Siete casas vacías
Por: Iván Gutiérrez M.
Siete casas vacías es el libro de cuentos de la escritora argentina Samanta Schweblin, que fue recientemente lanzado en Bolivia por Editorial Nuevo Milenio. Siete cuentos que alimentan al lector de una escritura potente, intensa y precisa. Cada personaje, cada situación, cada contexto es desarrollado y se expande con el agudo filo de un bisturí de cirujano.
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-NOS PERDIMOS- dice mi madre.
Frena y se inclina sobre el volante. Sus dedos finos y viejos se agarran al plástico con fuerza. Estamos a más de media hora de casa, en uno de los barrios residenciales que más nos gusta. Hay caserones hermosos y amplios, pero las calles son de tierra y están embarradas porque estuvo lloviendo toda la noche (Nada de todo esto).
Schweblin arranca el libro con la apertura de diálogo y el párrafo citado. Podríamos pensar que es una casualidad; pero por la fuerza de la arquitectura de cada cuento, me parece imposible dejar esta forma de inicio como algo casual. El universo de Siete casa vacías, interpela directamente al lector con la afirmación de que el extravío será una constante en cada constelación del libro. Pero a la vez a través del párrafo nos hace saber que a pesar de toda la confusión y angustia de haber perdido el camino siempre aparecerá algo bello que observar o, mejor dicho, contemplar.
Una virtud del libro me animo a decir es justamente el desenvolvimiento de las acciones que exigen disponerse a una mirada o, mejor, a una contemplación. Lo que estamos viendo en el proceso de la narración es incómodo, delirante, en muchos casos angustiante. Pero a la vez es irremediablemente bello. Hay algo de adictivo en observar la locura. Cada cuento obliga a que sintonices con la adicción de ver el desequilibrado temperamento de personajes angustiados, confundidos y ampliamente queribles, abrazables.
Cuando por primera vez entré a un laboratorio en épocas de colegio, recuerdo que me sentí paralizado cuando me di de frente con una repisa cargada de muchos insectarios, que contenían una serie de bichos de estructuras altamente extrañas y desconocidas; me producían un escalofrío en el cuerpo, haciendo que mi piel se erice, produciéndome un asqueroso vomitivo cosquilleo en el paladar. Esta sensación de repulsión se mezclaba con una metálica curiosidad por tratar de descifrar las circunstancias por las cuales cada uno de esos bichos fue capturado hasta terminar expuesto en el salón de clases. Me perturbaba a pesar de la naturaleza sólida e inerte, la presencia de los insectos; los posibles sonidos, las texturas y las impresiones que hubiesen generado, si alguno de ellos tendría de alguna forma algún tipo de contacto conmigo. Entre todas las sensaciones bipolares que tejían esos pedazos rectangulares de plastoformo, sosteniendo con agujas delicadamente incrustadas en caparazones o superficies gelatinosas. Existía una fascinación por observarlos. Me era imposible ignorarlos por completo, aunque poco a poco me fui acostumbrando algo a ellos, no dejaron de causarme esa sensación de pánico y fascinación. Incluso recuerdo que había días que sentía el deseo de observarlos, aunque no tuviese esa clase.
Siete casa vacías genera exactamente la misma sensación, porque nos adentramos a historias de seres dañados, a veces patéticamente vinculados a una serie de malas decisiones. En las que como lectores nos vemos obligados a compartir el testimonio de vidas dañadas, abandonadas. Cada cuento es un insectario de la repisa del laboratorio. Aparentemente sólo hay una sensación inerte y sólida en cada relato; pero también hay un juego muy bien equilibrado por la fascinación de saber más de aquellas criaturas que Schweblin ha petrificado con la aguja de su escritura.
Por eso el poder de mirar y a la vez sentirse observado a media que vas recorriendo cada cuento es inquietante; por qué es latente la pregunta ¿hasta qué punto estás dispuesto a aguantar? La narración del libro es como una constante prueba a la capacidad de resistencia y aguante de observación a las criaturas. A veces llega a ser tan desesperante como aquellos días que no me tocaba laboratorio e intentaba ver el fascinante horror de esos seres que a pesar de su minúsculo tamaño, compartían también conmigo el mundo y solamente sabía de su monstruosa existencia a partir de esos retazos de mártires bichos.
Le hablaban como si fuera estúpida porque ninguno de los dos era lo suficientemente hombre para decirle que se estaba muriendo. Sabía que eso no era cierto –eso de que se estaba muriendo–, pero a veces le gustaba fantasear con esa idea (La respiración cavernaria).
–Cuando mi tía murió mi madre estuvo años embalando sus cosas. No se puede dejar todo en manos de los demás.
Él miró hacia la huerta y ella pensó que él podría no tener mucho más que eso y tuvo miedo de haberlo lastimado. Era posible que un hombre como él no tuviera suficientes cosas para llenar una caja (La respiración cavernaria).
Schweblin escribe historias de casas vacías y esas son las más relevantes, porque al terminar el libro, nos enfrentamos a la certeza de que la estructura arquitectónica de esas casas, de a poco ha reemplazado todo el material de construcción por huesos, tejidos, músculos, órganos, piel y rostros. El tejido de la narradora en cada oración va descifrando las heridas que a pasos pequeños van conformando vidas grandes, a veces dolorosamente grandes. Siete casas vacías es el paseo por siete cuentos donde recorremos las ruinas y los sobrevivientes de deseos inconclusos, o peor aún de deseos punzantes, peligrosos. Lo que hace que el desear siempre este en el límite del vértigo del abismo.
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[…] Él me miró, yo lo miré. Cuando mamá vio la bombacha negra gritó “hijo de puta, hijo de puta”, y papá se tiró sobre él y trató de pegarle. Los guardias intentaron separarlos. Yo busqué el papel en mi jumper, me lo puse en la boca y, mientras me lo tragaba, repetí en silencio su nombre, varias veces, para no olvidármelo nunca (Un hombre sin suerte).
Leer a Samanta Schweblin es una experiencia de asfixia, de belleza y antes que todo de observar la vitalidad lacerante de contarnos algo.
Fuente: Ecdótica