05/27/2015 por Marcelo Paz Soldan
Pasión por la escritura

Pasión por la escritura

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Pasión por la escritura
Por: Willy Camacho

Conocí a Wilmer Urrelo hace siete años. Fue en Sucre, en un encuentro de escritores organizado por el poeta chuquisaqueño Alex Aillón. Yo daba mis primeros pasos como escritor, y él, Wilmer, ya era un novelista consagrado, pese a su juventud, pues había ganado el Premio Nacional de Primera Novela con Mundo Negro el año 2000, y en 2006, el IX Premio Nacional de Novela con Fantasmas asesinos.
Recuerdo que el último día en Sucre, Martín Zelaya (ese entonces editor del suplemento Fondo negro) y yo regresamos al hotel a eso de las siete de la mañana, con media de botella de singani y muchas ganas de terminarla. No sé por qué, pero fuimos a tocar la puerta de la habitación de Wilmer, quien abrió sonriente, sin pizca de enojo, y nos dejó entrar, aunque no tomó ni un vaso. Es que Wilmer no bebe alcohol; sin embargo, con una paciencia paternal, charló con nosotros casi dos horas, hasta que vaciamos la botella y nos retiramos para hacer maletas.
Así es Wilmer, buen chango, como decimos por acá. Y no he conocido a nadie que me haya dicho lo contrario. Pero eso no implica que sea “buenudo”, porque cuando se trata de defender sus puntos de vista es firme y frontal. Además que no tiene pelos en la lengua para expresarlos.
Estamos a pocos días de que se conozca que La Paz ha sido elegida como una de las siete ciudades maravilla del mundo, y Wilmer declara que no votó por esta urbe, que si hubiera votado, lo habría hecho por ciudad de México. La declaración me sorprende, porque acabamos de llegar a Ciudad Satélite, El Alto, en la línea amarilla del teleférico, y desde el lugar donde estamos parados, tenemos una vista sobrecogedora de la hoyada. Es una vista de postal, con el Illimani coronando el cuadro, pero esto no logra cambiar la aversión que Wilmer le tiene a su ciudad natal. Él sostiene su opinión con dos argumentos que apuñalan mi orgullo paceño: “Primero, La Paz es una ciudad fea, tiene muchas subidas, estamos muy estrechos, muy juntos, no tienes la independencia que tenías hace años, cuando no había tanta gente… somos muchos. Y segundo, y lo más importante, es que el paceño es una gente profundamente hipócrita. Yo leo muchas cosas de los años veinte, treinta, y lo que decían los escritores sobre el paceño de esa época no ha cambiado, sigue siendo prácticamente lo mismo”.
Colegial cinéfilo
Wilmer nació en La Paz, en 1975. Estudió en varios colegios. Primero, en La Salle, cinco años; de ahí lo “botaron” y pasó al Cervantes. Después se fue al Bancario, dos años más o menos, y terminó el bachillerato en un colegio de la calle Chuquisaca que se cerró hace poco.
De la época colegial, recuerda con especial afecto sus escapadas al cine Busch, hoy desaparecido, pero que en las décadas de los ochenta y noventa fue casi un templo para los fanáticos de las películas clase B. “Con mi hermano nos escapábamos del colegio e íbamos a las matinales. Nos hemos visto todas las películas clase B habidas y por haber, y era muy lindo ese cine, físicamente hablando, porque era antiguo, de sala grande, pantalla enorme… Hemos debido faltar dos meses al colegio, fácil. Todos los días íbamos al cine, porque siempre cambiaban las películas, y entrábamos a las matinales sin problema”.
No es la primera vez que escucho a un escritor mencionar cierta fascinación por las películas clase B, pero sí es la primera oportunidad que tengo de preguntar por qué. “No sé… quizá era un momento histórico, porque iba en contracorriente de lo que era y es el cine serio. Era más accesible a nosotros, nos resultaba más fácil de entender, y también había un fenómeno curioso: en esa época empezaron a aparecer los Betamax, y ya había películas piratas. Con mi hermano teníamos una buena colección de películas, y quizá éramos una generación que necesitaba ver otra cosa, un cine distinto al que estaba acostumbrada a ver la generación anterior”.
Le pregunto si en literatura también hay “clase B”, y Wilmer no medita ni un segundo para responder que sí, “y hay muy buena clase B”, añade con seguridad. “Toda esa literatura negra, como Ross Macdonald, por ejemplo, que era un capo, es clase B. En los autores latinoamericanos también hay clase B, pero que son buenos, y ahí se aprende un poco. Pero, los últimos años, para mí es muy difícil leer literatura contemporánea, de changos de 30 o 40, salvo los que busco específicamente. Sigo leyendo cosas de hace un siglo o más, de 1915, 1920, esa literatura es muy exquisita, además”.
Es válido suponer que ese tipo de cine y literatura influyó en su obra posterior, no tanto en el estilo, sino principalmente en las temáticas, en el tratamiento de la violencia, de sucesos sangrientos. Wilmer confirma mi suposición: “El cine Busch fue una escuela, una gran formación…”. Pero también influyó su entorno, el ambiente en el que le tocó crecer, donde aprendió a pelear y a manejar cuchillo.
De la navaja a la pluma
Cuesta imaginar a Wilmer blandiendo una navaja. Su aspecto físico dista mucho del estereotipo del pandillero. Es bajito, usa lentes gruesos y, para rematar, camina apoyado en un bastón. Además, como dije, es “buen chango”, transmite serenidad, paz, incluso ternura. Una amiga en común lo define como un “osito de peluche”.
Esa faceta desconocida surge en la charla cuando le pregunto si tuvo problemas en colegio por su afición a la lectura, es decir, si sufrió bullying. Wilmer cuenta que en colegio era parte del exceso de alumnos que no resaltaban, que se perdía en la multitud, de modo que no tuvo líos con nadie. Sin embargo, en la universidad la cosa fue un poco distinta, porque ahí no era uno más del montón. Como leía bastante, sus compañeros lo consideraban “corcho”, y eso, al principio, originó cierta agresividad en su contra, pero luego, cuando se dieron cuenta de que no leía textos académicos, sino literarios, la situación se relajó. “Como yo leía literatura, quizá consideraban que eran lecturas vanas, y tal vez sí lo eran, y por eso no me consideraban un corcho. Aunque creo que también me tenían un poco de miedo, porque yo andaba armado en la universidad”.
Tras semejante revelación, viene la pregunta lógica: ¿por qué andabas armado? “Porque me odiaban. Me odiaban por joderlos, porque, digamos, había un examen faltante y yo proponía darlo el sábado en la mañana, a las siete. Por cosas como esa me odiaban, o también porque hacía preguntas duras a los grupos en las exposiciones. Pero nunca pasó nada, y al primero que hubiera venido, pues venga… tenía un fierro afilado. Yo venía de un colegio fabril, donde las cosas eran duras, y si un chiquillo clase media creía que se las sabía todas… yo ya había aprendido a pelear con cuchillo. En el colegio Bancario, que era de clase media, acomodada, había violencia también, pero una violencia normal, mientras que en el Fabril era otra cosa, había ladrones, pero en serio. Recuerdo a un compañero que era ladrón de casas, tenía un álbum y te mostraba las casas que había robado. Era otro mundo, y ahí he aprendido, me enseñaron a pelear con cuchillo, de modo que a cualquier chiquillo de Comunicación Social que hubiera venido, yo le habría dicho: ven, papito, aquí yo te atiendo”.
Definitivamente, cuesta imaginarlo en esa faceta. No obstante, ahora que me fijo mejor, el bastón con que camina parece innecesario, ya que sus andar es ágil, normal, por llamarlo de alguna manera. No cojea, ni manifiesta signos de molestia o dolor. Sin embargo, si lo usa, es por algo, quizá como arma contundente.
El fantasma del colegio Bancario
Fuera de esas suposiciones, resulta evidente que Wilmer siempre ha sido provocador, lo cual se refleja en su escritura. De hecho, en Fantasmas asesinos abordó un caso real que había conmovido a la sociedad años atrás, generando reacciones inesperadas en muchos lectores. “Lo que pasa es que en Fantasmas tocaba fibras, yo creo, todavía muy íntimas de la sociedad paceña, sobre todo en el caso específico del niño; entonces hubo, más que una apreciación de la novela, un escándalo, digamos, sobre lo que contaba. Incluso en la calle hubo gente que me increpó eso, señoras, especialmente”.
Con esa obra, Wilmer ganó el
Premio Nacional de Novela 2006, y como parte de la promoción planificada por Santillana, asistió a varias charlas y firmas de libro. Él recuerda que una de esas charlas fue durante la Feria del Libro de La Paz, con un club de lectura integrado por personas mayores de cincuenta años. “No fue una charla, fue una increpación. Todo el mundo se levantaba para insultarme. Creo que, lamentablemente, a Fantasmas no se la ha leído como debería habérsela leído ese momento: como un experimento, como un intento de hacer una cosa más o menos distinta”.
Probablemente, Fantasmas asesinos fue su primer proyecto narrativo serio, pues encaró la escritura como un proceso creativo, investigativo y de experimentación, exigiéndose al máximo en los tres niveles. El macabro asesinato del niño Álvaro Tavera rondaba su memoria desde la adolescencia, dado que, cuando Wilmer fue a estudiar al colegio Bancario, “había como una leyenda alrededor del caso, porque el cadáver de Alvarito fue hallado en unos terrenos detrás de ese colegio. Entonces, la leyenda del niño muerto continuaba, te contaban dónde habían hallado el cuerpo… Por eso, quizá, es una historia muy cercana. Aunque ya habían pasado unos años, en el colegio, la historia del niño muerto seguía vigente”.
Con más de 600 páginas, Fantasmas también fue su primer proyecto narrativo de largo aliento. “Yo no podía escribir cosas largas, mis cuentos eran de media página, de dos máximo, y entonces apareció la convocatoria al concurso, el Premio Nacional de Primera Novela, y eran, si no me equivoco, 100 páginas mínimo. Entonces, fue como un desafío que me impuse: tengo que escribir una novela de 100 páginas. Pero la escribí con miras al concurso, no era una preocupación como ahora, no había investigación, era como el cuento chiquito que quería convertir en novela, y fue un proceso muy rápido, de seis meses, tanto en escribir como reescribir. Y bueno, Mundo negro ganó, junto con la de Miguel Ángel Gálvez, La caja mecánica. Las posteriores ya fueron una cosa muy seria, una apuesta por tener todos los datos y todos los hilos de la novela para poder escribir; pero antes no, antes fue un divertimento, hasta me pareció chistosa (Mundo negro), lo cual no pasó con Fantasmas, que es más pesada, más seria, digamos, más compleja, y escribirla también fue más complejo”.
Una pasión irrenunciable
Escribir una novela extensa, con el rigor que se impone Wilmer, conlleva efectos colaterales que, en su caso, lamentablemente, se manifestaron en problemas de salud. Incluso llegó a decidir que nunca más volvería a escribir tras finalizar Hablar con los perros, pues casi pierde la vida por la obsesiva dedicación que puso en la escritura de esa novela. “El último año que me dediqué a reescribir Hablar, tenía mucho dolor de espaldas, tortícolis, porque me quedaba horas sentado trabajando en la novela. La acabé de escribir y al día siguiente la envié a Santillana; esa misma noche me explotó el apéndice. No me explotó cualquier día, sino el 24 o 23 de diciembre de 2010, justo cuando el Evo tira el gasolinazo. En el hospital solo había emergencias, y no llegaba el ecógrafo, que vivía en El Alto. Yo fui a las tres de la mañana, y el ecógrafo llegó a pie a las once; recién me dieron el diagnóstico de peritonitis, ya me estaba muriendo. Entré a quirófano y luego estuve hecho mierda dos meses con el proceso de rehabilitación, y todo por la novela, por el consumo de pastillas, porque para escribir yo tenía que estar bien físicamente, y para eso tenía que tomar tres relajantes musculares en la noche, dos analgésicos… y mi apéndice empezó a resentir eso y explotó. Pasé navidad en el hospital, y con todo eso decidí que ya no quería escribir. Pero, tiempo después, un día estaba revisando libros usados en el mercado Lanza, y vi uno de tapa morada que decía Impulsos atávicos, debajo una foto, y debajo El caso Polonia Méndez, autor, Arthur Posnansky”.
Le llamó la atención la rareza del libro y, sobre todo, lo cautivó la foto de la tapa. Leyó el texto y hasta ahí llegó su decisión de abandonar la escritura. “Aquí hay historia para una novela”, pensó entusiasmado, y comenzó un proceso de investigación que ya lleva casi tres años, visitando hemerotecas, archivos judiciales, lugares que aún siguen como en la época del suceso, en fin, documentándose con rigurosidad sobre el caso que descubrió en el libro de Posnansky. “Si no encontraba ese libro, hubiese dejado de escribir. La historia es fascinante, y con lo que fui investigando me convencí de que había una novela. Me dije que si llegaba al segundo manuscrito, iba a haber novela. Cuando llegué, me hice tatuar el rostro de Apolonia”. Wilmer se remanga la chamarra para mostrar el tatuaje, un rostro femenino con la mirada triste y los labios morados. “Así es la foto del libro. Los labios morados los he puesto yo, porque quería que fuera popera”, aclara.
El bastón no es un arma, ahora lo entiendo bien. Lo necesita, porque nuevamente está poseído por el demonio de la escritura, ese que le hace olvidar su propia salud. Ese mismo que casi lo despacha de este mundo cuando escribía Hablar con los perros, su novela más compleja y ambiciosa, cuyos méritos literarios fueron reconocidos en Alemania, donde la Fundación Anna Seghers le otorgó el Premio de Literatura 2012.

Ironías del mundillo literario

Hasta que llegó la noticia de ese premio, la novela había pasado prácticamente desapercibida en Bolivia. Tanta dedicación, dejando la vida en las letras, no fue recompensada por los lectores, o mejor dicho, por la crítica, que con su silencio ninguneó una de las mejores novelas bolivianas de los últimos años. Esa es una espinita que aún molesta a Wilmer, aunque procura tomar con humor las “rarezas” de nuestro ámbito literario. “Hablar con los perros fue un salto total de entrega a la literatura; si bien ya había decidido hacer eso en Fantasmas, con Hablar fue una decisión radical. Igual, la novela se publicó y hasta que llegó el premio de la Fundación Anna Seghers, un año después, nadie le había tirado pelota, pero mira esta cosa rara, sale el premio y todo el mundo empieza a leerla. Es cosa rara que te den la bendición afuera y recién empiecen a leerte con cierta atención. Jacky (de la Fundación Simón I. Patiño) me contó que luego de que Carlos Mesa hablara bien de la novela en un encuentro realizado en Cochabamba, al día siguiente la gente estaba buscando la novela. Gracias a Carlos Mesa tengo dos mil bolivianos más por los derechos de autor de ese semestre. Antes del premio no había respuesta de los lectores, una respuesta interesante, crítica; gana el premio y todos quieren leerla, de repente ya eres hasta respetado, ya nadie te jode como te jodían antes”.
Si bien reconoce que el premio de la fundación alemana es motivo de satisfacción y orgullo, le parece “raro” que sea necesaria una “bendición” extranjera para que tomen en serio su obra, cuando ya lleva más de tres lustros escribiendo en Bolivia. “Hace meses, el municipio paceño me distinguió como un personaje destacado, o algo así, en una ceremonia de gala, y yo lo acepté porque me parece bonito, pero es chistoso… yo que le pego a esta ciudad durísimo, digo que es fea, que la odio, y encima me dan un premio, ¡y además fue por mi trayectoria y aporte a la literatura nacional! Si no hubiera habido el premio, te aseguro que eso no pasaba. Había un rechazo hacia mí, como escritor, por la carrera de Literatura, primero, que siempre le he pegado duro, y luego por la gente, que no me tomaba en serio”.
Wilmer ha mencionado a la carrera de Literatura, “siempre le he pegado duro”, dice, y esta vez no será la excepción. Él cuestiona el rol de la academia y no cree que sea necesaria para la formación de escritores. “Creo que la academia debería cuestionar a las generaciones. Nuestra generación, que ya somos cuarentones, hasta ahora no hemos recibido cuestionamientos grandes, hemos recibido ninguneos, pero un cuestionamiento de por qué estamos escribiendo lo que estamos escribiendo, cero. También podría orientar a los lectores sobre las publicaciones recientes, pero solo se saca algunas reseñas, y eso es una gran pérdida. En Santa Cruz quieren una carrera de Literatura, y yo les digo para qué, si no aporta nada. Hay gente como el Mush (Mauricio Murillo) y el Sebas (Sebastián Antezana) que tienen carreras importantes, pero los demás no, los escritores no provienen de la academia. No es necesario pasar por una carrera de Literatura para escribir bien, como tampoco es necesaria para tener una generación de escritores. Pero los de la carrera de Literatura creen estar por encima de todo. Y eso ha debido joder muchas generaciones. En la generación de los 80, de los 90, de la gente que ha pasado por la carrera de Literatura, hay muy poca rescatable, que publica cosas interesantes. Pienso que la carrera de Literatura ha perdido bastante el norte”.

De concursos y mal gusto

Estamos de nuevo en el teleférico, bajando hacia Sopocachi, mientras Wilmer descarga su artillería contra la academia. Sé que no lo conmueve el paisaje paceño, pero a mí sí, por eso cambio de tema, para hablar de asuntos menos agrios.
Él ha ganado dos concursos literarios importantes, fuera del premio en Alemania. Obviamente, tiene una opinión positiva respecto a estos certámenes. “Es que, quieras o no, ganar un concurso te da visibilidad; cómo manejas esa visibilidad o cómo la gente acepta tu cuento o novela es otro tema, pero te da la posibilidad de ser leído, y eso ya es un gran avance. También se puede ganar espacios, por llamarlo de algún modo, publicando de manera independiente, como el caso del Piñas (Juan Pablo Piñeiro), pero es una excepción, porque hay tantas publicaciones que la tuya se puede perder en el montón, entonces, ganar un concurso hace que la gente te pueda leer, que pueda decidir si vales la pena o no. Y ha ocurrido que muchas obras del Premio Nacional de Novela han pasado prácticamente desapercibidas, han tenido su momento importante, su escaparate, y no lo han sabido aprovechar, o bien la gente no ha encontrado nada interesante en su propuesta, eso pasa”.
Pedro Albornoz, último ganador del Franz Tamayo, dijo a 88 Grados que le parecía de mal gusto que un autor que había ganado un certamen participara de nuevo en el mismo concurso. Wilmer está de acuerdo con esa opinión, pues cree que debe haber un principio ético en los escritores que deciden concursar. “Es como quemar naves. Si quemas la nave del Premio Nacional de Novela, no tienes por qué volverte a presentar, por más que sea legal. Hay quienes se presentan a un premio importante, como el nacional de novela, y luego se presentan a concursos municipales, que son menos visibles, y vuelven a ganar ahí, ¿qué necesidad tienen? Entiendo la cuestión del dinero, pero creo que tiene que haber una ética del escritor, si ganas el más importante, entonces, ¿ya para qué te presentas a los demás? Es una falta de ética, incluso, tú que tienes más experiencia, digamos, quitas la oportunidad a alguien que está empezando y está luchando por ganar el Tamayo, por ejemplo”.
Pero Wilmer, provocador como es, añade otro comportamiento de mal gusto: reclamar si no ganas el concurso. “Como hizo el Ramón (Rocha). El Ramón es un capo, ha escrito novelas que han marcado la literatura boliviana, pero creo que también ha entrado en una época de decadencia, ¿no? Y lo mismo el Gonzalo Lema, que viene atacando a una generación ya vieja, como la mía, de casi cuarentones. Viene atacándola desde hace tiempo, desde Memorias de lo que vendrá, cuando éramos unos chiquillos de veintitantos. Parece que no se acostumbra, o no quiere el recambio o le da miedo, como si le fuéramos a quitar algo”.
Le advierto a Wilmer que sus declaraciones pueden generar malestar, pero él asume lo que ha dicho. Es más, cree que los debates, los cruces de opiniones son positivos. “A mí me gustaría que hubiese más de esos líos”, asegura, recordando las polémicas literarias de décadas pasadas. Eso sí, si se ataca, debe ser de manera frontal, con nombre y apellido, y no con insinuaciones o mensajes en las redes sociales. “Polémicas por la prensa, con firma, intercambiando criterios, peleando a veces, son las que hacen falta, y no pleitos por las redes sociales, como ha hecho el Ramón”. Wilmer se refiere a la reacción de Rocha luego de enterarse que en el acta del Premio Nacional de Novela, en el que él había concursado, el jurado (presidido por Wilmer) había cuestionado la calidad de las obras enviadas. “Yo me enteré por amigos, porque no tengo Facebook. Y bueno, también fue un error del jurado, porque yo no estaba de acuerdo con poner eso de que las demás obras carecían de calidad, pero lo pusimos, y creo que es algo que nunca se debe hacer, hay que aprender con la experiencia. Nos hemos equivocado, pero también lo hemos asumido. Yo no le he vuelto a responder al Ramón, no lo veo hace años”.
Luego de ese mea culpa, Wilmer se toma un respiro, o más bien, hace una pausa para afinar la puntería y disparar de nuevo. “Algo que me pareció bajísimo fue lo que dijo Gonzalo Lema en una entrevista. Cuando te preguntan quiénes te parecen recomendables de la literatura boliviana, tú lanzas los que te acuerdas ese momento, después te das cuenta de que te has olvidado de varios. La cosa es que Gonzalo dice, luego de ganar el premio Kipus, que cómo es posible que un conocido autor cochabambino siga mencionando a sus amigos… Ese lío de los 90, esas peleítas de VHS… Pero no lo escribe, no dice ‘Edmundo, yo pienso esto’, con nombre y apellido”.
La caprichosa Apolonia
En este momento, ya no me cuesta imaginar a Wilmer con un fierro afilado en las manos. Es evidente que no gambetea ningún pleito, hasta me parece que los disfruta. Pero también es evidente que lo que más disfruta es escribir, quizá tanto como leer. Escribe desde colegio, pero recién en la universidad comenzó a hacerlo con mayor rigor. Recuerda ese tiempo –finales de los 90– con nostalgia, sus primeras publicaciones en periódicos y revistas, antes del libro a seis manos Trabajos forzados… “Con el Erick Ortega nos animamos a presentar nuestros textos al Antonio Peredo, primero, y luego al Manuel Vargas. Comenzamos a entablar amistad con el Manuel, también apareció el Leito Bacarreza, el Elvis Vargas, que había salido de la cárcel por esa época, apareció otro cuate más y así nació Trabajos forzados. Éramos seis, y ese libro lo pagamos, porque nos inventamos una editorial, además que era una época en la que publicar era caro. Nos exigimos mucho, pese a que los cuentos son malos; nos criticábamos, trabajamos uno cinco meses en una especie de taller, pasándonos textos, leyéndonos”.
Mientras rememora los inicios de su romance con la escritura, noto un breve brillo en su mirada. Estamos en el Montículo, viendo hacia el Illimani. Quizá no odia tanto a La Paz, pues, finalmente, aquí nació como hombre y como escritor. Debajo de este cielo el romance devino pasión. Entre estas montañas habita el demonio que lo desangra en ficciones.
Ajeno a semejantes disquisiciones, Wilmer se despide y se aleja rascándose el brazo con delicadeza. Supongo que la tinta del tatuaje le provoca escozor. Tal vez Apolonia le está exigiendo que vuelva al trabajo.
Fuente: Revista 88 Grados