Prólogo a la tercera edición de Las máscaras de la nada
Edmundo Paz Soldán
Hoy, 10 de agosto de 2010, a las 7:00 PM en el auditorio de Los Tiempos –Plaza Quintanilla, Cochabamba, Bolivia–, Edmundo Paz Soldán firmará ejemplares de la tercera edición de su primer libro Las máscaras de la nada que se publicó por primera vez, bajo el sello Los amigos del libro, en 1990. A continuación los dejamos con el prólogo del libro de cuentos
A principios de 1985 me fui a la Argentina a estudiar ingeniería en petróleos. Cuando pienso que durante todo un año me dediqué a hacer algo que no me gustaba en lo más mínimo, siento cierta compasión por el adolescente confundido que alguna vez fui. Digo cierta, porque uno no debería tener pena de sus errores; debería, más bien, asumirlos, y ni siquiera verlos como errores. De alguna manera, los caminos equivocados que alguna vez tomamos son los que luego sirvieron para convertirnos en lo que somos.
Ese año de ingeniería en Mendoza, lejos del mundo protector de la Cochabamba de mi infancia y adolescencia, con pocos amigos cerca y lejos de mi familia, salía a divertirme poco. Me quedaba hasta tarde resolviendo problemas de cálculo y álgebra. Y leía. Comencé a coleccionar una colección de clásicos de Seix Barral que se vendían en los quioscos. Me deslumbré con Santuario, me encantó la obra de Henry Miller.
Ese año de crisis y confusión, sin embargo, el autor más importante para mí fue Ernesto Sábato. No lo he vuelto a leer, pero entonces, a los diecinueve, un libro como Abbadón el exterminador podía cambiarme la vida. En esa novela, cuya trama hoy invento libremente, uno de los personajes principales, un trasunto del mismo Sábato, es un científico que vive soñando con el arte (la pintura, en su caso). Un día, en el laboratorio en el que trabaja, se produce un accidente debido a que el científico se hallaba perdido en la ensoñación de su mundo artístico. Este accidente lo lleva a cuestionar su vocación, y a abandonar la ciencia para seguir sus inclinaciones artísticas.
Cuando terminé la novela, se me ocurrió que yo me hallaba ante el mismo dilema. Y llegué a la conclusión de que debía abandonar la ingeniería. Igual, lo raro fue que no me hubiera metido de golpe a una carrera literaria. En 1986 me fui a Buenos Aires a estudiar Relaciones Internacionales, lo cual, supuse, me permitiría estar más inmerso en el mundo de los libros. Comencé a ir de oyente a clases de literatura en la Universidad de Buenos Aires (U.B.A.)
Mi cambio de carrera me hizo bien. De pronto, tenía mucho tiempo libre para pasear por librerías y cafés. Comencé una novela. Rellené por cuenta propia mis huecos en la lectura de los clásicos. Fueron años de Camus, Faulkner, Hemingway, Carpentier, Onetti. Como la novela no iba a ninguna parte, me puse a escribir cuentos breves. Me atraían las alegorías morales de Kafka, que solían ser de una o dos páginas. Quería el cinismo de Onetti, la desazón existencial de Camus y los fuegos artificiales de los finales de Cortázar. Quería muchas cosas en muy poco espacio. No me interesaba tanto el desarrollo de los personajes ni la evocación de un espacio geográfico; lo que sí me parecía fundamental era la trama. Y así fue como yo, que era de los que pensaban que para ser un escritor uno debía escribir una novela, me convertí en un cuentista.
En las ferias del libro de Buenos Aires me dejaba impresionar ante tanta pasión lectura, y cuando veía chicos de mi edad que querían ser escritores, me visitaba una envidia saludable y me preguntaba por qué ellos sí y yo no. En esas ferias tuve la oportunidad de entrevistar a escritores importantes a quienes veía de lejos desde Bolivia, como monstruos intocables –Bioy Casares, José Donoso, el mismo Sábato. A todos ellos les preguntaba cosas que me interesaban como escritor más que como periodista; ¿qué libros le recomendaría a un joven lector? ¿Qué consejos le daría a un adolescente que quiere convertirse en escritor? Para entonces, yo me había olvidado de las limitaciones de mi medio, que decían que ser escritor no era una opción válida para mí. Y tampoco me preocupaba mucho saber que estaba estudiando Relaciones Internacionales, que en los papeles esa carrera podía llevarme a derroteros alejados de la literatura. Después de todo, cuando me preguntaban qué haría una vez terminada la licenciatura, yo decía que quería volver a Bolivia e ingresar al servicio diplomático, pero, cuando pensaba en términos más realistas, decía que la política en Bolivia terminaría por ganarle la partida a la literatura, y que era muy probable que yo me convirtiera en un político más.
De todos los escritores que conocí en Buenos Aires, el más importante desde el punto de vista de mi vocación fue José Donoso. Uno de los grandes del Boom, el escritor chileno asistía regularmente a las ferias del libro, pues tenía un numeroso grupo de lectores en Buenos Aires. Todas las noches de la feria de 1988, durante dos semanas, se lo podía ver sentado en la caseta de Seix Barral, a veces firmando ejemplares o hablando con alguno de los escritores que se le acercaban a brindarle sus respetos o a dejarle su manuscrito, a veces solo. Le pedí una entrevista y me sorprendió que aceptara dármela. Después, cuando vio, a través de mis preguntas, mi deseo transparente de convertirme en escritor, me dijo que podía acercarme a charlar con él cuando quisiera. Así, durante dos semanas, yo llegaba a la feria del libro e iba directamente a la caseta de Seix Barral. Buscaba una silla y me sentaba al lado de Donoso, que me presentaba a escritores importantes y hablaba conmigo mientras atendía a la gente. Me habló de escritores que yo no conocía (Henry James, el barón Corvo), expresó su frustración ante el éxito de Vargas Llosa (sus últimas novelas eran “pan y circo” para las masas, decía), me dio consejos, me tomó en serio.
En esos días, creí haber terminado el manuscrito de mi primer libro de cuentos. Se llamaba Cristales en la noche y se lo entregué a Donoso. Al poco tiempo, con él ya en Chile, recibí una escueta nota suya, en la que me decía que había terminado el manuscrito, que le había parecido muy flojo, pero que no me desanimara. Volví a leer el manuscrito, constaté que Donoso tenía razón, me deshice de la mayoría de los cuentos, y con los sobrevivientes inicié un nuevo manuscrito. Debía continuar, pues recordaba una de las lecciones de Donoso, que me había dicho que todos podían escribir, pero que lo que él consideraba escribir, era en verdad reescribir. Debía retrabajar los manuscritos, corregir, pelearme frente a la máquina de escribir.
Durante mis años porteños gané, con “La transformación”, un concurso de cuento en la universidad de El Salvador, donde yo estudiaba. Eso fue un aliciente enorme para mi autoestima. No importaba que se tratara de un concurso de una universidad que no tenía una carrera relevante de literatura; lo fundamental era que había ganado algo en esa ciudad que admiraba tanto como me intimidaba. Eso, pensé, me validaba como escritor, al igual que el hecho de que la revista Puro Cuento, que dirigía el escritor argentino Mempo Giardinelli, decidiera publicar tres de mis cuentos breves.
Hacia 1988, había asumido al fin mi vocación literaria en Buenos Aires. Podía sentirme un escritor de verdad. Incluso había enviado el manuscrito de Cristales en la noche a una editorial en Cochabamba, Los Amigos del Libro. Don Werner Guttentag se mostró interesado, pero dictaminó que sólo una sección del libro era rescatable. Ese mismo año me fui a estudiar a los Estados Unidos y continué escribiendo cuentos. A mediados de 1989, sentí que tenía un libro listo, al que esta vez titulé Las máscaras de la nada. Don Werner aceptó el manuscrito, y me dijo que saldría al año siguiente, con prólogo de Adolfo Cáceres Romero. De pronto me sentí menos solo: era mi primer libro, pero mucha gente me apoyaba para convertirlo en realidad. Estaba listo para la siguiente etapa de mi vida. O al menos eso creía.
Fuente: Editorial Nuevo Milenio