Por Paola Senseve
¿Nos acordamos lo que es la infancia?
En nuestras vulnerables memorias,
¿qué nos queda de la época en la que éramos niñas?,
¿qué de cuando cruzábamos la frontera hacia el otro lado?;
a esa época incierta de paso
¿le decimos pubertad, pre adolescencia, adolescencia?
¿qué?
Muchas veces siento que cuando el feminismo habla de la infancia carga con una deuda, porque suele referirse solo a la violencia y no a los cuerpos o las libertades. Hablo de las niñas, porque, por supuesto, no pasa lo mismo con los niños. Los niños juegan a conquistar el mundo con sus cuerpos y luego los hombres también.
Hemos sacralizado este periodo de la vida al punto de sustraerle la autonomía por completo. Es justo en los límites de esa infancia/pubertad/adolescencia donde vamos comprendiendo a cabalidad los “no”, donde el espacio que tenemos que ocupar en el mundo se comienza a achicar, tanto, tanto, tanto que nos reduce física y metafóricamente. Reduce nuestra seguridad. Reduce nuestro lenguaje.
Pienso en todo esto después de leer la novela Panza de burro, de la escritora canaria Andrea Abreu. Este libro vio la luz por primera vez en 2020 y hasta el momento ha sido traducido a 11 idiomas y ha vendido más de 40 mil ejemplares.
Acá las niñas se estregan jugando y juegan mientras descubren las capacidades infinitas de sus cuerpos, en una instantánea precisa, justo dos segundos antes de conocer la censura.
Acá Andrea Abreu desata la fuerza vulcánica de su lenguaje al mundo, para contarnos, de manera inolvidable y abrasadora, esta historia, sin guardarse ná. Ná de ná.
Panza de burro es una novela corta (166 páginas), publicada en Bolivia por Dum Dum Editora, que va hasta las entrañas de la tierra, donde se gesta el fuego que nadie nunca sabe cuándo nos quemará a todas.
Los últimos libros que leí (Vendrá la muerte y tendrá tus ojos de Magela Baudoin, Frontera interior de Astrid López) me hacen reafirmar la idea de que la infancia es muy difícil de escribir. Pero capaz nosotras, las mujeres, solo tenemos que hacer el inconmensurable trabajo de cincelarnos, con muchísimo detenimiento para no quebrarnos en el proceso. Pero sí llegar al fondo y encontrar a la niña que nos obligaron a congelar.
La niña capaz de tener orgasmos fácilmente sin saber qué es un orgasmo. La niña capaz de decir “el pepe” e incólume morder uno. La niña capaz de vivir sin la culpa y la vergüenza (por tan solo existir), que luego el borramiento, el abuso y la morigeración nos imponen.
Pero no nos engañemos, no se trata de escribir la voz “creíble” de una niña. Se trata de creerle a la voz de la niña que está adentro. De esa niña que ya no es niña.
Que camina entre las calles del pueblo, la tierra, el sudor, los perros, el mésinye.
Que lidia con las hormonas y la humedad impenetrable del interior de su cuerpo.
Que ya está comenzando a soñar con desaparecer, que no le salga más pelo, desintegrarse, que le saquen el bigote, porque los Otros le siembran la incomodidad dentro como una semillita que solo crecerá y crecerá.
En el lenguaje de este libro se puede sentir una densidad indómita, selvática e intergaláctica muy en sintonía de la editorial que lo publicó en Bolivia a mediados de este 2021.
El lenguaje está, estuvo y estará vivo. Monstruosamente vivo y no lo vamos a encapsular. Basta que una escritora nacida en el 95 escriba “estregarse” lo suficiente para entenderlo.
“Y al terminar de estregarnos Isora me mandaba a rezar y yo bisebisebisé con los pantalones del chantal todos pintorriados de colores, como un arcoíris dentro de las piernas, un arcoíris que se elevaba por encima del límite del mar, allá abajo, donde las nubes se juntaban con el agua y ya todo era gris, y ya solo quedaban nuestros pepes latiendo como un corazón de mirlo debajo de la tierra, como una mata a punto de reventar el centro de la Tierra.”
Isora.
I so ra.
¿Cómo suena ese personaje que comparte edad, protagonismo y vida con la narradora de Panza de burro?¿Cómo suena esta novela entera?
Leí varios párrafos en voz alta para internalizar un poco más su música y lo único que logré fue ser poseída ferozmente por una fuerza, diría yo, física.
Esta novela se oye.
Es para que los ojos se conviertan en oídos y pasemos, una y otra vez, del goce estético, al político y viceversa.
Gracias al lenguaje.
Todo con y por el lenguaje.
Dentro de “los últimos libros que leí” hay uno que releí y que dialoga especialmente con Panza de burro. Se trata de 98 segundos sin sombra, de la montereña Giovanna Rivero.
Dos novelas narradas por niñas que son torbellinos desatados en el proceso de ser contenidos. Que dicen lo que piensan y sienten lo que dicen. Que usan el lenguaje y lo retuercen sin conciencia, solamente haciéndolo propio, tomándolo antes, justo antes, de que el mundo les enseñe que está prohibido.
Y el mundo enseña castigando, claro.
Estas dos chicas que narran son de pueblos pequeños, atravesados por condiciones históricas que se ven reflejadas en las realidades domésticas de sus familias: la pobreza, los detalles extremos, el cinismo de la edad, las amistades y los amores.
Dos “Culos del mundo”. Dos amigas adolescentes que vomitan para no crecer en cuerpo y en vida. Dos voces desatadas, crueles, brutalmente libres.
Y todas las otras coincidencias: los cuerpos. las violaciones. siempre violaciones. anorexia, bulimia. la familia. la amistad. las madres. las abuelas.
El capítulo “comerme a isora”, en la página 69 (en la edición boliviana), es un ejemplo perfecto de la poética bravía de la novela. Una lectura sin respiros, sin filtros, sin exigencias sociales, sin vergüenza.
Porque a esa edad, la vergüenza es de los Otros y la heterosexualidad, la asquerosa y cruel heterosexualidad mandatoria todavía les pertenece a Otros, nunca a ti, nunca a nosotras; así como la puntuación, las pausas, el miedo, las precauciones y los frenos frente al impulso.
Sisá, porí, estregar, pepe, dir, shit, mecagondioscabrón.
¿Quién le pone límites al océano?,
¿a la niñez?,
¿a la respiración?,
¿al lenguaje?
Una novela. El mundo contenido o custodiado por un vulcán. La cárcel del cuerpo y de la mente está en los Otros.
Fuente: Muy Waso