Reseña sobre “Paseador de perros”, de Sergio Galarza
Por: J.S. de Montfort
Paseador de perros, la primera novela del escritor peruano Sergio Galarza (Lima, 1976) nace como ampliación de un cuento corto titulado “El mapache”. Y es importante mencionar este detalle de inmediato, porque la experiencia nos dice que cuando un relato corto se torna novela, normalmente lo que acabamos teniendo es el mismo cuento corto relleno de empalagosa crema de nata.
No es, por fortuna, lo que sucede con Paseador de Perros, que es en un amplio sentido una novela, con todas sus virtudes (las más) y con alguna eventual carencia o más bien desliz, pues finalmente no acaba librándose del todo de ese relleno. Como ejemplo podríamos tomar la página donde el autor se marca una injerencia autorial superflua –en la que se jacta de incluir el nombre de Micah P. Hinson en la propia novela-.
Paseador de perros parte de una experiencia real del propio Galarza: un escritor peruano bordeando la treintena, inmigrante sin papeles que, llegado a Madrid, no tiene más remedio que aceptar un trabajo de paseador de perros en tanto que sobrevive no tanto a la miseria como a la amargura de su melancolía.
Podría tratarse por ello, más que de un Arturo Bandini contemporáneo como se ha sugerido por ahí, de un personaje que explora la posible representación de las nuevas bohemias latinoamericanas en la Europa del siglo XXI. Para ello Galarza utiliza un cinismo solapado, una suerte de ambigüedad estética y moral de aquel a quien no queda más remedio que sufrir el agobio de “una canción estridente que no deja de sonar en tu cabeza” [pág 69].
La construcción argumental de la novela se apoya en una estructura en zig-zag, cuyos puntos fuertes son cierta flojera del narrador unida al aparato de resonancia que significa el excelente trabajo que hace Galarza con los símbolos animales (tanto los perros como un mapache llamado Odo). Estos recursos permiten que la novela se aleje del acostumbrado deambular por la urbe, huyendo así de la indiferencia ontológica que representaría la mera contemplación del espacio de la ciudad.
Y es aquí donde radica la originalidad mayor de la obra, pues contra la simple apreciación estética de la realidad del grupo mutante, propone un nuevo modo de apropiación de la “naturaleza” del espacio de la metrópolis.
Tal intento de sometimiento se produce a dos voces: la de la despedida y la del bautismo. La primera (la ciudad de Lima) traída constantemente a colación con el método de la asociación de ideas, y la segunda (Madrid y su periferia) significada a través de las experiencias sensibles del protagonista y que adquieren, gracias a la voluntad de Galarza, la categoría de apreciaciones artísticas.
Ambas (Madrid y Lima) son para el protagonista del relato “dos ciudades enfermas”. Madrid vista como el imposible “centro de operaciones desde el cual pudiera viajar a cualquier latitud” y Lima soportada como la ciudad a olvidar, donde conoció el amor, pero donde también “aprendi[ó] a odiar”.
La profesión de paseador de perros, nos cuenta el protagonista, guardaría cierta similitud con la profesión de escritor: “un trabajo solitario, sin otro atractivo que la […] soledad”, y es en ella en la que el protagonista halla consuelo tras ser abandonado por su novia Laura Song, con la que se vino desde Lima. A partir de aquí el protagonista tratará de sobrevivir(se) en los meses de hastío del verano, buscando la resolución de la desesperanza en el subterfugio de la música, soportando al cretino de su jefe (un tipo llamado JFK: Jota Fernández Klimkiewicz) y a los dueños de los perros que pasea (hilos secundarios que dan oxígeno a la trama), para encontrar finalmente el alivio de la “diversión sin complicidad” con Pauline, una de sus excompañeras de piso.
La novela, a pesar de basarse en un sustrato real no es una roman à clef, aunque sí tiene parte de crónica hiperrealista, según era el deseo primigenio de Sergio Galarza. Así, viajamos por la periferia de Madrid (Coslada, Alcorcón, Pozuelo) y allí nos encontramos con la realidad de sus habitantes. Igualmente transitamos las calles del barrio de Salamanca, Chueca y La Latina, para demorarnos con gusto en los bares de Malasaña. En el periplo nos cantan al oído Sr. Chinarro, Chucho, Magic Numbers, Neil Young, los Stones y Nick Drake, entre otros.
En el ínterin se nos expone cierta idea de la bioética desarrollada en torno a las relaciones de los perros con el hombre, e incluso se intenta cierta metafísica del relato asimilándolo al cine y que revela su autoconsciencia.
El carácter insolente del narrador lanza puyas a los escritores jóvenes, al futbolista Hugo Sánchez, a los conserjes, a los inmigrantes, a la paternidad, a los músicos del metro y las ONG´s, la metaliteratura, etc. Por lo que, entre tanta opinión, se le cuelan algunos ineludibles comentarios ingenuos o bobos, aunque el sentido del humor general que se despliega con inteligencia durante todo el discurso del protagonista los disculpan. Y hablando del idiolecto del protagonista, es cierto que la novela ha sido revisada para traducirla al “español de España”, pero aun así, siguen apareciendo ciertos modismos que suenan raros, no por foráneos sino por ajenos, es decir, contradictorios con el contenido semántico general de la prédica del narrador.
La novela, en su plano más ideológico, se puede considerar una lección inaugural de vida, que comienza con el resentimiento del protagonista, quien “elige la mentira porque la verdad es peor” y que paulatinamente asiste a cierto aprendizaje de la bondad, que culmina en un canto feliz a la superación de las dificultades en un hermoso, emotivo y muy literario (por poético) final.
Fuente: hermanocerdo.com/