Por Pablo Pérez Ayala
Dos años antes de su partida, el 2013, mi padre nos habló sobre uno de sus amigos: el arquitecto Eddy Bravo, quien falleció en 1985. Lo recordaba con mucho aprecio y admiración. Señalaba que hay ciertas personas que tienen una personalidad importante o destacada y cumplen una función en la sociedad, y que cuando éstas fallecen se produce una especie de vacío no sólo en sus familias o amistades, sino en la comunidad toda.
Curiosamente, la partida de mi padre ocasionó exactamente lo mismo. Se produjo un enorme vacío en la familia, en su gran cantidad de amigos quienes realmente lo querían, entre los pintores bolivianos, mexicanos y otros, y también, por qué no decirlo, en nuestra comunidad.
Probablemente esto se debió a la arrolladora personalidad que él tenía: buena chispa y humor, notable conversador, excelente memoria, entusiasmo por la vida, amigo solidario, amplia cultura, gourmet empedernido, chef de afición, amante del arte y la belleza. Cualidades que hacían que donde iba se convertía inevitablemente en el centro de atención, que, según cuentan, sucedía desde su infancia.
En cuántas reuniones de nosotros, sus hijos, llegaba mi padre y todos nos olvidábamos de lo que estábamos haciendo y conversando para prestarle atención, escucharlo, disfrutar de alguna de sus anécdotas, reír y aprender mucho con él.
Pero su vida no fue precisamente una taza de leche. Le costó mucho sacrificio personal dedicarse al arte. Fue incomprendido en primera instancia por su familia. Siendo el menor de once hermanos, fueron sus hermanos mayores quienes, con los años y estudios, se dieron cuenta de su verdadera vocación y talento. A los 14 años juró, delante de sus compañeros de la Escuela de Bellas Artes de Potosí, que dedicaría toda su vida a la pintura. Para lograr su cometido tuvo que estudiar arquitectura primero en La Paz y luego en Cochabamba. “Para que la arquitectura solvente mi pintura; pero resultó que la pintura solventó mi arquitectura”, señalaba.
Lejos de lo que se cree, su largo viaje fuera del país: Perú, Ecuador, Venezuela y México, no se debió a un exilio por la dictadura de Bánzer, la cual rechazó absolutamente. Fue, en realidad, después de haber pintado uno de sus cuadros más importantes: la acuarela Zaguán Zapatería (La Paz, 1977).
Los pintores de entonces unánimemente le dijeron que con ese cuadro había llegado a un muy alto nivel de técnica pictórica, probablemente el más alto en el país, lo cual le impelió y decidió a salir de Bolivia para mostrar su arte internacionalmente. Su objetivo desde adolescente había sido llegar a la Academia de San Fernando en Madrid, pero antes de viajar a España hizo una breve estadía en México. Se maravilló tanto con ese país y la sensibilidad artística de su gente que se quedó durante 14 años, recibiendo los mayores reconocimientos a su obra pictórica.
A lo largo de sus 74 años de vida forjó algunos fundamentos o bases éticas que siempre le acompañaban y que nos inculcó tanto a sus hijos, familiares y amigos. Hablaba mucho de su “moral de trabajo” que consistía en hacer algo de pintura, dibujo, arquitectura y escultura todos los días de su vida. Señalaba que no podía irse a descansar sin haber creado algo. También tenía claro que, como él decía: “La inteligencia es el buen uso del tiempo”, y no toleraba perder el tiempo en banalidades o autocomplacencias fatuas.
Muy respetuoso del trabajo de las personas, trataba muy bien a quienes le colaboraban y ponderaba el esfuerzo y dedicación que cualquier artista si éste lo ameritaba, llegando a comprar muchas obras pictóricas y escultóricas a sus amigos como un apoyo honesto a su creatividad. Amigo solidario, recibía muy bien a todo aquel que tocaba su puerta para visitarlo o conversar con él. Con sus estudiantes y amigos pintores compartía generosamente sus propios y cuantiosos materiales pictóricos, para ayudarlos en su vocación artística y que no desfallecieran en su difícil camino.
Como narrador de anécdotas era formidable, teniendo algunos personajes y amigos célebres como Lora, a quien siempre le ocurrían las cosas. Hablándonos de su vida, contaba que cuando hizo su primera exposición pictórica en la Universidad de Potosí, a los 15 años, sólo asistieron sus padres y hermanos, y uno de ellos estaba bastante incómodo al tener un hermano pintor. En plena exposición se asomaron dos señores, metieron su cabeza al recinto y dijeron: “Cuadros nomás son, vámonos…”.
Ya radicado en México iba recurrentemente de compras a una exclusiva tienda de ultramarinos. La dueña de la tienda, muy intrigada, una vez le preguntó: “Disculpe Sr. ¿Usted a qué se dedica?” Le dijo que era pintor y arquitecto. “Me llama la atención cómo Ud. puede comprar cosas tan finas y tan caras…” y él le respondió: “no se olvide, señora, que no es lo mismo un pobre diablo a un diablo pobre…” .
O aquella conocida anécdota de un periodista boliviano quien lo visitó para entrevistarlo en México y, en medio de la entrevista, llegó el dueño del departamento a cobrarle la renta, y él le dijo: “Vuélvete en dos horas”. Mientras transcurría la entrevista él estaba pintando un cuadro pequeño. Pasaron las dos horas y le entregó el cuadro, al dueño, como pago del alquiler. El periodista, asombrado, le dijo: “Don Ricardo, ¡usted acaba de pagar su alquiler con un cuadro pintado en dos horas!” y él le contestó: “Sí, son dos horas más 40 años de trabajo…”.
A su vuelta al país, viajó a Potosí y en la plaza principal se encontró con uno de sus compañeros de colegio, quien lo reconoció diciéndole: “Bienvenido, Richard, te haremos un festejo con los compañeros, aunque el único que está bien económicamente soy yo, pues soy asesor legal de la policía. ¿Y tú a qué te has dedicado, Richard?”, a lo que él le respondió: “Soy pintor”, dicho lo cual su amigo sentenció: “De pintorcito nomás te has quedado…”.
O su encuentro, en una de sus exposiciones, con un rico expresidente boliviano, quien le dijo: “iOh!, el famoso pintor boliviano, debe ser usted millonario”; y él le replicó: “Todo lo que he ganado lo he hecho con mis propias manos”.
Los recuerdos son muchos e interminables a siete años de su partida, los familiares y amigos extrañamos su lúcida conversación, su voz siempre interesada e interesante, su contagioso entusiasmo, su comprensión de la realidad por muy cruda que fuera. Para fortuna propia y ajena quedan muchas cosas de él, su legado es grande.
Sus más de 6.000 cuadros que pintó desde su juventud se encuentran en colecciones privadas y públicas de EEUU, España, Italia, Francia, México, Venezuela, Colombia, Ecuador, Perú y Bolivia; sus decenas de casas y edificaciones importantes que diseñó, como la Piscina olímpica de Obrajes, la Normal Simón Bolívar, la Iglesia Sagrado Corazón de María, los murales y cóndores de la Casa de la cultura, el monumento en Ilo, Perú, la iglesia de Aranjuez, las fuentes de agua de Mallasa y Mallasilla, etcétera. Obras donde está plasmado su espíritu, su creatividad, su pertinaz búsqueda de lo bello, su particular forma de ver el mundo y entender el arte, su incansable aporte a la cultura boliviana.
Fuente: Letra Siete