Por Jorge Saravia Chuquimia
De diferentes formas el viaje al exterior proporciona placer al viajero. Y el viaje fue y es un terreno fértil a donde los escritores recurren con frecuencia. En Bolivia existen varios títulos sobre esta temática que se encasillan dentro una variedad de narrativa vista como libros de viaje. Solo por nombrar cito a algunos de sus cultores: Gustavo Adolfo Otero (1896-1958) con El Chile que he visto (1922), El Perú que he visto (1927). Rafael Reyeros (1904-1982) y Alemania de hoy (1970) y Eduardo Ocampo Moscoso (1907-1989) con Bucarest. Moscú. Praga (1961).
Del último texto es que me ocuparé a partir de aquí para ensayar el recorrer y descorrer en el viaje a lugar ajeno. Estos tópicos se visualizan, por un lado, en la experiencia previa al traslado y, por otro lado, en el deseo de querer mirar todo lo que se pueda en el trayecto. Dos pliegues que asume el trotamundos y son, al mismo tiempo, la epidermis con la que logra relacionamiento con lo inexplorado y que se traducen en lecturas e-videntes propiciadas por esta narrativa.
Bucarest. Moscú. Praga es un libro de 340 páginas que se publica en la ciudad de Cochabamba, el año de 1961. El autor es Eduardo Ocampo Moscoso y confiesa en el Preámbulo que “insuperables factores de orden material han retrasado la edición de este libro”. El relato fluye brindando impresiones y experiencias de una travesía de 1958 a tres países de Europa Oriental, que por aquellos años eran República Popular de Rumania, Unión Soviética y Checoslovaquia. La visita se debe a la invitación brindada por el Instituto Rumano de Relaciones Culturales con el Extranjero. Se amplió con la Unión de Sociedades Soviéticas de Amistad con otros Países, de Moscú y finalmente gracias al Ministerio de la Enseñanza de Checoslovaquia.
Con estos postulados, Ocampo Moscoso declara que el relato se asemeja a un diario de viaje donde narrará las impresiones de un periplo a tres países, efectuado por delectación, que le causa tensión personal. A este trío de lugares, se suma la narración de la estadía en Argentina. Tales registros reflejan un itinerario cronológico de recorridos y que luego son plasmados en pasajes ágiles reunidos en apartados específicos. Es evidente que el autor trató de rescatar partes turísticas puntuales con encantadoras significaciones. En otras palabras, da un pantallazo detallista de un conjunto de atractivos concurridos. Por eso, el libro irradia una fotografía del tour y lo divide en tres acápites. Cada país intervenido posee su propio capítulo y cada segmento tiene subtítulos con nominaciones de esos seductores lugares. Estimo que la estrategia narrativa del autor es proporcionar un orden de lectura cíclica, pero de igual forma es posible que en esa disposición el lector lea desordenadamente cualquier contenido acorde al fragmento que le llame la atención.
Entro en la lectura visualizando un primer estado del viajero, la experiencia previa al traslado. El relato en forma de crónica novelada rememora el periplo visual que desplega(rá) el paseante en todo el avance. Emerge un primer estado, que es el de la presencia de un conocedor de su entorno. Por tanto, recorre territorios con la narración. Cuenta que vuela de La Paz a Cochabamba, el 23 de octubre de 1958, en el “Sereno Pedro Paniagua”, avión del extinto Lloyd Aéreo Boliviano. Desde el aire describe los paisajes altiplánicos, vallunos y llaneros tan cercanos a su memoria. De esto, destaca la imponencia del Illimani. En la campiña valluna es la primera parada, allá le esperan algunos familiares para despedirlo, su esposa, el hijo menor y sus hermanas.
El relato líneas arriba es parte del recorrido de un conocedor que devela la sensación de emoción por emigrar y paradójicamente cambia a nostálgico. Haber sido despedido por sus afectos cercanos lo vacía, le causa melancolía y en este momento es que se siente solo. En el relato autobiográfico apunta: “Recorro, entre otros, solitario, la sala de espera. Una joven camina, indecisa, buscando algo en qué concentrar su atención. Es un tanto menuda, de formas gráciles, ojos claros, cabellos castaños. Maquinalmente me sitúo cerca de ella. Una frase, al acaso, da curso al diálogo. Coincidimos en la impresión que produce la contemplación del paisaje cruceño que, soberbio, contornea el aeropuerto”.
Recorrer distancias también puede leerse con una idea afín, atravesar espacios. En efecto, el aventurero cruza a otras esferas geográficas. Y cuando arriba a estos lugares nuevos procede a descorrer turbulencias. Es el segundo momento que experimenta el peregrino. Descorrer es ver otro ambiente y en esta extensión pretende mirar todo lo que pueda. Mirar en el sentido de registrar la mayoría de experiencias. El libro de viaje se convierte en un archivo escrito de esas referencias. Así, narra un encuentro “en la Unión de Escritores” en Rumania. Ahí anota que “La Unión de Escritores, además de preocuparse por la situación del escritor, de brindarle facilidades para sus mejores producciones, mediante las ‘casas de la creación’ y de cooperarles en sus recorridos por campos, fabricas, aldeas, donde directamente se ponen en contacto con la realidad, les garantiza y coopera en la edición de sus obras; les concede créditos por intermedio de su Fondo Literario y les brinda recursos para su labor de documentación o de experiencia dentro y fuera del país”.
En cierto sentido, el libro de viaje se convierte en un texto lleno de pliegues. El lector se convierte en acompañante con la lectura. Y observa fotografías de panoramas turísticos ajenos. Ciudades donde el autor dibuja inestimables paisajes con la mirada y lo proyecta con la escritura. Por ende, desembarazado de todo complejo, Ocampo Moscoso recorre distancias descubriendo nuevos regodeos, pero también descorre nuevas visiones. En concreto, el texto de viaje acumula múltiples plisados sensoriales que posibilitan pueda sentenciar que se logra leer el viaje como texto.
Fuente: Letra Siete