Maximiliano Barrientos y la velocidad absoluta en Miles de ojos
Por: G. Munckel
En la parte central de esta novela suenan Venom, Slayer, Burzum, Celtic Frost y otras bandas de black y thrash metal. Tres amigos se refugian en esa música buscando un lugar de pertenencia, pero también algo que los diferencie del resto de sus compañeros de curso. Son los años 90 y la movida metalera todavía genera rechazo y está rodeada por un halo de violencia. Barrientos retrata una faceta poco explorada de Santa Cruz, y quizás eso hubiera bastado para escribir una buena historia, pero este libro va mucho más lejos.
Hay un culto extraño que gira en torno a los muscle cars y venera a una deidad insólita: el dios de la velocidad. Es una hermandad liderada por un albino que pretende liberar en la tierra a algo —una entidad— que llaman el sueño. Para hacerlo, deberán completar un ritual que incluye a un auto específico: un Plymouth Road Runner de 1970. Pero esta máquina no puede ser conducida por cualquiera: el sueño determina quién es el elegido, el vehículo de «la velocidad absoluta […]. El último estado de la materia, cuando se purifica».
Los elegidos son otra constante en esta historia. Son jóvenes que deberán cargar con el peso de asumir o rechazar el rol que se les impone: un destino que está más allá de su comprensión, y que incluso puede ser despiadado. En esta novela hay ritos de pasaje cargados de violencia, porque Barrientos siempre se preocupó por la violencia, pero sobre todo por el efecto que esta tiene en la mente y en el cuerpo de sus personajes. Y en este libro la violencia convierte a los elegidos en algo más, los hace más receptivos: pueden escuchar las voces de todos los que murieron en accidentes automovilísticos marcados por la velocidad, tienen visiones que poco a poco invaden la realidad.
En otra parte de esta novela —quizás la más osada, la más difícil de definir—, la realidad tal como la conocemos ha quedado desfigurada. Retrata un futuro posapocalíptico en el que quedan pocos sobrevivientes y todo ha cambiado: naturaleza y máquinas se amalgaman de formas inquietantes. Es un mundo en el que todo es una cicatriz: la gente, el paisaje, las mutaciones. Porque la naturaleza actúa como el cuerpo tras el impacto de la violencia. Y eso es «lo hermoso de las cicatrices, no solo servían como un recordatorio del acto sino también como una evidencia de que no importaba la vejación, el cuerpo se las arreglaba para persistir».
Miles de ojos abarca todo eso y más. Es una novela poderosa e impredecible. Es un libro duro pero hermoso, porque «la violencia también puede ser bella […]. Una categoría distinta de belleza».
Con la prosa directa e incisiva pero no exenta de poesía que lo caracteriza, Barrientos hace que todos estos elementos funcionen con una naturalidad sorprendente, hace que hasta sus momentos más delirantes se sientan como una posibilidad cercana.
Porque Barrientos no ha perdido la intensidad emocional de sus anteriores libros, ni mucho menos la seriedad con que encara el oficio de escribir; lo que ha hecho es ampliar la magnitud de sus historias, darles nuevas posibilidades y llevarlas por otros caminos. Lo que ha hecho es aceptar el potencial de la ficción cuando se aleja del realismo. Lo que ha hecho es recordarnos que la fantasía y el horror y todo eso que suele denominarse «literatura de género» no son caminos fáciles ni pueriles. Lo que ha hecho es recordarnos que lo que en verdad importa son las historias, y que darle rienda suelta a la imaginación y al delirio las enriquecen sin quitarles seriedad.
«No sé si hay escritores así de arriesgados en América Latina», dice Mariana Enriquez sobre este libro. Y tiene razón.
Con su anterior novela, En el cuerpo una voz, Barrientos dio un primer paso hacia un territorio desconocido. Con Miles de ojos se interna del todo en ese mundo.
Barrientos ha creado su propia mitología.
Fuente: Editorial Nuevo Milenio