Por Jorge Muzam
(Prólogo a “Fever” de Claudio Ferrufino-Coqueugniot, Editorial 3600, 2021)
Hace tiempo que desde el sur del mundo, la hoy menos ignota Terra Australis, venimos leyendo con gran admiración al escritor Claudio Ferrufino-Coqueugniot. Boliviano, americano, universal, todas las categorías le caben con justicia. Hombre encanecido cuyo bigotón se humedece de niebla frente al muelle de la nostalgia sudamericana, la infancia cochabambina, la sabiduría de la estirpe heredada como un trofeo bíblico.
Categorizarlo carece de sentido, porque todo le incumbe, la memoria, las letras, el sexo, los amigos, la comida, los aprovechados políticos. Escritor de letras viriles, de macho que no violenta ni transa su condición legada de mil batallas, de incontables soles, de todas las escaramuzas y sábanas marchitas de la historia.
A veces la tristeza le cae encima como una mantarraya desmayada. Y entonces pugna como una fiera en proceso de asfixia, sobreviviendo siempre por los motivos pretéritos, por los que dieron sentido a esta marcha aparentemente inútil.
Es hombre que se desmadeja mientras escribe, que desgrana, que confronta, que palpa, que incurre en disquisiciones de metapoesía y metaescritura mientras se rasura ante un espejo resquebrajado, que en lugar de la certitud del rostro, devuelve claroscuros de soledad de esta época ingrata.
En Fever, recopilación de años y temas múltiples, está lo que se salió de madre, los textos outsider, lo que se basta a sí mismo, y cuyo único elemento conector es la mente del gran escritor cochabambino.
Surgen poemas como lágrimas, la Cuba que pudo y fue, el ñeque de Playa Girón, la soledad de los inmigrantes, Babel como una sombra obcecada, los ojos de Ada Falcón, una puta del Borocotó, las glorias del boxeo, India Summer a domicilio, los oprimidos de Sienkiewicz, el disgusto por los Kjarkas, Bolivia como una radio chicharreante en la esquina de la habitación donde manan las letras. Están también los amigos, los que acompañan virtual o físicamente las horas inciertas, el retrato y a veces la propia obra, la admiración sincera, el armario del afecto, la empatía por las tribulaciones y gozos del oficio. Miguel Sánchez-Ostiz, Ejti Stih, Cingolani, María Cristina Botelho y tantos otros.
Ferrufino-Coqueugniot es un caminante de la historia mundial reciente, un actor y testigo, arcabucero y escriba sin logo ni bandera, solo la valía, el pecho hinflado, la vista en alto. La historia oficial lo tacharía de rufián subversivo antes de sumirlo en el olvido, pero la historia oficial está hoy con las alas rotas de tanto montar aprovechados y sabandijas, de escribas y lenguaraces que endulzan la fiesta del poder con adjetivos y tergiversaciones rastreras.
El reloj sigue su inflexible curso. Los fracasos, los dolores, lo que pudo ser, las medallas del placer, todo es asunto zanjado, que hoy lo que importa es despertar temprano para volver al trabajo, no sin antes soñar con bellas ucranianas, esculpirlas con caricias, hacerse eco de aquel deseo indesmarcable circunscrito a Gogol.
Fuente: lecoqenfer.blogspot.com/