De libros e historias
Por Ferrufino Coqueugniot Claudio
Cada viaje significa descubrimiento. Si de libros se trata, el hallazgo implica búsqueda, no tan sólo el fluir con la corriente: una actitud atenta, critica, con algo de sabueso y mucho de desconfiado, aparte –claro está– de al menos un esbozo de conocimiento delineado acerca de lo que se quiere encontrar.
Para conseguir libros se necesita dinero. Siempre queda la opción de robarlos, porque delito no es; debieran ser gratis y los autores no convertirse en divas de oro y vanidad. Al respecto tuve una agradable sorpresa en mi visita a Cuba –hoy seré optimista y no hablaré de depresiones–, donde el precio de un volumen es menor al de un café, menos que una cerveza.
Me dio satisfacción –siempre soñé con regalar mis propias obras– ver que mi Exilio voluntario costaba apenas medio dólar; otros menos voluminosos costaban la mitad. Hacerse de obras de la colección española Crónicas de América, con la descripción del Yucatán por John Lloyd Stephens, o la Relación de Michoacán, historia oral transcrita sobre el imperio tarasco, que cayó al mismo tiempo que el mexica, o la descripción del Perú, Chile y el Tucumán, todo por menos de cuatro dólares parece mentira.
Bruno Schulz, el Sanatorio de la clepsidra: cinco bolivianos. Poemas de la Ajmátova y la Szymborska, por siete. VS Naipaul, una historia del cine soviético, escritos de Pablo de la Torriente Brau, muerto en la Guerra Civil Española, Grínor Rojo, poemas en edición bilingüe de Lêdo Ivo, La ceiba de la memoria del colombiano Roberto Burgos, y así… casi por nada.
Logro significativo para cualquier gobierno, porque permite el acceso del “pueblo” a la lectura que cuando es elitista a través del precio forma elementos que por su mayor ilustración consideran obligatoria su inclusión en cualquier mando. Aunque a veces se da a la inversa, en breves estallidos de historia: los sans culottes de la novel república francesa, los originarios de Bolivia que disputan los jirones del poder, creyendo que el estallido de gloria que son las revoluciones, unas sí y otras no, les concede eternidad manifiesta a sus válidos deseos y a sus no tan válidos desmanes.
En la Plaza de Armas de La Habana, rodeados de tanta historia que no envidia a Europa, los comerciantes de libros de viejo exponen magníficas antigüedades editoriales a un precio mayor, al de turista. Paradoja inexplicable porque dispone de tales joyas sólo para la exportación. Allí España fagocita los remanentes de su vasta influencia en la isla, adquiere con euros el historial de su raza, negando al nativo igual oportunidad. Ya allí nos adentramos en el campo económico y larga deviene la charla.
Desde breviarios (acompañados de delicados rosarios de beatas muertas) hasta la obra de los ibéricos del Siglo de Oro; grabados, xilografías, aguafuertes, la riqueza se extiende por la antigua plaza, dónde, y paradójicamente otra vez, hay tiendas de libros nuevos dentro de los monumentos arquitectónicos en moneda nacional, aquella de buena usanza a tiempo de comprar, de amplia difusión.
No resistí el embate del deseo al ver ediciones originales: Borges y Augusto Céspedes en ajadas publicaciones de Casa de las Américas, y una joya que ni sospeché, de dos hombres que habitan la cima de mis preferencias: Eisenstein y Shklovski (Eisenstein por Víctor Shklovski), judíos geniales y privilegiados por la época. Eso valía ya el viaje…
Fuente: Los Tiempos