Por Walter I Vargas
En tanto éxtasis verbal, suerte de píldora estupefaciente de duración limitada al momento de la lectura, la poesía moderna debe leerse como se toma el whisky, dos dedos de rato en rato, sin exagerar. Por eso Baudelaire, padre y maestro mágico de la modernidad, la alineó al lado del alcohol, la música, et al., distracciones, ojalá siempre exitosas, de la nada, el hastío o el mero transcurrir. “Embriagaos, no importa con qué, pero embriagaos”, dice en uno de sus famosos textos en prosa, en una suerte de manifiesto del malditismo. Considerad, por ejemplo, esta joya mallarmeana: “Mi alma hacia tu frente, donde sueña, oh calma hermana/un otoño cubierto de pecas/y hacia el cielo errante de tu ojo angélico/sube como en un jardín melancólico/fiel un blanco surtidor aspira al azur/Hacia un azur enternecido de octubre pálido y puro/que refleja en los grandes estanques su languidez infinita/y deja, sobre el agua muerta donde la leonada agonía,/de las hojas vaga con el viento y cava un frío surco/arrastrarse el sol amarillo de un largo rayo” (Suspiro). Ciertamente, aquí el lenguaje parece vehículo para una ebriedad musical y sugestiva que pone entre paréntesis la enojosa realidad.
Y la poesía del siglo XX supo estar a la altura de ese baremo. Considerad sino el poema final de Estrella segregada, que tiene la curiosa y encantadora particularidad de ser el único poema que conozco cuyo título es más largo que el texto. Se llama “Sin embargo, el sol brilla sobre ti”, y el poema dice célebre y sibilinamente lo siguiente: “Tal vez, enigma de fulgor”.
Sabemos que ese poema es el corchete que cierra el poemario; el primero se abre en el otro extremo, al inicio, cuando se habla de El Resplandeciente (El Illimani) como testigo inmemorial de lo real/real (Quino dixit): “asistes al hervidero de la vehemencia”, “dejas que se desate la comedia/carcomida por el tiempo”, “Abajo en las calles/las cancerosas calles/tatuadas por el orín y las blasfemias/donde aúlla la gente y se interroga”. Son frases, que, aunque extraídas con cierta violencia del contexto verbal de varios poemas, lucen como inscripciones lapidarias de la estancia de los bolivianos en su país. Incluso así, extraídas al azar, calzan bien para desesperar de él, tanto cuando Cerruto las escribió como ahora, cuando estamos espectando cómo (una vez más, y van…) este país se regodea en su propia estupidez conflictiva.
De manera que cuando el poemario se cierra con el citado “Sin embargo, el sol brilla sobre ti”, el lector se siente inclinado a entenderlo como un bálsamo reconfortante que late detrás, delante o pese a la herida de la historia o la mera existencia. Pero por qué no ir un poco más allá –a riesgo de forzar, a riesgo de sobreinterpretar– por qué no extender esta apelación al sol en un plano más filosófico. Pues esa resplandescencia parece ser algo más que la permanencia natural del hombre en la tierra; es, o quiero pensar que es, un destino ultraterreno. Para lo cual quizá valga recurrir a la autoridad de cierta especulación del más alto nivel.
En 1963, la Unesco realizó un homenaje a Kierkegaard porque se cumplían 150 años de su nacimiento, y luego, en 1968, sus resultados aparecieron en español en un libro publicado por Alianza Editorial. Además de astros filosóficos como Jean Paul Sartre, Gabriel Marcel o Karl Jaspers, en ese encuentro estuvo presente la estrella polar de la filosofía del siglo XX, Martin Heidegger, aunque solo textualmente, porque no se dignó hacerlo físicamente. El ensayo que envió para su lectura tenía el definitivo título de El final de la filosofía y la tarea del pensar, y para colmo en él no se hablaba ni por las tapas de Kierkegaard.
Cuenta Louis Althusser en su autobiografía que cuando defendió su tesis en la École Normale Supérieure de París, habló en general sin saber gran cosa de su tema (la noción de contenido en Hegel, pero ¿qué importancia tiene de qué tema habló?), eso sí, con una gran habilidad para disertar y disimular sus ignorancias, incluso alcanzando el “suspense teórico deseable” y necesario, con el resultado de que fue felicitado cum laude, por así decir. Visto lo cual creo que puedo agarrarme de este pintoresco comunista para presumir de haber leído en el mencionado librito a ese Heidegger, al que por comodidad voy a llamar intermedio o semitardío, toda vez que no me ha sido dado leer Ser y tiempo y luego de ese año el filósofo alemán vivió, pensó y escribió algunas cosas más (que tampoco leí) durante unos años, hasta fallecer en 1976.
El final de la filosofía, dice Heidegger en ese ensayito, “se perfila como el triunfo del equipamiento de un mundo sometido a los mandatos de una ciencia tecnificada” (comandada por la cibernética). “Final de la filosofía significa: comienzo de la civilización mundial”, en cuanto ésta significa “la puesta en explotación científica de todos los sectores del ente” (sin excluir nunca el riesgo de su destrucción repentina, no olvidar que mientras Heidegger pensaba esto esos años circulaba el temor y/o deseo sublimado de que se haga saltar el planeta con las novedades explosivas nucleares). Y luego se pregunta: una vez llegados a este punto, ¿qué le queda a la filosofía por pensar?
La respuesta es una sospecha: “La efectividad prueba que la racionalización técnico científica es acertada. Pero la aparición de lo que (verdaderamente) es, ¿se agota en lo demostrable?”. Y a continuación Heidegger se embarca en una disquisición poético- etimológica que no se puede comentar por falta de espacio, pero que en definitiva arriba a una consideración del destino humano casi en términos religiosos: “Piénsase aquí en la posibilidad de que la civilización mundial, que no ha hecho más que comenzar, deje atrás un día la configuración cuyo signo técnico, científico e industrial lleva, como la única medida de una estancia del hombre en el mundo –que la deje atrás no, desde luego–, partiendo de sí mismo y con sus propias fuerzas, sino a partir de la disponibilidad de los hombres para un destino para el cual no deja de llegar a nosotros, los hombres, en el corazón de una partida no detenida aún, y se la oiga o no se la oiga, una llamada”.
Pero, ¿y si fuera al revés, si fuera precisamente la aventura racional-científica la que lleve a la civilización (que, lejos de ser mundial, ya sería galáctica), a escuchar eso que denomina “una llamada”? Puesto que haber asomado las narices al espacio cósmico equivale al primer balbuceo de un bebé, ¿por qué no pensar que cuando se den realmente los primeros pasos asome algo verdaderamente nuevo? En ese caso el sol, en vez de calentar en la adecuación tranquila de la estancia humana del hombre en el planeta, el sol, o su fulgor, como reza el poema de Cerruto, depararía una sorpresa enigmática.
Se me dirá que es al contrario, que el sol ahora no solo brilla sino que amenaza con quemar hasta la desolación a la humanidad, como ha descrito Baudelaire en su versión del mito de Ícaro: “Los amantes de las putas/son felices en su hartazgo/Yo, de estrechar las nubes,/tengo los brazos quebrados./A causa de astros insólitos/que al fondo del cielo fulgen/ tienen mis quemados ojos/solo un recuerdo de soles./Quise, en vano, del espacio/el medio y el fin hallar/Bajo miradas de fuego/mis alas se derritieron./Y por lo bello incendiado/ nunca alcanzaré el honor/de dar mi nombre al abismo/que me servirá de tumba”. Pero éste es un riesgo que eventualmente debería evitarse, como ocurrió con la exploración del átomo.
Fuente: Letra Siete