“Perder el tiempo es la manera más rentable de que salgan las historias buenas”
Entrevista a Ender Izagirre
Por: Laura Alzola Kirschgens
Ander Izagirre (Donostia, 1976) escribe, es periodista, viaja. En 2009, se fue al sur de Bolivia junto con su amigo y compañero de profesión Daniel Burgui, y visitó Potosí para conocer la vida de los niños que trabajan en la minería.
El Cerro Rico de Potosí es el símbolo de las mayores riquezas de la Historia y forma parte del escudo nacional boliviano, pero es al mismo tiempo un lugar de pobreza absoluta: a 4.800 metros de altitud, en una montaña que alberga plata, estaño y otros minerales cuyos precios fluctúan en los mercados internacionales a merced de los intereses políticos y económicos, los derrumbes y la silicosis matan a la mayoría de los mineros que los extraen por cuenta propia, sin contrato, sin seguro, arriesgando sus vidas, sin que haya, ni siquiera, cifras oficiales de fallecidos.
De aquel primer viaje, Izagirre extrajo el material para un reportaje de siete páginas sobre el trabajo infantil que recibiría el Premio Manos Unidas de Periodismo. Sin embargo, dos años más tarde, en 2011, el periodista volvió al lugar para conocer los detalles y comprender mejor por qué entra una niña de doce años a trabajar en una mina. Pasó “horas y horas y días” con los habitantes del Cerro y descubrió otra violencia, otra violencia brutal, que no había visto en la primera visita: la de los hombres hacia las mujeres.
Ahora, Izagirre, Premio Europeo de Prensa 2015 por su reportaje Así se fabrican guerrilleros muertos, sobre los crímenes del ejército colombiano, ha terminado de escribir el libro que recoge el testimonio de esas personas. Potosí (Publicado en Bolivia, por Editorial El Cuervo) es el fruto del trabajo de un periodista que practica la vida sencilla, ejerce su oficio sin aspavientos, esquiva la vanidad, defiende la lentitud, se preocupa por los detalles, cuenta las historias lo mejor que puede, “y ya está”.
– No le gusta hacer entrevistas. Prefiere estar con alguien compartiendo un tiempo para, después, contar su historia. ¿Qué papel juega la lentitud en su trabajo?
Me parece que perder el tiempo es la manera más rentable de que vayan saliendo los detalles buenos y las historias buenas. A las personas de los textos que yo escribo me gusta acompañarlas en el trabajo o en el lugar en el que viven. No quiero saber sólo lo que me cuentan, sino también lo que hacen. Para mí es muy importante ver cómo trabajan, con qué se emocionan. Plantarle una grabadora a alguien que no está acostumbrado a que le hagan preguntas no es muy provechoso y… es un poco agresivo. Hace falta tiempo y confianza. A los protagonistas de mis libros no les he hecho nunca una entrevista. He pasado tiempo con ellos y he ido anotando lo que me han ido diciendo a lo largo de horas y horas y días.
– Dice que no se plantea su profesión como una carrera en la que se deba llegar a ningún sitio en particular. ¿Desde cuándo lo ve así?
Desde siempre. Aunque es verdad que cuando ya has publicado varios libros o reportajes, piensas que quizá deberías ir trazando algo más sólido. Luego te das cuenta de que eso es absurdo. Yo funciono mucho por instinto, guiándome por lo que me interesa. Da igual si el tema que elijo tiene que ver con el anterior que hice o no. Creo que esa idea demasiado autoconsciente de estar construyendo una carrera profesional está muy relacionada con la vanidad. Una vanidad que no… por la que no tengo mayor interés. Si lo que voy haciendo va creando un camino, pues bien. Y si no, pues no. A mí es que eso me da igual. Lo que intento es que cada trabajo que hago tenga valor por sí mismo. Es verdad que al final se van repitiendo algunos temas, enfoques, miradas que involuntariamente van marcando un estilo. Pero porque soy una persona con unas preocupaciones concretas. Eso es inevitable. Creo que a algunos escritores se les nota que son conscientes de su papel, que tienen claro que deben escribir una novela relevante, histórica, sobre un tema. Y eso lleva a que haya cosas por ahí un poco falsas, a veces. Un poco… acartonadas. Yo soy periodista, cuento una historia, lo hago lo mejor posible y ya está. No pienso mucho más allá.
– ¿Cómo elige sus historias?
Casi siempre por capricho personal. O preocupación personal, por decirlo de una manera más elegante. Siempre es algo por lo que me ha picado la curiosidad. Y soy consciente de que eso es un privilegio. A veces recibo encargos, y si me gustan los hago. Pero yo me hice autónomo para elegir los temas que me apetecen y dedicarles el tiempo que creo que merecen. O bueno, al menos más tiempo que el que te da un jefe que te obliga a escribir sobre algo. Al final, eso es la libertad: elegir el tema.
– El periodista y director de cine Oskar Alegria dijo hace poco en una entrevista que él creaba mejor cuando era pobre y libre. ¿Cree que hace falta ser pobre para ser más libre?
Sí. Oskar y yo somos amigos, y además compartimos mucho esa idea. A mí a veces me dicen: “Para viajar tanto necesitarás mucho dinero”. Y yo digo que no, que es al revés. Si yo tuviera casa en propiedad, coche y esas complicaciones en la vida… no podría moverme con tanta ligereza. Para vivir de este periodismo, uno no puede tener una vida complicada. Primero, porque ahora no da para eso. A mí este oficio me da para vivir dignamente, pero tampoco para mucho más. Y segundo, porque, para mí al menos, es importante tener una vida sencilla. La ligereza también es necesaria para moverse mejor. Yo no prometo un libro a una editorial antes de terminarlo porque no sé si me va a salir bien, mal, si lo voy a terminar, si no… La verdad, prefiero estar lo más ligerito de compromisos posible.
– En Potosí describe otra pobreza, la verdadera, la que no se elige, la de quienes son explotados brutalmente en las minas bolivianas. Esta realidad la han contado otros cronistas y la contó usted en 2009 en un reportaje. Pero después, decidió volver. ¿Qué más quería?
Quería explicar bien los motivos por los que una niña de doce años entra a la mina a trabajar en una situación que roza la esclavitud. Es lo que yo había visto y explicado en siete páginas tras el primer viaje, y lo que creía que merecía ser contado bien a fondo, con todo el contexto. Es decir, quería contar para quién trabaja ella y su familia, pero también el contexto histórico del país, de la región, de Potosí. Y lo cierto es que, al volver a Bolivia con la intención de ampliar ese contexto, me encontré con cosas que no estaban en mi agenda: historias de violencia dentro de las familias que, si no llega a ser por la confianza que ya teníamos, no hubieran aflorado. Yo no me habría enterado. Yo iba con unos planes, pero el hecho de querer indagar de nuevo me llevó a descubrir más de lo que esperaba. Por eso la lentitud y el regreso a los temas son, al final, una buena inversión.
– En el libro va descubriendo diferentes capas de violencia. La más visible es la ejercida sobre los mineros, brutalmente condenados durante siglos a servir de mano de obra barata, casi esclava. Cuando escribe sobre la época colonial, cita una frase: “La riqueza de Potosí no era la plata, la riqueza de Potosí era el indio”. ¿Cree que eso sigue siendo así hoy en día?
Hoy en día la mayoría de los mineros bolivianos trabaja en una situación de explotación, sin protección social, sin contratos, sin seguros… Y eso hace que haya más beneficios. Una cosa es la materia prima, pero a menudo la gente que se enriquece lo hace porque explota a la mano de obra. Y en Bolivia, en la minería, hay una evidente explotación de los trabajadores. Así que, sí, la riqueza es la materia prima pero también el gran beneficio que consiguen aplastando los derechos de esa gente.
– Las 200 páginas de Potosí se leen como un extenso reportaje en el que dibuja un contexto histórico, económico y político complejo. ¿Cómo ha sido el proceso de ensamblaje de todas las piezas que lo conforman?
Pues complicado. Y ésta fue una de las principales razones por las que tardé tanto en rematar el libro. Tenía muchos temas, muchas historias y… al final tienes que construir una narración atractiva. Porque no sirve de nada tener mucha información interesante si luego aburres a la gente. Yo siempre intenté que el hilo fuera esa niña que llevaba entrando a la mina desde los doce años. Cuando la conocimos tenía catorce, la segunda vez que fui, dieciséis… Quería que su evolución fuera el hilo en el que encajara lo demás. Ella no me sirve para anclar todos los temas, pero sí muchos. Es una historia central básica a la que puedes ir añadiendo la historia de Bolivia, la de la violencia machista en el entorno… Esas cosas que tienen relación con su vida. Al final, se trató de encajar un montón de temas generales, anclados a historias personales. Y eso es lo que hace avanzar la acción. Tiene que haber una progresión, unos personajes a los que les pasa algo, para bien o para mal… Para evitar que el libro sea un informe.
– ¿Qué convirtió a esta niña de 12 años en el hilo conductor? ¿Por qué ella?
Porque era una niña que rompía todos los esquemas. Se supone que las mujeres no pueden entrar a la mina por una tradición cultural, social… bastante discriminatoria y oscura. Pero ella entraba. Se supone que es una pobrecita que desde nuestra mentalidad externa creemos que tiene que ser salvada por una ONG externa. Pero ella está organizada con otros niños menores en asambleas políticas, reclamando sus derechos, debatiendo la constitución boliviana… Manifestándose en La Paz para exigir que se cambie la ley, que se permita el trabajo infantil y se controlen los trabajos abusivos. Es una persona con mucha fuerza, con coraje para pelear. Y es, creo, la única persona del Cerro Rico, de las que yo conocí, que se imagina una vida distinta. Es alguien en quien hay una esperanza de cambio. Por eso es una persona capaz de hacer avanzar la historia y de hacer ver otras posibilidades. Es una mujer que rompe lo que se espera de ella y de la gente que vive allí. Y de eso depende que las cosas cambien: de que haya más gente como ella.
– ¿Cuándo se dio cuenta de que la voz de las mujeres tendría tanta fuerza en el libro?
Desde el primer momento, los hombres eran los mineros que nos enseñaban el submundo: las galerías, el trabajo en la mina. Pero esa parte es la más contada. La dureza del trabajo del minero, las condiciones infames, sus luchas políticas, lo que éstas han sido en la historia de Bolivia… Los hombres estaban allí, claro, pero enseguida me empecé a dar cuenta de que lo valioso, lo novedoso para el libro, era ese mundo externo en el que los hombres que salían del infierno reproducían el infierno. Y había unas mujeres que soportaban también condiciones horribles, como sus maridos, pero que, además, ofrecían otra perspectiva. Como la de la niña, que luchaba por salir de ese lugar. Porque los mineros hombres trabajan y ganan dinero, pero las mujeres no. Y quieren estar allí. Quieren que algo cambie, buscarse otra vida.
– “Las mujeres no pueden entrar a la mina, dice Pedro Vilca. Imagínese que una mujer entra. Entonces, cuando le viene la siguiente menstruación, la veta de mineral desaparece. La Pachamama esconde la veta por puros celos”. Son las primeras líneas de Potosí. ¿Cómo justifican los hombres que a las mujeres no se les deje entrar a la mina?
Se basan en supersticiones por las que la Pachamama se pone celosa si ellas entran. Y en el Tío, que es un espíritu subterráneo que da fuerza a los mineros, pero, por otra parte, también es el diablo que los posee cuando beben alcohol y los hace ser violentos, atacar a las mujeres… Vamos, que es una justificación cultural creada para excluirlas de ese trabajo. Argumentan que es por protegerlas, pero después le añaden el hecho de que los hombres son como son, beben mucho, se ponen bravos y violentos… En el fondo, es una amenaza. ¿Por qué? Hay un cálculo de una antropóloga que dice que los de dentro de la mina ganan entre seis y diez veces más que los de fuera. Que las auxiliares que trabajan picando piedra o de guardas. Y estas suelen ser las mujeres. Al final, es un sistema social con una barrera para que a las mujeres se les impida acceder a los beneficios de los hombres. Justificada con leyendas, pero una discriminación machista evidente.
– No escribe ficción. ¿Qué es lo que más satisfacción le produce de contar historias reales?
Esa es una pregunta difícil. Por un lado, siendo sincero, creo que el punto de partida siempre es la curiosidad, el gusto de querer saber algo. Eso puede que sea egoísta, pero es eficaz. Es la satisfacción de saber cómo viven unos mineros en Bolivia, cómo viven unos Inuit en Groenlandia, o unos pastores de camellos en Yibuti. ¿No? Y tener la sospecha de que, si a mí me interesa, habrá gente a la que le interese. Bueno y saber que podré contar una historia atractiva. Luego hay historias relacionadas con la injusticia que merecen ser contadas porque si no, es más fácil que se perpetúe esa injusticia. Mi fe en que un relato mío pueda cambiar algo es muy limitada, pero sí creo que, en la medida en que yo pueda empujar un centímetro hacia una dirección, pues intentaré que sea en la que creo que es la correcta. Yo me planteo que… bueno, o no hago nada, o hago un poquito en la dirección que creo que es la mejor. Así que, sí, hay un cierto sentimiento de que hay injusticias que hay que contar. No todas las historias que escribo son de ese tipo, pero la de Potosí, concretamente, sí. Yo creo que me ha tenido obsesionado durante años precisamente por eso. Porque es una historia de injusticia flagrante y muy dura. Si se me hubiera atascado otro tema, seguramente lo habría abandonado. Pero en este caso yo tenía un remordimiento de conciencia.
– En los pasajes del libro en los que muestra más datos y da a conocer la desfachatez de quienes se lucran con la explotación de los mineros, no opina explícitamente, no explica o argumenta más de la cuenta. Muestra. Sólo interviene en la narración para hacer algunas preguntas, a primera vista ingenuas, y comentarios irónicos. ¿Por qué elige este tono?
Porque me parece el más eficaz. Quiero decir: si hay un dirigente de cooperativa que es un cínico y está justificando el trabajo basado en la explotación de peones, de gente trabajando sin contrato y sin seguro, creo que no tiene sentido que me ponga a discutir con él cuando me expone su punto de vista. Pero yo tengo los datos, los testimonios que he ido recopilando y que creo que desmienten su versión de una manera muy clara. Y creo que el lector es lo suficientemente inteligente como para sacar sus propias conclusiones. Creo que no tiene interés que la entrevista sea una discusión. Por supuesto que le cuestiono. Él me vuelve a contestar; y entonces, yo recojo su respuesta y después expongo lo demás. Y en ese contraste queda claro. Bueno…, creo que queda claro para cualquiera. Se deduce, no hace falta que escriba mi opinión.
– Sin embargo, también hay pasajes en primera persona. Por ejemplo, cuando cuenta su entrada a la mina; o al final, cuando cuestiona la utilidad del libro para las protagonistas. ¿Dónde está para usted el límite a la hora de usar este recurso?
Yo tenía muchos reparos, y en las primeras escrituras del libro no quería que hubiera primera persona. Luego me di cuenta de que era una decisión errónea porque me creaba muchos problemas narrativos. Hay informaciones que el lector entiende porque me contesta a mí alguien. ¿Qué voy a hacer? ¿Crear un periodista ficticio, un personaje simbólico? Es absurdo. Al final entendí que la primera persona, sólo como elemento narrativo, como alguien que guía al lector, me venía bien. En el caso de la entrada a la mina, me parece además que la mirada de alguien que no conoce ese mundo, y que entra y se espanta con el horror que es aquello, añade un valor. Yo hago simplemente una descripción de lo que yo vi. No se trata de expresar mis miedos o sentimientos. En resumen, para mí el criterio es que debe ser una primera persona leve, que no habla de sí misma, pero que sirve de hilo, como elemento narrativo entre personajes.
La última reflexión del libro sí que es algo más personal. Me hago preguntas sobre la utilidad de este trabajo y… bueno, son preguntas para las que no tengo una respuesta muy clara, pero que me gusta dejar para el final. Es algo que la historia de por sí no necesita, una reflexión sobre el propio trabajo que me parecía que… Tuve dudas, hablé con el editor, con amigas que lo leyeron… Debatimos mucho y al final decidimos incluirlo.
– ¿Es necesaria la separación emocional por parte del periodista a la hora de escribir sobre las personas con las que ha compartido un tiempo?
Sí. Yo creo que llega un momento en la escritura, un proceso un poco frío, feo pero necesario, que es el de convertir a esas personas en personajes. Cuando estás escribiendo un texto tienes que mover a las personas por la escena, recoger las partes interesantes de ellas… A veces a esas personas les han pasado unas cosas terribles, tú las has conocido de cerca, y en el momento, su relato te ha sentado como una patada en el estómago. Puedes quedarte tocado, y esa tarde te puede entrar una llorera. O en casa. Pero cuando pasa el tiempo… Bueno, al menos para mí, no es difícil separarme de eso para escribir. Creo que esa mínima frialdad es imprescindible para trabajar. Si te afecta tanto como para bloquearte, mal asunto. Si te incapacita para escribir, no consigues trabajar.
– Insiste a menudo en que no es una excepción. En que hay muchos periodistas haciendo un trabajo muy valioso. ¿Es este un trabajo valioso, pero minoritario? ¿Debería ser más visible?
Un libro casi siempre va a ser muy minoritario. Luego otra cosa es el eco que pueda tener. Pero yo tengo muy claro que el impacto es limitado y que no tiene sentido desesperanzarse por eso… o al menos a mí no me pasa. Este es el trabajo que yo puedo hacer. En este formato. Ojalá tenga la mayor divulgación posible. Pero yo no voy a dejar de hacerlo. Escribí un libro sobre el Tour que se ha vendido muy bien, y a veces me preguntan por qué no escribo del Giro, o de la Vuelta. Pero bueno, es que yo tampoco voy a ponerme a escribir con el criterio de vender más.
Fuente: ctxt.es/es