09/28/2020 por Sergio León

Reseña: el ir y venir entre el presente y el pasado

Por Leonardo González

En Los años invisibles, al igual que en Los días más felices (2011) y El lugar del cuerpo (2007), el escritor boliviano, Rodrigo Hasbún, nos transporta hacia su Cochabamba natal. Un viaje a la nostalgia, no como refugio o lugar de comodidad, sino como el fervor donde están los fantasmas, los mayores dolores e inseguridades. Los personajes recuerdan y se emborrachan para soportar ese trance, que de otro modo tal vez sería imposible. En ese ir y venir entre el presente y el pasado, en los límites del túnel o puente que divide los tiempos, se sitúan los cinco capítulos que conforman este último libro. Entre ambos tiempos hay más de veinte años. El mes de marzo de un grupo de estudiantes de preparatoria de un colegio privado y acomodado de Cochabamba, y una noche en Houston en la que Julián (autor del libro sobre los estudiantes secundarios) conversa con Andrea, en quien está basado uno de sus personajes, aunque sepamos que esos nombres son disfraces que juegan “con la irrealidad de la vida y la verdad de la ficción”.

Los episodios I, III y IV narran el pasado en Cochabamba, y los capítulos II y IV, llamados igual, Houston, narran el presente. Ambos mundos proporcionan detalles, enriquecen nuestra lectura de los personajes de la novela (¿acaso inconclusa?) que escribe Julián, un juego de autoficción con Rodrigo Hasbún. Ambos comparten similitudes biográficas ineludibles, más aún si uno ha leído libros anteriores del autor. En la reunión entre Julián y Andrea aparecen detalles memorables que dan cuenta de la edad de los personajes y de la relación de ellos con lo que está en juego, su propia historia, “ese marzo asqueroso”, que poco a poco iremos descubriendo, con la destreza narrativa que despliega Hasbún. En una novela que es un doble juego con la realidad, funciona como efectivo contraste que, por un lado, el tiempo sea abierto y los espacios múltiples (Cochabamba) y, por otro, estén condensados (Houston). Desde temprano en la novela sabemos que la historia que ocurrirá en Bolivia sucederá durante el mismo mes de marzo y que los espacios y voces irán variando, aunque el narrador tenga el mismo tono en ambos universos, una tercera persona muy cercana en la voz del autor del libro (Julián), que junto a Andrea aparece físicamente en todos los capítulos. Las escenas en Houston suceden mayormente al interior de lugares (bar Poison Girl en el barrio Montrose, otro bar y casa del autor). Aquí lo que importa es la memoria y la narración, la intimidad y el espacio de lo privado, la materia prima de la obra de Hasbún, tal como en sus otros libros que también tienen a escritoras, escritores y adolescentes como protagonistas.

Mucho se puede comentar sobre la relación entre extranjería y pasado o entre recuerdo, presente y la importancia que tiene la memoria para la obra de un escritor especialista en diarios personales como éste. Dice él al respecto en una entrevista: “El vínculo más fuerte entre el pasado y el presente se da por medio de la memoria, que es una especie de puente endeble entre esos dos reinos posibles. En esa manera de entenderla, la memoria enriquece la realidad, la dota de capas subterráneas. Nos pasa digamos cuando caminamos por una calle cualquiera. Si recordamos de pronto algo que nos sucedió ahí mismo, o algo que nos contaron que sucedió, ese lugar de pronto multiplica sus posibilidades”. (https://laciudadinventada.wordpress.com/2020/08/19/rodrigo-hasbun)

En Houston, veintiún años después de la última vez que se vieron, el pasado común entre Julián y Andrea es materia de observación. Ambos personajes están obsesionados con esos años invisibles (o tal vez los años invisibles sean que están entre medio, los que no vemos). De cualquier modo, esos años intensos, años de grandes preguntas existenciales. Años de rock, de sexo, de droga. Años de inicios. Años en que algo se abre para siempre. Es más, Andrea se compara con un hacker, dice que sabe casi todo de la vida de sus compañeros, incluyendo a Julián. Por ejemplo, sabe cuántas novelas de Julián se han vendido en los últimos tres años, tanto traducidas como no traducidas. Sobre los años que han pasado desde la última vez que se vieron, dice el narrador: “Los veintiuno de no vernos merodean a nuestro alrededor como una manada de animales dopados”.

El tiempo está vivo, al acecho de cazar a una víctima, el tiempo tiene forma de animal dopado en manada merodeando como un fantasma. El acto de recordar entonces deviene dramático en tanto invoca y tiene la capacidad de afectar la realidad. Los personajes de esta novela: Julián, El enano, Ladislao, Laura, Nicole, Humbertito, Joan, todos están en riesgo en este juego de ir y venir entre un tiempo y otro. Por otro lado, son siniestros porque no encajan con sus versiones de juventud. Julián en el pasado es capaz de apedrear a una vaca y presentar una canción de amor en frente de sus compañeros, pero en el presente dice ser malo para hablar en público y que lo que lo salva es la tierra de la escritura. Ladislao, por otra parte, tuvo un futuro que nos sorprende. Sobre Ladislao en el futuro dice el narrador: “Decía también que la vida lo había distraído y que la vida era una mierda y que la vida era maravillosa y daba angustia y miedo y felicidad, que todo eso iba de la mano, y que él se sentía cada vez más preparado”. Tal vez todo este libro fue escrito para él, para Ladislao, concluye en otro momento. Julián sueña con la muerte. Joan es capaz de irse de un momento a otro sin decir adiós. Es capaz de vivir intensamente. De bañarse semidesnuda en una fuente a las tantas de la noche con su alumno, Ladislao. Laura ha engordado y mantiene una relación tóxica con un hombre mayor que la mantiene. Ladislao quiere hacer películas como las de un director de cine experimental estadounidense y quiere hacer documentales sobre lo que ve, lo que le interesa, una jauría, un viejo judío, la propia Joan.

Los años invisibles, una obra puente, una obra bisagra, nos invita a pensar que cuando se mueven los recuerdos también se mueve el presente y el futuro, ese sueño de formación que tuvimos. Así también, cuando el presente arroja información nueva, también se mueven los recuerdos. Por ejemplo, cuando nos enteramos de una infidelidad, o cuando alguien querido se suicida, nuestra memoria con esa persona también se ve afectada, dice el autor en una entrevista.

En el saco de los sueños rotos aún viven felices y deseosos de un mejor futuro los amigos que pueblan la casa de Rodrigo Hasbún. El diálogo aquí no es con un autor ni con la literatura, sino con la vida misma, con una generación de jóvenes que crecieron sin Internet y que hoy se adaptan, como todos, como pueden los cuerpos, a lo que alcanzaron, con las heridas que dejaron los años importantes. Ahora que tienen cuarenta y recién abrieron los ojos (“Cuarenta años es lo que tardas en quitarte la venda, en abrir los ojos al fin”) es el momento para mirar hacia atrás y tal vez por fin perdonar. Aunque tal vez de perdón nunca esté hecho el olvido. Aunque tal vez la cuestión sea justamente no olvidar. Mirar y aprender. Mirar, ver las heridas, entender el dolor, aceptar y seguir. De eso se trata el coraje. Los personajes de Hasbún tienen coraje de sobra. 

Fuente: Lecturas