Sergio Suárez Figueroa y su oculta obra poética
Por: Alan Castro Riveros
La poesía de Sergio Suárez Figueroa anda oculta en los recovecos de la ciudad de La Paz. Sus libros de poesía, desperdigados entre amigos y amigos de los amigos, circulan casi secretamente, relampagueando en la imagen incompleta de los consagrados.
Aunque sus obras de teatro fueron recibidas con algo más de entusiasmo, el escasísimo trato crítico que recibió su obra en general es inquietante. Especulando en torno a esta inadvertencia concurren dos explicaciones: 1) la oscura nacionalidad del poeta; 2) la forma de sus poemas, que fluctúan entre la narración, el ensayo reflexivo y el oráculo.
Si bien es más seguro que Sergio Suárez Figueroa haya nacido a orillas del Río de la Plata, no es posible desoír su repetida afirmación de ser boliviano ni olvidar el carnet de identidad que su amigo Jaime Saenz consiguió tramitar a punta de tejemanejes para legalizar su nacionalidad, inscribiendo a Santa Cruz de la Sierra como su ciudad de origen.
Por otro lado, su escritura poética parece no tener antecedentes en nuestras letras y, si los tiene, no se han visto como destellos sucesivos de una tradición a seguir.
Las historias de donde bebe su poesía -cargada de divinidades antiguas, ciudades perdidas y un aire de leyenda- llevan la huella de nuestro modernismo, pero clavan sus raíces en la experiencia íntima de un presente desde donde la ciudad, tenazmente extraña, exige ser habitada para tentar su fugaz misterio.
La crítica pudo haber tomado tal hilo para rastrear la imaginería y la tradición escritural de este poeta, pero venció el resguardo ante lo ignoto. El carácter narrativo, ensayístico y oracular de su poesía parece haber sido también un rasgo confuso a la hora de definir el género donde inscribir la obra de Sergio Suárez Figueroa.
En todo caso, ambos resguardos coinciden en cierto desconcierto respecto al origen de su poesía. Mientras una conjetura se fundamenta en el indefinido origen físico del poeta, la otra encuentra la imprecisión en la forma en la que ha llegado su escritura.
Tal enigma obra un enlace entre el espacio natal orgánico (de gestación y alumbramiento) y el lugar de su escritura dentro del cánon literario (de creación y divulgación).
No es descabellado decir que la larga desatención a la poesía de Sergio Suárez Figueroa tiene que ver con la dificultad de incluirlo en un conjunto que lo comprenda -dando fe de su estancia en la tierra-, y el problema de descubrir en su voz aislada aunque sea un reflejo de aquello que lo une a las fuerzas de nuestra lengua y, por tanto, al ojo que abre el compartimiento de una sensibilidad.
Sin embargo, la nebulosidad de su procedencia ha trazado una distancia que, paradójicamente, ilumina y limpia nuestro acercamiento a su poesía. La dificultad de hallar sus libros, el exiguo eco de su nombre, el desconocimiento de su año de nacimiento, la inédita imaginería que trama su poesía, no hacen más que señalar a un extraño, una aparición fuera de lugar (siempre desde y hacia otro lugar) y de tiempo (un tiempo puntual sin continuación ni antecedente) que, por su carácter inasible, conviene explorar desde el detalle interior hacia los tentáculos de su superficie.
Memoria de una vida
Si bien la biografía de Sergio Suárez Figueroa resalta más por lo que oculta que por lo que revela, su presencia como personaje en importantes obras literarias perfila ese misterio como un cuerpo de niebla amorosamente tallado.
El más conocido de estos perfiles está en Vidas y muertes (1986), donde Jaime Saenz esboza la personalidad de este poeta a partir del recuerdo de los desconcertantes vaivenes que el propio Saenz transitó para dar con el cuerpo de su amigo recientemente fallecido un martes de carnaval. Allí nos enteramos de que ambos poetas se conocieron en los tiempos de la revolución de abril.
Saenz afirma que la revolución permitió la verdadera manifestación de Suárez Figueroa como poeta, en cuanto fue nada menos que la revelación de la patria, en el sentido de reconocimiento profundo de un mundo que nos permite vivir en este mundo.
“De tal manera que aun podría decirse que Sergio Suárez nació el 9 de abril de 1952”, concluye Saenz, haciendo notar el carácter catastrófico de toda revolución y de todo nacimiento.
Por otro lado, encontramos a Suárez Figueroa en De la ventana al parque (1992) con el nombre de Sergio Tabárez, del cual Jesús Urzagasti, por boca del narrador, dice que “era guitarrista, nunca se supo si uruguayo o cruceño, aunque él decía que era boliviano, con lo cual todo el mundo quedaba callado, pensando en sus varias obras teatrales que nadie quería representar y en sus hermosos poemas”.
Finalmente, está la brillante novela inédita Rastros (escrita en la década de los años 70 por Fernando Medina Ferrada), que podríamos considerar una novela biográfica basada en la vida de Sergio Suárez Figueroa.
Esta novela relata la vida de Francisco, alias El Perro, desde detalles relampagueantes de una mísera infancia, pasando por el vagabundeo rioplatense, su llegada incidental a Oruro, su permanencia en La Paz, sus amistades, sus amores y sus continuos episodios de locura poco tiempo antes del ataque cerebral que acabaría con su vida.
Sin duda esta novela es la que perfila con mayor detalle y paciencia la tormentosa, intensa y diabólicamente inocente vida de Suárez Figueroa. Es aquí donde asistimos, por ejemplo, a las reuniones de Los Tres Mosqueteros (que eran mucho más que cuatro), donde, entre otros, convergen Jaime Saenz, Óscar Pantoja, Edgar Ávila Echazú y el mismo Medina Ferrada.
De este mismo grupo, por cierto, versa El arpa en el abismo, la única obra teatral de Suárez Figueroa que filtra una alta dosis de humor.
Fuente: Ideas