Dueños de la calle
Por: Élmer Mendoza (*)
Las mujeres que los siguen son rubias, hermosas como flor que muta cada día. Las presumen como si hubieran leído a Enrique Serna: “Nadie puede decir que es hombre si no ha estado en brazos de una mujer bonita”. Se mueven en hummers, avionetas y autos de lujo. Sus botas exóticas, camisas de seda, joyas y lentes de marca, valen miles de dólares. La policía se les cuadra. Los buscan los políticos y algunos futuristas les muestran proyectos increíbles. Tienen su música y lo mejor: no sueñan. Ni despiertos. ¿Para qué? Lo tienen todo.
Les gusta ostentar, que se sepa que llegaron o que están allí; que son los jefes, los que provocan las mejores sonrisas y los gestos aprobatorios más resueltos. Pagan la música y el trago, y escuchan solicitudes de ayuda. Hacen negocios en efectivo y son los dueños de la calle.
Caminan con paso seguro, sonríen como héroes; saben que nadie les llamará a cuentas. Una mitad de la gente pronuncia su nombre con desconfianza, la otra con admiración. Como pueden apostar, discuten poco. No tienen miedo a morir, por eso viven cada día como si fuera el último. No especulan: lo saben. Por lo mismo practican placeres eternos como el sexo, la gula, la embriaguez, la presunción o enviarle almas al señor. Son sumamente religiosos.
Los demás, los numerosos pobres, la perrada, saben que sólo siguiendo su ejemplo cambiarán de estatus; saben que el trabajo asalariado sólo enriquece a los patrones y correrán el riesgo. Quieren pasear en camionetas del año, que las chicas los admiren y que la policía se haga la vista gorda. El billete verde es el que vale. También son los que morirán pero tampoco importa. Dejarán suficiente para que se construya una tumba grande con columnas, una cúpula de azulejos verdes o naranja y un espacio donde luzcan sus fotos y sus objetos más preciados. A través del cristal de la puerta todos sabrán quién fue. Le compondrán corridos y la familia contará sus hazañas.
Se conversará de sus botas con punteras de plata, de sus cinturones pitiados y de sus camionetas cuatro por cuatro. De su temeridad y de sus chicas. De su pistola de cachas de oro y de su puntería. Qué importa que apenas supiera leer y hablara en monosílabos. Si se salva, será la sangre nueva, el que sabe jugársela y las balas le pasan rozando porque tiene pactos con Malverde, san Judas Tadeo y la Santa Muerte. También con la Guadalupana que no lo desampara ni de noche ni de día; por eso la trae tatuada junto a su mamá, porque madre sólo hay una. A poco no.
Delincuentes con este perfil infestan las ciudades. Toman sus calles y sus fiestas como un ejercicio del poder que les da el dinero y su poco respeto por la vida ajena. Sus armas son modernas, han oído que son trascendentes para la economía nacional y lo disfrutan. Todos los días son noticia y eso es estimulante. La relación con sus subordinados es vertical y cruel de ser necesario. Esta actitud, en los últimos tiempos, ha modificado la relación mesiánica que mantenían con el grueso de la población. La guerra los ha vuelto intransigentes y desesperados. Sanguinarios. Más selectivos con sus protegidos.
Sus rubias, que también son una expresión cultural, permanecen en sus casas contemplando su guardarropa. El hombre anda peleando o con una chiquilla de entrepierna más cálida. Son sustituibles y ellos tienen corazón de condominio. El par de hijos que procrean les garantizará estabilidad financiera mientras el hombre viva; después quién sabe.
La nota roja se ha convertido en el indicador de la clase de sociedad que somos: una sociedad con pocos valores, sin esperanza y condenada a vivir al día; y los jóvenes, ese estatus tan poco comprometido, eligen sus modelos, fácilmente optan por el principio de que vale más vivir cinco años como rey que cincuenta como buey. El universo del deseo tiene una línea y está muy bien definida. En poco tiempo puedes conseguirlo y perderlo todo, pero, ¿qué es la vida sin esa movilidad? Un sacrificio que no vale la pena. La Universidad hace años que dejó de ser opción y los trabajos decentes son para estar hambrientos. La decencia es carísima.
La guerra contra la violencia ha generado el culto a la declaración. Todos los días, funcionarios de cualquier nivel hacen declaraciones que nadie comprende y cuando se entienden dan risa, porque todo sigue igual, salvo los muertos que al final son un solo dolor, porque sicarios y soldados pertenecen a la misma clase. Han convertido el ajedrez en juego de damas.
Por otro lado, nada detiene la inmensa ola de sustitutos. Quince millones de jóvenes de entre 15 y 20 años esperan ser enganchados, entrenados y apostar a la única posibilidad que tienen ante la miseria lacerante. Piensan que así es como se vive la vida y van por ella. ¿Hay otra manera? No de inmediato. Parece que la delincuencia es el camino más seguro de gozar, aunque sea un poco, la calidad de vida de este tiempo. Los habitantes de rancherías y pueblos cuando triunfan jamás regresan a vivir entre los suyos; eso sí, patrocinan reparaciones de templos, escuelas y calles, pueden pasar un día por allí, beber una cerveza con la gente, comer un chivito y enamorar a la más linda, pero nada más. Donde hay que lucir y ejercer el poder es en los centros urbanos.
Ahora, sus conductas visibles son parte del patrimonio intangible. Al principio y durante muchos años fue un negocio con sus etapas; es decir, tiempos de bonanza o lo contrario; pero todo negocio ilícito se respalda en la muerte y ahora parece que matar es el primer plano. Lo que en José Alfredo: la vida no vale nada, era un pensamiento tal vez producto de una decepción amorosa o de una posible lectura de un soneto de Quevedo, en este tiempo se ha convertido en una postura ideológica frente a la posibilidad de matar o morir. Desde luego la temeridad de los jóvenes es superior a la generación anterior, en que los sicarios eran gente madura. De bigote, decían, que habían elegido ese oficio sin mayor emoción. Ahora es una forma de ser y de distinguirse en la tribu.
Las ciudades más golpeadas por la violencia son ciudades de jóvenes. Uno camina por sus calles y no se detecta ningún miedo. La mayoría de sus habitantes caminan con normalidad; eso sí, alertas, porque en cualquier momento puede llegar su oportunidad.
En América Latina, la marginalidad, esa manifestación de las periferias urbanas segregadas del progreso. Las asesinadas de Ciudad Juárez vivieron en una de ellas. Están cobrando caro su incorporación a la ciudad. En Buenos Aires, São Paulo, Río de Janeiro, Bogotá, Medellín, Lima, Panamá, Tijuana y Morelia, se escuchan historias de fuego, donde la violencia es cotidiana y los Gobiernos han perdido parte del control. Acabaron con la guerrilla, ¿por qué no han podido con los narcos? La respuesta no es, por supuesto, la del millón.
Como siempre, la violencia viste bien, come bien, duerme bien y tiene futuro. Además, ha generado una estética en la vida y en el arte y, por ahora, es parte de nuestra identidad.
(*) Élmer Mendoza, escritor mexicano nacido en Culiacán en 1949, es el autor de El amante de Janis Joplin y Balas de plata, editados por Tusquets. Con Balas de plata ganó el Premio Tusquets de Novela en 2007.
Fuente: El País