07/01/2010 por Marcelo Paz Soldan
Pedazos de tierra

Pedazos de tierra


Pedazos de tierra
Por: Mauricio Rodríguez Medrano

Buscando en Internet me topé con un blog sobre literatura, de los tantos buenos y malos que abundan como islas en ese mar cibernético. Lo que reproduzco a continuación un texto que me pareció rescatable con algunas correcciones, por supuesto:
“La isla es el más literario de los accidentes orográficos. Porción de tierra rodeada de agua, es el lugar donde se da con más facilidad ese estado de credulidad que permite el artificio literario. Tal vez por eso abundan bajo las tapas de los libros. Recordemos algunas:
La primera isla pertenece a uno de esos enfermos profesionales que llegan a la edad adulta por misteriosas casualidades. Por suerte para nosotros, sufría de ciertas recaídas de buena salud que le permitían escribir. Catarro y una terca lluvia escocesa le obligaron a buscar refugio en una casita en Braemar, y él, un poco por aburrimiento y otro poco porque interiormente seguía siendo un muchacho al que le agradaba la compañía de iguales, se unió a su hijastro para compartir un caballete y una caja de acuarelas. Un día dibujó un mapa de una isla, así de fácil empezó todo. Pintó el islote del Esqueleto y la colina del Catalejo; imaginó un pantano y una cueva, marcó en rojo tres cruces. Cierta mañana de septiembre comenzó a escribir junto a un buen fuego El cocinero de a bordo, cuidando de cumplir la única condición del muchacho: en la historia no debían aparecer chicas. Cada tarde leía lo escrito a su mujer, a su padre y al joven caballero que inició la historia, y nunca hubo público más entregado. La historia apareció por capítulos semanales en una revista juvenil, “en medio de una horrible mezcolanza, sin grabados y sin llamar la atención”. A él nunca le importó. Por fin, a los treinta años, había acabado su primera novela. Quiso publicar la historia en forma de libro, pero el editor perdió el mapa y nuestro hombre hubo de dibujar de nuevo aquel familiar perfil. Intentó recordar como en un sueño el pantano, los cabos y el fondeadero. Añadió ballenas lanzando chorros de agua y airosos navíos navegando a todo trapo. Luego su padre estampó la firma del capitán Flint y las indicaciones de Billy Bones, pero para Robert Luis Stevenson aquel mapa ya no fue el de su isla, la Isla del Tesoro.
La segunda isla fue bautizada Isla de Speranza o Isla de la Desesperación, según el día. El treinta de septiembre de 1659 arribó un náufrago a sus playas, el más antipático de todos los héroes literarios. Alguien avaro, miserable y cruel llamado Robinson Crusoe, a quien una tempestad impidió llegar a África para proveerse de esclavos a buen precio para su plantación en Brasil. Robinson nació de nuevo en su isla. Allí creció y se multiplicó, como si únicamente en soledad aquel hombre fuera capaz de dar lo mejor de si mismo. Pero un día llegó un indio caribe a sus playas y Robinson le enseñó que su nombre era Viernes, y a él debía llamarle amo. Otros náufragos toparon con aquel paraíso; entonces Robinson dictó normas, valló campos y arrendó tierras. La isla era suya, la ganó por haber vivido allí durante veinticuatro años. Daniel Defoe estimó veintiocho, y algún lector lo suficientemente paciente como para echar cuentas concluyó que veintisiete. Estas divergencias participan de la imprecisión del recuerdo y añaden un curioso aire de verosimilitud a la historia. Hoy, gente del chileno archipiélago de Juan Fernández sueñan con apropiarse de la fama de ese pedazo de tierra ilusoria situada en la desembocadura del Orinoco. Aducen que la historia está basada en la vida del marino Alejandro Selkrik, su náufrago local, de quien Daniel Defoe escuchó historias en las tabernas de Bristol. Para acomodarse mejor a la ficción, han bautizado la Isla de Más Afuera como Alejandro Selkirk y la de Más a Tierra como Robinson Crusoe. También sueñan con acariciar un fabuloso tesoro enterrado. Ochocientas toneladas de oro y plata, dos anillos papales, la fortuna del inca Atahualpa, una fabulosa joya engastada de esmeraldas llamada “La rosa de los vientos” y la llave del muro de las lamentaciones aguardan al valiente que se atreva a excavar por aquellos andurriales. Esta despareja lista de tesoros imaginarios sugiere que son gente de naturaleza soñadora y poética, muy alejada del carácter miserable del tal Robinson.
Nuestra travesía acaba bien cerca, en el islote volcánico de Noble, a 5º 3’ de latitud sur y 101º de longitud oeste. Allí desembarcó en mil ochocientos sesenta y siete el doctor Moreau. Quiso transformar por misteriosos experimentos a las bestias en hombres, quiso dominarlas con su látigo y la fuerza de la moral. Pero aquellas criaturas no podían ser sino bestias y mataron a su creador, pues los animales obedecen a sus inclinaciones y descreen de los remordimientos. El náufrago testigo de nuestra historia volvió a Londres para descubrir la verdadera naturaleza de sus semejantes. Si alguna vez lees el libro de H. G. Wells, querido lector, tú también los verás. Contemplarás a las hienas y chacales que caminan entre nosotros. A los cerdos que buscan en la basura del vecino. Descubrirás rebaños de hombres vencidos, gente de indefinible aire bovino que se arrastra camino de la fábrica o de una oficina, mansos y vulnerables como ciervos heridos. Incluso puede que veas lobos. Fieras de piel peluda vuelta hacia dentro, astutos vigilantes que otean a sus presas tras el mostrador de un banco, en un portal o rondando un colegio. Terrible don”.

Fuente: Ecdótica