un día seremos expulsados, por el mismo cuerpo que amamos, al afuera del horror de los demás. Pero siempre queremos regresar, y con ilusa pretensión, fantaseamos que la muerte es esa vagina maternal, la cueva de la recuperación, no siendo otra cosa, lamentablemente, que el vacío infinito sin nosotros.
Pero, claro, seguiremos escribiendo de manera que nos mintamos. La idea es seguir creyendo –creer es el verbo preciso para todo imaginario- en la unidad de nuestro yo. Esto, es de suponer, hasta que otro tan inteligente como George Bernard Shaw, nos haga notar otra vez, que si alguien llegara a comprendernos, seguramente nos ahorcaría.
[http://www.revista.agulha.nom.br/ag60livros.htm]
11/08/2007 por Marcelo Paz Soldan