Dietario voluble, de Enrique Vila-Matas y Vila-Matas portátil / Un escritor ante la crítica, de Margarita Heredia (ed.)
por Christopher Domínguez Michael
El sitio privilegiado que Enrique Vila-Matas ocupa en la narrativa mundial se debe, en no poca medida, a su presencia como el postulante de un canon.
Ningún otro escritor contemporáneo, al menos en español, ha resultado tan fértil en ese sentido, lo cual es más sorprendente por ser consecuencia de un carácter novelesco y no de una intención apologética. Vila-Matas le ha dado orden y concierto a una literatura que ya estaba en las librerías, como lo estaban, en 1940, los libros de Wells y de Chesterton que reseñaba Borges. Ha sabido ser Vila-Matas, además, un hombre culto, en el sentido que Julio Ramón Ribeyro, una de sus fuentes de inspiración, le daba a esta expresión en literatura: dominar lo diverso y hacer inteligible el caos que agobia a la mente creativa.
Al otorgarle voz y voto a sus lectores, Vila-Matas nos ha reclutado, en la buena compañía de sus héroes literarios, para su causa, desde Historia abreviada de la literatura portátil (1985) hasta Dietario voluble. No es breve la lista de entusiasmos y de mimetismos que reúne, compagina y contrasta. A saber: ha divulgado a Kafka, pero menos al de Deleuze y Guattari (con aquella mala lectura de lo que el praguense entendía por literatura menor) que al de Canetti, es decir, al Kafka de sus mujeres, el divulgado en los años setenta con sus correspondencias íntimas, el escritor privado cuyas cartas leían las desdichadas Felice y Milena. Además de darle mantenimiento a los clásicos de Borges (a Melville y su Bartleby), el escritor catalán ha acompañado los éxitos de librería de Robert Walser (a quien sacó del invernadero de las solapas y lo convirtió, gracias a Doctor Pasavento, en un santo laico), de Georges Perec (uno de los autores que ha decidido doblar, duplicar), de Fernando Pessoa (¿no exige lo vilamatasiano, por principio, que se multipliquen, como los peces, los heterónimos?) y de Witold Gombrowicz, el noble polaco (y verdadero escritor argentino) que pide a gritos regresar a la sombra refrescante que da cierto olvido.
Vila-Matas, también, le ha ofrecido una segunda vida a algunos de los franceses de los años veinte (Paul Morand, Emmanuel Bove, Valery Larbaud, más como narrador que como curador de la lectura), convirtió a Marguerite Duras en una dulce heroína incidental (en París no se acaba nunca, 2003) y ha obrado el milagro (gracias, otra vez, a Doctor Pasavento, 2005) de devolver a Maurice Blanchot a ese mundo de la literatura del cual nunca debimos dejar que se escapara. Ha extendido su dominio a Rulfo, a Felisberto, a Macedonio… Para Vila-Matas, como para muy pocos escritores españoles, la literatura corre universalmente, de este a oeste, sin otro mandato que esa “identificación y asimilación”, no sólo con los grandes europeos, como dice Juan Antonio Masoliver Ródenas, sino con los maestros modernos de América Latina.
Como corresponde al modo de nuestros tiempos, Vila-Matas es rápido, rapidísimo. No me extraña que se meta a la red con la misma apetencia con la cual Kafka se iba al cine en Praga. O que, cuando algunos no acabábamos de descubrir a W.G. Sebald, ya lo encontrásemos como personaje suyo. Finalmente, Vila-Matas ha tomado decisiones cuya elegancia literaria le ha sido muy benéfica, como la de formarse lealmente entre los admiradores devotos de Roberto Bolaño (que probablemente haya sido un discípulo suyo) o respetar el libre tránsito de Javier Marías hacia el vecino Reino de Redonda.
Que esta empresa de reconocimiento no provenga de una revista literaria ni del cenáculo de una generación ni de esta o aquella universidad y sus predicaciones teóricas, es la originalidad de Vila-Matas. Se trata de una escuela del gusto que sigue brotando de una obra literaria nutrida del cuento, de la novela, del diario íntimo, del ensayo, del artículo periodístico y de la cita literal traicionada por el escoliasta pero que, pese a las galanterías ocasionales dedicadas más a la vanguardia que al posmodernismo, nace del empeño de un autor tradicional que no desaparece ni se oculta ni deja de escribir aunque a veces escriba, fatalmente, de más.
Escritor canónico y hombre representativo del cambio de siglo, a Vila-Matas (que ya cumplió sesenta años) se le puede halagar diciéndole que no es tanto el autor de una obra como el padre de una literatura, viejo y hermoso elogio. Yo preferiría consignar el asombro que me causa su fertilidad en apariencia inagotable y la manera en que ha esquivado los peligros de profesar un amor monomaníaco por una familia de seres –hijos sin hijos, shandys, bartlebys y compañía– que ya pertenecen a la comunidad de sus lectores.
Habiendo leído Hijos sin hijos (1993), Lejos de Veracruz (1995) y Bartleby y compañía (2000), yo pensaba que Vila-Matas era un cuentista felizmente extraviado en la novela, que la forma novelesca propiamente dicha se le resistía. Con El mal de Montano (2002) y, sobre todo, con Doctor Pasavento, ya no puedo sostener lo mismo: ha domeñado las irregularidades sintácticas de su estilo, borrado la huella de los momentos de hastío y perfeccionado la trama que, contra sus declaraciones antirrealistas, necesita mucho más de lo que pudiera confesar. Exploradores del abismo (2007) es un libro de cuentos cuya relativa medianía, proyectada contra Doctor Pasavento, explica cómo este admirador de los escritores irregulares ha dominado la novela, quedando pendiente de resolverse la duda formulada recientemente por Rodrigo Fresán (Letras Libres, octubre de 2007) sobre si Vila-Matas puede o no puede cambiar.
Vila-Matas portátil / Un escritor ante la crítica motiva una doble convicción: la de estar ante un escritor excepcional y ante un capítulo de la historia literaria contemporánea, dos cosas que no siempre van de la mano.
Guiado por la selección realizada por Margarita Heredia, confirmo que el triunfo de Vila-Matas es, en buena medida, un acto de afirmación generacional en ambas orillas del Atlántico. Durante veinte años, en América Latina (Álvaro Enrigue, Fresán, Alan Pauls, Juan Villoro, Bolaño, Roberto Brodsky) y en España (Mercedes Monmany, Masoliver Ródenas, Ignacio Echevarría, José María Pozuelo Yvancos) hemos sido los críticos y los escritores nacidos en la segunda mitad del siglo XX quienes hemos respaldado a Vila-Matas, un autor que entusiasma menos cuando se trata de lectores mayores, excepción hecha de Sergio Pitol y Antonio Tabucchi, y de Maurice Nadeau, excepción que da qué pensar pues el crítico y editor surrealista ha reseñado con entusiasmo Doctor Pasavento a sus 95 años.
La sanción obtenida por Vila-Matas es, con todo, más latina (mexicana y argentina, española, francesa, italiana, portuguesa) que anglosajona, más propia de lo que alguna vez fue la rive gauche que de las tareas de las universidades inficionadas por el mal francés, si a los artículos y ensayos recogidos en Vila-Matas portátil nos atenemos. Vila-Matas, dice Villoro (el más lúcido de sus lectores mexicanos), se ha dedicado a los autores que dejan de escribir y a los enfermos de literatura, convencido de que sólo lo portátil, la gesta del libro de bolsillo, puede competir con el mito de la biblioteca. Villoro lo retrata leyendo en la iluminada ventana en fuga de un tren que atraviesa la noche. Quien empezó por ser un autor de culto se transformó en un éxito de librería y alcanzó casi todos los premios literarios del orbe sin ver mermado su capital en el desprestigio mediático, logrando, como bien dice Masoliver Ródenas (el más dedicado de sus lectores peninsulares), conservar la trascendencia de la literatura sin trucarla en solemnidad.
Esa hipersensibilidad es la pantalla sobre la cual está escrito Dietario voluble, donde aparece un Vila-Matas más belicoso, insistente en la refutación de los críticos que han echado en falta, de sus libros, nada menos que la vida tal cual la entienden los realistas, como el mundo de las vísceras. Aparece, en ese humor sanguíneo, un diarista preocupado por la política española, un erudito en las andanzas de Tricky Dick –el presidente Nixon– o un intelectual que se niega a profetizar sobre la muerte del libro, como se declara incapaz de saber cuál será el próximo resultado de su equipo de fútbol. Al repertorio se suman Boswell y Pavese, Godard, Kaurismäki y Ganivet (por ser ambos ingenios finlandeses), Erasmo de Rotterdam y Savater de San Sebastián, a quienes, dado el modo de composición vilamatasiano, probablemente nos volveremos a encontrar en un cuento, en una novela.
En Dietario voluble, como se supone que lo hacen los criminales, Vila-Matas regresa al lugar del crimen, a la obra citada y a la cita que relee y reescribe una y mil veces, hasta que la cita se convierte, imprudente, en obra suya. Nos recuerda Daniel Sada, en Vila-Matas portátil, que “en la literatura no hay nada nuevo, salvo lo que se ha olvidado”, por lo cual, creo, el diario literario, que rara vez es del todo íntimo, se nutre de esa inextinguible zona del olvido, continente que se va ensanchando, paradójicamente, en la medida en que leemos más. Ese es el sentido de un dietario como el de Vila-Matas.
Por su factura –artículos presentados en forma de diario– Dietario voluble facilita un recorrido por la cocina literaria de una primera persona que, por su maleabilidad, da al lector la impresión, a veces falsa, de entregar toda la información posible sobre el autor. Pauls, hablando sobre Doctor Pasavento en un ensayo recogido en Vila-Matas portátil, explica cómo en el narrador de Barcelona la primera persona no es él yo sino su némesis o su antídoto. Por ello, en Dietario voluble aparece un escritor profesional que, en posesión de todas sus manías, ya no reconoce, en una librería de Saint-Germain-des-Prés, a quienes algún día fueron sus personajes, pues estos, enfebrecidos por una segunda naturaleza, aspiran a una nueva vida, como el propio Vila-Matas, a quien un percance de salud, en 2006, lo colocó en un derrotero de autoconocimiento cuyas consecuencias literarias me parecen aun impredecibles. No en balde, en esa indecisión, presenta, pierremenardianamente, ese episodio de hospitalización como cuento en Exploradores del abismo y como fragmento de vida en Dietario voluble. En este último libro Vila-Matas da noticia, citando a Julien Gracq, del gasto vital que cuesta una obra como la suya, que no es, como creerían algunos, solamente una forma en extremo simpática de literatura sobre la literatura.
Al describir a los hikikomori, los solteros parásitos catalogados en Japón como esos seres que vegetan durante eternidades en casa de sus padres atados a la computadora y a la televisión, Vila-Matas acaba por darle al Dietario voluble esa consistencia vital que no puede dejarme indiferente. Regresando del tiempo cerrado por Doctor Pasavento, el tiempo de la gran novela, Vila-Matas asume en Dietario voluble que su obra es parásita de su obra y que ello puede ser visto, por algunos lectores, como una forma de trascendencia, y por otros, como una afectación, un exhibicionismo. Este último resquemor tiene su razón de ser: no había habido entre nosotros, desde Ramón Gómez de la Serna, un escritor cuya individualidad sea tan proteica y a la vez, cosa curiosa, tan mimética como Enrique Vila-Matas.
Fuente: Letras Libres (septiembre 2008)