12/24/2014 por Marcelo Paz Soldan
Sobre "Abracadabra Escritos para cronopios" de Eduardo Scott-Moreno

Sobre "Abracadabra Escritos para cronopios" de Eduardo Scott-Moreno

Abracadabra

Sobre “Abracadabra Escritos para cronopios” de Eduardo Scott-Moreno
Por: María Teresa Lema Garrett

(Texto leido en Archivo y Biblioteca Nacionales de Bolivia, jueves 3 de noviembre de 2011.)
Como cualquier lector que ha crecido – como lector – interrogando a las palabras, sabedor que ellas encierran, atesoran y luego entregan sus significados a quien las lee con suficiente atención, suelo empezar mis lecturas por los títulos. Desde ya, antes que las palabras mismas, la portada del libro de Eduardo Scott -Moreno que hoy presentamos al público de Sucre, retuvo mi atención en varios aspectos:
No se trata solamente de la cuidada edición de Gente Común, ya conocida: negro sobre blanco, algo de rojo, el título muy claro, el autor también y una ilustración que en este caso es el bellísimo cuadro de Gustav Klimt, El Beso, lleno de pasión, intimidad y misterio… sino del mismo título de la obra: Abracadabra… patas de cabra! completábamos de niños, sin saber el poder mágico de esta mágica fórmula destinada a acompañar los actos sobrenaturales, es decir a hacer comparecer ante nosotros, simples mortales, o el mundo oculto que sólo algunos iniciados recorren. Palabra anunciadora del acto de creación, también, ya que el escritor hace surgir de las cuantas miles de palabras que ha escrito, que están apretadamente juntas en este volumen físico de papel y cartulina, los mundos extensos de su imaginación, de sus visiones, sus sueños y sus demonios. Abracadabra, y todo aquello surge, con lugares, personajes, iluminación, reflexiones, recuerdos, paisajes, debates… Acto de magia, ciertamente, es la lectura, cada vez renovado y diferente, descubrimiento repetido y deslumbrante, comparable a las flores japonesas que seducían a Proust, vulgares papeluchos que al ser sumergidos en el agua despliegan formas y colores inesperados y maravillosos. Abracadabra y el mundo se ordena diferentemente, por obra y decisión del autor… Sin embargo, esta expresión que inicialmente parecía algo lúdica, al hacer aparecer y desaparecer las cosas, suscita al transcurrir la lectura una vaga inquietud, pues los mundos creados nos llegan marcados de sospechas, más aún cuando es el mundo cotidiano el que se descascara, dejando ver por debajo abismos y negruras. Pero Abracadabra es también, cabalísticamente hablando, un conjuro, una invocación que pide que alguna divinidad intervenga, que el mal pueda ser ahuyentado.
Casi lo mismo pasa con el subtítulo, que me encantó a primera vista, cortazariana como soy desde mi más lejana juventud. Escritos para cronopios, dice. ¿Qué son, quiénes son los cronopios? Es un honor para cualquiera ser considerado cronopio, “grandísimo cronopio”, decía Julio Cortázar a quienes más admiraba por su capacidad de percibir / de crear / lo inesperado, lo fuera de lo común, lo fantástico del universo. Cronopio tiene también algo de ingenuo, al ser irremediablemente optimista aún en las situaciones menos seguras. En enemistad fatal con las famas y las esperanzas (seres rutinarios, cobardes y previsibles), los cronopios en cambio saben que el mundo no es lo que parece, y que siempre hay algo más, que no se acaba aquí la historia. Al avanzar en la lectura de estos “escritos”, los cronopios, un tanto expectantes y temerosos, siguen volteando una página tras otra, con fascinación y a veces algo de horror.
Así se leen estos escritos, fascinantes ciertamente. Noten que no son cuentos, o no solamente cuentos, ya que los textos toman formas diversas: advocación, recuerdo, confesión, manifiesto, diálogo teatral (casi), reportaje histórico, oración … para terminar en el último título, anulando todo lo anterior: silencio. Al decir “escritos”, y no textos, no cuentos, el autor deja ver también el trabajo de escritura que da mágicamente cuerpo al mundo que está en su mente.
Verán que aún no empieza la lectura y ya hay mucho que decir. Antes de comentar brevemente este volumen que Eduardo Scott-Moreno publicó el año pasado, permítanme una observación acerca de los títulos de tres de sus anteriores libros de cuentos: El círculo de los iniciados, Con los ojos abiertos y El despertar de la Medusa. Todos estos títulos perfilan el universo al que nos jala Scott: lucidez, conocimiento, descubrimiento, claves. Nada se deja al azar – como diría alguno de sus personajes. Por cierto, Eduardo Scott-Moreno ha ganado dos veces el Premio Nacional de Novela Alfaguara. Debió algún Jurado fijarse también en sus cuentos, que al ser “concentrados” tienen que ser completos, redondos, sin nada que sobre o falte, textos trabajados intensa y cuidadosamente por el escritor, orfebre que talla diamantes.
El libro consta de siete textos. Empieza con el cuento que da nombre al libro: Abracadabra. Lo que sale de la chistera del prestidigitador es un espíritu delicado, no podríamos decirle fantasma a una figura tan pura, tan delineada como es “ella”. “Estaba vestida toda de blanco, como acostumbraba… pude ver sus ojos fijos en mí, que me interrogaban desde la lejanía que le otorgaba esa presencia de divinidad pagana.” No les contaré la historia, pero sepan que se desarrolla en Sucre, en un caserón cercano a la catedral, antiguo y extenso, propicio a la presencia de ánimas, de nostalgias y de culpas. Dice el narrador: “La espero nuevamente y mi ansiedad crece entre cada espera, pero crece, también, incesante y corrosivo, este laberinto de cenizas y olvidos en el que a cada momento me pierdo sin esperanza.” Laberinto, cenizas, olvidos… más adelante hablaré de sus insomnios “en los que figuro mares transparentes de inmensas profundidades, sin orillas ni contornos…” Está dado el tono, y estas sensaciones se encuentran idénticas en el último relato, El silencio del viento, con los mismos elementos, equiparando el viejo y tradicional caserón de Sucre y aquella cabaña en el fin de la tierra, perdida en un páramo frente al mar. Todo el universo es igual, indefinido e incierto.
Volviendo a Abracadabra, ya en este cuento se ven elementos que estarán presentes en el resto del libro: el encuentro inicial con la mujer parece fortuito, pero no lo es. Todo estaba ya previsto y “ella sabe”. EL DESTINO. Siempre hay alguien que sabe más, que observa y es testigo. NO ESTAMOS SOLOS. Otra sospecha es la locura, el sin sentido, el horror de lo IRRACIONAL. Abracadabra y quizás aparezcan, también, los espíritus de aquellos que ya están instalados en el caserón, susurrando en las corrientes de aire de los interminables corredores…
Maestro en el arte de suscitar sensaciones precisas ligadas a la descripción de ambientes, Eduardo Scott nos lleva a través de estas páginas a inverosímiles cuartos llenos de antiguos muebles cubiertos de sábanas blancas, apariencias ocultas, o de sobrenaturales neblinas que oscurecen la percepción de la realidad, dejando paso tan sólo a la conciencia o pérdida de conciencia de los personajes.
Encontraremos por ejemplo este tipo de ambientes, que destiñen en lo que siente el personaje, o en lo que es, en el cuento “El nahual de la plaza”. El personaje central de este escalofriante relato describe su casa de oscuros cuartos y paredes en ruinas, donde hasta los paisajes de los cuadros se van diluyendo. “Ahí adentro puedo hacer lo que quiero, interrogarme a mí mismo o a los otros muchos que viven conmigo y que no cesan de insinuarse; cerrar los ojos y sentir esa sensación inasible pero constante de que algo transcurre en mi interior y que no soy yo el que está ahí, sino alguien más que calla y mira desde adentro.”
Pero así como edificaciones ocupadas por espíritus volátiles pero persistentes sirven de marco a destinos de soledad y muerte, también se describen en este libro amplios paisajes en que la naturaleza misma es la que propicia el destino de los personajes. Es el caso de “La balsa de la Medusa”, exigua embarcación que sortea tormentas, vientos así como momentos de calma, perdida en la inmensidad del mar, o de la “Oración de Teoponte” en que los jóvenes guerrilleros se pierden en los laberintos del monte: “Y así era que el enigma de la selva nos hablaba con tanto cuchicheo secreto, con el vocabulario de la magia que resonaba bajo los campanarios de esas catedrales de doseles cambiantes, animados de trinos y de gritos, de voces sin fin”. El premio de ambientación se lo lleva sin duda el último cuento, “El silencio del viento”, en que la naturaleza se constituye en un elemento vivo, material, que ocupa literalmente el espacio y participa en calidad de personaje en la vida y la muerte de los hombres. Es particularmente impresionante la descripción de la neblina que se avanza desde el horizonte bajo las atónitas miradas de los ocupantes de la única casa: “La niebla, impulsada por los ventarrones que confluían en el mar (…) trepaba ya por la arena, difuminando primero la cresta de las olas y ocultándolas completamente luego; escondía los pajonales, ocupaba todo espacio haciendo que la visión de las cosas desapareciese bajo su manto.”
En estos escenarios se enmarcan pues estas historias, estos textos cuyos temas son tan variados como inesperados y por los que transitan personajes que, como solía decir don Jorge Suárez, gran conocedor de los hilos que arman un buen texto, tienen cuerpo y tienen voz. A Eduardo Scott le salen bien los retratos, más definidos quizás en los cuentos que en las novelas: inolvidables mujeres, bellísimas, únicas, casi irreales, de nombres llamativos: Ifigenia, Irene e Indira, y está también Adriana, que ocupa todo el cuento Manifiesto de Adriana, jovencita infinitamente lúcida y segura de sí misma, que reenvía a la misma Adriana del trío de la novela “He de morir de cosas así”. En cuanto a los hombres, la galería de retratos es vasta, y si bien son todos diferentes, algo les une, como ecos o remembranzas comunes. Si de personajes hablamos, La balsa de la Medusa es sin duda el texto mejor logrado, pues pone en escena a personajes prisioneros de una balsa luego de un naufragio. No tienen más remedio que permanecer juntos, intercambiando opiniones, reproches, críticas, consuelos y desesperanzas, cada personaje juzgando la situación desde su personalidad. Este tipo de microcosmos – que reproducen de alguna manera a la sociedad, mezcla de personas ajenas unas a otras, reunidas por casualidad – o por fatalidad? – en el mismo sitio en el mismo momento – no son extraños en cuentos o novelas, siendo quizás el más conocido y extremo el texto dramático de Jean Paul Sartre: A puertas cerradas, que contiene una de las frases más pesimistas de la literatura: ”El infierno, son los otros”. Imposibilidad de vivir juntos, pero no de morir juntos, como lo vemos también en “El silencio del viento”, en que siete escritores se encuentran reunidos en una casa en los confines del mundo, supuestamente para producir cada uno un cuento, durante una semana, pero que en realidad deben enfrentar juntos el inhóspito entorno, el aislamiento total y la cohabitación de unos con otros. Como en la vida.
Ya se van perfilando los temas y los hilos de estas narraciones, que tienen en común un tratamiento sin par del lenguaje y sus recursos expresivos. Eduardo Scott es cuidadoso en extremo en la elección de cada vocablo, de cada uno de los adjetivos que ayudan a completar las descripciones, de las referencias a otros textos y otras culturas. Es su estilo, inconfundible ahora, después de cinco libros publicados y, lo que poca cosa no es, leídos.
No puedo en esta presentación extenderme en el análisis de cada uno de estos “escritos” pero quiero comentarles aún, brevemente, el eje del libro, que es finalmente el tema de la muerte, acompañado, cómo no, por sus inevitables connotaciones: el destino escrito de antemano, la presencia divina, la impotencia y la ignorancia del hombre. Temas existenciales, revestidos de mística, que sucesivamente toman diversas formas según los relatos:
Asesinato confesado, pero lleno de irrealidad en el relato inicial, Abracadabra. Muerte asistida, en El dios de la buena muerte, en que un médico prestigioso, bajo el secreto de la confesión, relata los centenares de casos de muerte que ha facilitado a pacientes del hospital en el que trabaja, tomando el lugar de Dios.
Tenebrosos asesinatos rituales, ofrecidos a los dioses o a la Pachamama para evitar desastres que acaben con la humanidad, en El nahual de la plaza.
Suicidios, asesinatos por el bien común, accidentes, ocurren en la balsa pérdida en medio del mar.
Represión, injusticia, violencia política y muerte son elementos de Los idus de febrero, en alusión a sucesos reales ocurridos en La Paz.
Muerte conscientemente ofrecida, inmolación del grupo de jóvenes que desaparecen en la selva y se borran del mundo, en Teoponte – otro hecho histórico reinterpretado desde un texto que empieza así: “¡Madre, no nos fuimos a matar sino a morir!”
Inexplicables muertes en el último relato, que fácilmente se puede interpretar como un compendio de todos los demás, acompañadas del terror que causan la presencia tremenda de las olas, del viento, de la niebla, la soledad única de ese desierto en que se encuentran, prefiguración de lo que es la vida o quizás también la Muerte. Al estilo de Borges – cuyos tópicos se encuentran a cada vuelta de página, como en esta cita: “Sin embargo, sé que la disposición de todo lo que existe aquí no es casual, obedece a un orden que quiero comprender, aunque intuyo tal labor imposible”, el sueño circular asemeja la muerte – o la vida sin salida.
Quizás el único relato que se sale de esta línea sea el Manifiesto de Adriana, largo cuento filosófico que es un llamado a hacer uso del libre albedrío, un himno a la vida y al placer. Aún así, el marco en que se desarrolla la acción es una representación de La casa de Bernarda Alba, de García Lorca: presencia simultánea una vez más del amor, el destino y la muerte.
Otros motivos recorren, recurrentes, estas páginas que merecen, lo repito, una lectura más atenta y más profunda que este sobrevuelo que les entrego:
La relación entre la vida y el arte, ¿cuál imita a cuál?,
El extraño mimetismo entre el paisaje y los estados de ánimos,
Las ausencias y los vacíos repentinos,
La fatalidad, sobre todo, que nos une de pronto a tradiciones antiguas de civilizaciones lejanas y próximas, creencias religiosas, mitos, esoterismo, presencia permanente de Dios y del diablo, del bien y del mal
La literatura, el relato, la escritura que no siempre se da en palabras, sino a veces en la disposición de las estrellas (en las rayas del tigre, diría Borges) o en las de los naipes del Tarot. La lectura también, y el lenguaje, como en el Manifiesto de Adriana, que expresa una reflexión contradictoria, que va y viene de la urgencia de vivir, de la necesidad de inmediatez sensorial, al imprescindible manejo del lenguaje, instrumento del pensamiento.
Transversalmente, se destila la inquietud primordial, la de los cambios mínimos que experimentamos en nuestro entorno, pruebas tangibles de que otra realidad está ahí, detrás de la que vemos, dimensión ignota que por momentos entrevemos, como al otro lado del espejo, o por la brecha ínfima que instala la duda – a la manera de Cortázar.
Así es como Eduardo Scott-Moreno construye hoja por hoja, tramo por tramo, el camino entre la literatura y la vida. Uno de sus personajes dice – pero leí que Eduardo lo mencionó también en una entrevista – “escribir es la labor más solitaria del mundo”. Así ha de ser, por la necesidad de sumergirse en sí mismo, de leer muchísimo y tender puentes a otros mundos, de comprender lo que mueve a las personas, los hilos subyacentes que justifican nuestras acciones: ilusiones, deseos, esperanzas y desesperanzas. Y sobre todo, porque en la soledad se escribe, trazando palabras que nos convencen, nos hechizan y nos atraen al mundo que crean.
En la presentación que hizo de este mismo libro Ramón Rocha Monroy, en Cochabamba, decía que Scott “no es un ser deshabitado sino una multitud de personas”. Son esas personas las que habitan este libro, y, por la magia de la lectura – ¡Abracadabra! – “habitan también en nosotros* ”.
*Alusión, leve, al título del libro “Esa palabra que habita en nosotros”, de Magaly Arandia de Jordán.
Fuente: Ecdótica