01/13/2012 por Marcelo Paz Soldan
Presentación de Lluvia de piedra de Rodrigo Urquiola

Presentación de Lluvia de piedra de Rodrigo Urquiola


Un viaje
Por: Rodrigo Urquiola Flores

Presentación de Lluvia de piedra
Recuerdo tres viajes fantásticos que tuve la fortuna de realizar. El primero, cuando a mis quince años, vestido con un jean, una polera y una chompa delgada, sin decirle nada a nadie en mi casa, atravesé veinticuatro horas de nuestro país hacia el sur, a Tarija. El segundo, del que me ocuparé después, fue cuando viajé a Lima. Y el tercero, hace poco, acabo de retornar el 31 de julio, cuando estuve por Santa Cruz y Cochabamba, contemplando algo que jamás vi antes y que resultó ser algo muy importante que ocurriera en mi vida. Estos tres viajes han sido definitivos en mi labor como escritor y, sobre todo, como ser humano. Estos tres viajes me han enseñado bastante, me han deslumbrado y, de cierta manera, me han ido convirtiendo en una persona nueva. Viajar envejece en el mejor sentido, hace que envejecer signifique crecer, tal como sucede cuando se lee un buen libro.
La primera vez que vi el mar fue a eso de las tres o cuatro de la mañana, desperté en el bus Ormeño en carretera hacia Ica y aún todo estaba oscuro. Asomé mi mirada a la ventana, el sonido del viaje se había hecho algo muy natural y entonces vi que el horizonte se movía. Ese horizonte era un monstruo negro, una anguila gigantesca que se movía oscilando, ascendiendo y descendiendo, manteniéndose, quedándose, quebrándose, volviendo a subir y bajando. Al principio, creí que estaba mareado, pues, si no me equivoco, de las treinta horas de viaje ya habían transcurrido por lo menos veinte. Luego el bus alcanzó una cima y el horizonte resultó ser infinito. Fue un momento muy especial. Ya no pude continuar durmiendo. Tenía diecisiete o dieciocho años y nunca había conocido el exterior. Soñaba con conocer el mar. Sé que no es así para todos los bolivianos, pero para mí fue algo espectacular, muy difícil de explicar utilizando palabras. Cuando llegué a Lima pude verlo en todo su esplendor. Viajé en junio, recuerdo que eran vacaciones de invierno en colegio y, según muchos peruanos, hacía un frío terrible. Yo no sentía ese frío, la ciudad de La Paz nos vacuna también contra ese tipo de cosas. Lima estaba nublada, como casi siempre, ebria de bruma y el océano mostraba su rostro plomizo, su horizonte gris. Me gustaba ir a las playas de Barranco o a Larcomar a ver y escuchar el oleaje, podía quedarme mucho tiempo haciéndolo. Había una playa donde en lugar de arena costera había piedras redondas. Allí me sentaba y leía o escuchaba música.
Intento recordar cómo fue que germinó en mi cabeza la idea de escribir esta novela y he llegado a la conclusión de que fue en el preciso instante en el que me senté sobre esas piedras y contemplé el océano. Esta imagen debió haberse quedado en algún rincón de mi subconsciente casi sin que yo mismo me diera cuenta de ello. Recuerdo que, en un segundo viaje, creo que al año siguiente, en verano, extrañé la tristeza del invierno anterior y, al cabo de un par de semanas, quería volver a Bolivia, mi casa. No sé por qué o de cómo, pero pensé mucho en cómo acontecería una lluvia dentro de una piedra. En Lima no llueve o, cuando lo hace, no llueve con la misma intensidad que en La Paz. Y La Paz no posee playas costeras, lo que es una gran lástima.
La mayor parte de la acción que acontece en la novela sucede en Santa Fe. Muchos que leyeron la novela antes de la presentación me preguntaron si Santa Fe es un lugar que existe de verdad o si era una especie de Macondo o Yoknapatawpha o Santa María más. Pero sí, Santa Fe sí existe. Es un alejado barrio paceño, inmerso en las fronteras de la zona sur con las montañas. Para llegar allí por Chasquipampa se debe atravesar dos ríos. Por suerte el progreso ha construido dos puentes muy estables. Cuando yo era un niño de siete u ocho o nueve años estos puentes no existían. Y las temporadas de lluvias, me parece, eran más lluviosas que las de ahora. Algo está pasando con el planeta, algo que no está bien. ¿O habrá sido que mi mente de niño prefería sólo recordar lluvias?, no lo sé. Es probable. Entonces, puede ser que algo con mi mente no esté del todo bien. No importa. Y había que pasar el primer río saltando sobre las piedras, mojándose los volapiés y los zapatos y cuidando de que nada se cayera a esas heladas aguas de color café con leche que corrían debajo de nosotros. Y de pronto se escuchaba un trueno. Y caía la lluvia una vez más. Y continuábamos caminando. Rumbo al segundo río. Allí sí había un puente, pero uno muy precario que, luego de un par de años sería arrastrado por una violenta riada. Era un puente hecho con troncos y sin pasamanos. Llegábamos a casa y teníamos los pantalones y los zapatos llenos de greda y barro. Por las noches continuaba la lluvia. Siempre la lluvia. Parecía que nunca acabaría ese sonido sobre el techo, el temblar de los vidrios de las ventanas cuando sucedía un trueno o la visión, entre todas aquellas nubes azules, de los relámpagos que nacían y morían a lo lejos. Pero, de alguna manera, parece que todo eso acabó. En parte bien, en parte mal. Bien porque no podemos estar haciendo turismo de aventura toda la vida y mal porque este rincón de Bolivia está empezando a oler a ciudad.
Estos dos momentos se han fundido y han sido pieza clave en mis dos primeros libros, Eva y los espejos, colección de cuentos, que fue publicado en 2008 y Lluvia de piedra. En Eva y los espejos pude descubrir que era capaz de ser un narrador con estilo propio y creo haberlo reafirmado en esta novela –es algo que sólo podrán decir los lectores– un proyecto más grande pero con un mismo fin. Esta novela cierra una etapa de mi vida que significó los primeros aprendizajes, el descubrir a los maestros de la literatura mundial, la reafirmación de mi profundo amor a la literatura, las ganas de continuar escribiendo hasta el último de mis días y ampliar mis propios horizontes.
Lluvia de piedra es la historia de un viejo, Esteban, que, después de haber conseguido materializar un sueño, tener una casa a orillas del mar, en esa Antofagasta tan nuestra y tan ajena como la luna, atosigado por la soledad y tras un intento frustrado de suicidio, decide volver a Bolivia para darse una segunda oportunidad, para demostrarse que vale la pena continuar viviendo, y, en la puerta de la estación de trenes de La Paz, esos trenes varados que ahora mismo no nos sirven para nada y que en algún lugar deben tener impresa las palabras “Made in Chile”, se encuentra con una novia suya, Marianela, que había visto morir cuarenta años atrás, cuando ella tenía diecisiete años de edad.
Lluvia de piedra es la historia de esa casa vieja, a punto de desplomarse, habitada por una perra y sus crías y por muchos otros perros ya muertos, por fantasmas que no están en otro lugar sino en nuestras cabezas, por hierbas que están a punto de rozar las nubes, por la lluvia que no cesa, a la que siempre quise retornar. ¿Cuántos bolivianos no han deseado con todas sus fuerzas retroceder en el tiempo y empezar a hacerlo todo de nuevo? Yo soy uno de ellos y estoy seguro de que Hilarión Daza también.
Me voy a despedir con una imagen que me regaló el último de todos mis viajes. He descubierto algo más allá de lo evidente, algo que a no todos los seres humanos les está permitido conocer, o si es así, la mayoría no logra reconocerlo a tiempo. Es un secreto. No se lo digan a nadie. En la carretera una vez más, a través de las ventanas y de la noche, vi unos ojos que no eran los míos cerrarse y pude ver lo que había dentro de ellos. Luz, paz. Sobre todo paz. Llueve dentro de esos ojos pero esta lluvia no son lágrimas ni tiene ruido, no hay frío allí dentro, sólo la lluvia silenciosa que cae como si fuera viento lo que está cayendo. Una lluvia que no sucede dentro de una piedra. Y descubrí que también de eso trata Lluvia de piedra, de que no existe nada imposible siempre y cuando no dejemos de creer en ello con todas nuestras fuerzas. Nada.
Fuente: Ecdótica