12/26/2013 por Marcelo Paz Soldan
Reflexiva, callada emoción

Reflexiva, callada emoción

callada emocion

Reflexiva, callada emoción
Por: Gabriel Chávez Casazola

Según lo propone el Incertidumbrismo, la poesía es un acto de reflexión. En realidad, es un acto en varios tiempos que suponen siempre (antes, durante o después) un proceso de reflexión: destello-reflexión, escritura-reflexión, corrección-reflexión, publicación y lectura-reflexión en el lector…
No se trata, como querían algunas vanguardias, de un acto automático, de una emanación que fluye directamente del subconsciente del autor al subconsciente del lector pasando por la página en blanco.
Desde luego, al principio está el destello, esa suscitación, venida de fuera o de dentro del poeta, que es el leitmotiv de la escritura de un poema. Sobre ese indiscernible pero preciso destello, Jorge Luis Borges, en el prólogo a su Obra poética, apuntó: “Nadie sabe del todo lo que le ha sido dado escribir… los griegos invocaban a la musa, los hebreos al Espíritu Santo. La triste mitología de nuestro tiempo habla de la subconsciencia o, lo que es aún menos hermoso, de lo subconsciente. El sentido es el mismo”.
Pero, más allá de la suscitación primigenia, el poema puede o no ser escrito, nacer o no al papel o la pantalla, y eso dependerá de las condiciones de la reflexión poética que conduce y acompaña a la escritura del texto, y que más tarde debería acompañar también su posterior corrección y la decisión de publicarlo o no, para que la cadena llegue a su otro polo, el lector, para a su vez provocar un nuevo destello, una nueva suscitación, que abra también otro nuevo proceso de reflexión.
Ese destello de ida y vuelta, esa suscitación original, límite y puerta de la creación y la recepción de la poesía es una emoción. La emoción enciende el circuito creativo en el poeta y la emoción lo concluye y reinicia en el lector.
De por medio están la reflexión interior y la reflexión externa, que no es otra que la propia escritura, en tanto reflejo discursivo de aquella y de la emoción original.
Cuando hablamos del proceso de creación poética estaríamos hablando, pues, de una emoción reflexiva y de una reflexión emocionada, desplegadas en y mediante la escritura.
Respetando a quienes escriben para sí mismos, creo que el proceso creativo de la poesía no estaría completo sin un lector en quien el texto pueda suscitar (si hay química entre ambos) un nuevo destello, una nueva emoción y una nueva reflexión distintas de aquellas que dieron origen al poema.
Ello difícilmente es posible si no hay una voluntad expresa en el creador de compartir su experiencia, esa emoción reflexiva o reflexión emocionada. No se trata de entregar o transferir esa emoción al descubierto (como lo haría alguien con prosa coloquial, de manera simple), sino revestida de belleza.
Revestida, digo, y podría estar incluso velada en un sentido estético, mágico y erótico, pero no impedida por una deliberada ininteligibilidad que evite su recepción por el lector y restrinja las posibilidades de una nueva emoción-reflexión.
La poesía autorreferencial, la poesía que se repliega sobre sí misma y sobre el propio lenguaje de manera críptica o hiperexperimental tiene unos límites muy cercanos y tiende a agotarse en su narcisismo formal. Quien en sí mismo arde, en sí mismo se apaga, anotó Cortázar.
La comprensibilidad de la poesía, su inteligibilidad (así como la inteligibilidad de todo arte) aseguran su trascendencia, pertinencia y relevancia para el otro y para todos los otros, es decir, en relación con los otros individuos y la humanidad.
Una poesía que puede emocionar al otro porque puede comprenderla -Xavier Oquendo es quien habla de la poesía de la emoción- es una poesía a la medida de los seres humanos, y la poesía no puede ni debe deshumanizarse.
Una poesía incomprensible es una poesía fría, un conjunto de signos deshabitados en tanto inhabitables. El lenguaje es la casa del ser, escribió Heidegger comentando la poesía de Hölderlin. Y la poesía puede ser una acogedora casa para los seres humanos, una patria común.
Sin embargo, durante mucho tiempo los poetas nos tomamos en serio lo de pequeños dioses (en realidad, grandes narcisos) y convertimos a la poesía, como lo apunté en un texto publicado en España, “en una suscitación para dizqué escogidos, en una criba hermética, y así la fuimos apartando de los olores de la vida (…) del ruido de las calles, de los mercados, de los comercios, de los bares, de los canales que hienden la ciudad…”.
Ahí es donde debe estar el poeta, para poder emocionarse y reflexionar y emocionar, una y otra vez, con los pies bien puestos en el suelo y acaso, eso sí, pues tenemos derecho, con la mirada perdida en el encendido horizonte de Altazor.
Fuente: Ideas