Por Alba Balderrama
Este pequeño libro es un insecto verde. Mínimo y hermoso como esos que vuelan rozando el agua en un río o como esos que brillan en la noche entre los arbustos como bayas amarillas fosforescentes. Un insecto vivo es este libro de poemas de Juan Pablo Piñeiro que se llama, insólitamente, Insectario (2022). De sus páginas sale una vibración sonora y animal.
No es un insectario a la usanza que cataloga, ordena, colecciona, encajona o mide las especies, sus formas, sus diferencias, sus alas, sus antenas, sus patas o sus tres tipos de tórax. No es el insectario del hombre con su red, su lupa y sus pantalones caquis anchos. No es el insectario del entomólogo que quiere nombrar, estudiar y descubrir cosas al mundo; clavar su pequeña banderita roja en la superficie blanda y lunar del abdomen de alguna libélula, mariposa o termita. Aunque a una lepidóptera Piñeiro la haya nombrado Hugo Rugah o a un mosquito, Harry Anópheles, rápidamente, en cuestión de dos líneas, se pone en duda el nombre: “No se puede explicar lo que es una piedra, Harry. / Sobre todo, porque tú ni siquiera te deberías llamar así.” Se huye de la definición y al esclarecimiento. El poema nos inclina a lo rugoso, lo áspero, lo anómalo, a la piel de lo animal. El Insectario de Piñero es el insecto en sí, es el empeño del hombre por devenir animal-insecto. Transmutar, metamorfosearse en animal para mirar desde los múltiples ocelos de sus ojos, desde la pequeñez, la intimidad, lo inclasificable, lo insólito y el silencio, eso que llamamos mundo. La filósofa y ensayista argentina Esther Díaz, en su ensayo “Nietzsche-Deleuze o el devenir animal”, explica que “un devenir no es una imitación de aquello que se deviene. No se deviene animal pareciéndose a un animal, sino capturándole el código a la animalidad. […] El bloque de devenir no tiene a otro sujeto que a sí mismo y es involuntario, simplemente acaece”.
Piñeiro ve que el código de la animalidad del insecto tiene que ver con su tamaño, su antigüedad, su fugacidad, su cuerpo indefinido de luz, de polvo, de capas como costras, su fragilidad y su peligrosidad. No es un animal fuerte y vigoroso, es uno pequeño, escurridizo, a veces invisible y venenoso como aquel que repta en el poema “No te fíes”: “No te fíes / de una larva, / menos / de una taturana. / Las huellas de su caminata / reventarán tus venas por dentro”.
En Insectario, así como el insecto, es el que refleja la “piedad y la medida de su grandeza (la del hombre)”, como dice el epígrafe del libro firmado por Jaime Saenz, el lenguaje es el medio por el que se deviene en insecto. En el corazón mismo del libro se encuentra la reflexión sobre “lo animal” como si la dimensión más humana del hombre necesitara de la referencia animal para nombrarse, volviéndose así, impropio, no humano, otra sensibilidad, no la pura razón. En el poema “Larveando”, Piñeiro hace énfasis en el vigor animal de un hombre botado en el pasto: “Cuándo estés echado / sobre algo parecido a la hierba / y pase alguien, / sin importar sus intenciones, / y te pregunte / qué haces ahí echado en la hierba, / esconde tus frágiles alas, / disimula tus patas nuevas / y hazte al opa”, es con el lenguaje (“tus frágiles alas”, “tus patas nuevas”) que se construye la conexión con lo animal. Son frases que, por un instante, le arrancan al narrador su humanidad para devenir en animal y separarse de las demandas, “intenciones”, expectativas y preguntas de los otros sobre su estar en el mundo. Como si estar en el mundo, parece decir Piñeiro, necesitara de condiciones o explicaciones o razones o mediciones. Estar en el mundo para el autor requiere perderse en él, como en un bosque, separarse de él, mirarlo de lejos “como desde arriba de una montaña”, “de pie frente al sol”, tomando distancia, volando con “tus frágiles alas”, pisando la roca, el desierto o “paseando venenoso / por la mano hirviente / de algún ser superior”. Estar en el mundo y, a la vez lejos de él, solo puede ser posible con el asombro e inocencia de unas “patas nuevas”; con la extrañeza de una nueva anatomía, no humana, animal como la de la mantis del poema “Cripsis de mantis”: “Lo sé, / respiro / por el vientre. / Y este ojo en miniatura, que como un lunar volador / se posa en el centro de las revelaciones de mi frente, / no es un ojo, es mi oído”.
Cuando nos topamos con los insectos de Piñeiro, los límites entre lo humano y lo animal se ponen en cuestión, si no desaparecen totalmente por lo menos se desdibujan. Lo animal se planta en el poema como una forma de resistencia a los procesos civilizatorios, a los que le exigen al ser humano hacerse cargo del mundo, de lo que se mira, de lo que se conoce, de lo que se toca, de lo que se siente. Tarea harto cansadora es hacerse cargo del mundo. Clarice Lispector, en Agua Viva (1973), se declaraba cansada: “¿Hacerme cargo del mundo da mucho trabajo? Sí. Por ejemplo, me obliga a acordarme del rostro inexpresivo y por ello inquietante de la mujer que vi en la calle. (…) Me preguntarás por qué me hago cargo del mundo. Es que nací comprometida. Me hice cargo, cuando niña, de una hilera de hormigas que se desplazan en fila india cargando un fragmento de hoja”. Un insecto —una hormiga— vive ahora, sabe que “un único segundo / tiene pasado”. La vida animal da cuenta de ese “más allá” de la vida y de su tiempo.
Cuando decía que este libro es un insecto que emite una vibración sonora aludía a que el libro intenta un sonido, una lengua animal, que desequilibre nuestra forma de acercarnos y estar en el mundo. Gilles Deleuze, en su texto “La literatura y la vida” (1993) (título que bien podría ser el sinónimo o subtítulo de Insectario), remarca que el “escribir es un asunto de devenir, siempre inacabado, siempre en curso y que desborda cualquier materia vivible o vivida. Es un proceso, un paso de vida que atraviesa lo vivible y lo vivido.”
En su libro, Piñeiro refuerza este devenir, este “paso de vida” con el movimiento que acontece en el propio cuerpo del insecto a lo largo de su vida, a veces corta y fugaz (un día, unas horas) otras longeva (50 años la hormiga reina). Y lo hace dividiendo en cinco partes su poemario que dan cuenta de una metamorfosis (difícil no pensar en la cucaracha de Kafka) del estado de larva envuelta hacia adentro y que no deja de “palpar” su “futuro exoesqueleto” hasta que se convierte en un adulto pestañeante y curioso, un imago. Las cuatro primeras partes del cuerpo del libro corresponden a una etapa de ese proceso, ese devenir insecto, que no puede ser otra cosa, que la vida. Estas partes son: Larvas, Pupa, Subimago, Imago y una última parte se suma como redondeando cabalísticamente el número a 5, Invocación.
En Larvas, el poema es chico, corto, redondito. Haikus. En Pupa, los textos son más extensos, colgantes como vientres. En Subímago los párrafos crecen, ya se distinguen insectos como mosquitos, cucarachas, termitas, polillas, libélulas, moscas y una abeja reina cuya colmena viene a poblar el árbol que ha crecido a los pies de un habitante del desierto que una vez decidió no moverse de su sitio y que “seguirá en su sitio, / hasta que el enjambre / busque otro árbol”. En Imago, el insecto se hace más robusto y abierto al mundo. Sale de la “crisálida melancolía”, bate sus alas, vemos cómo y desde dónde los insectos miran el mundo, “el fondo verde del horizonte”, lo abierto, “el amplio abismo”. Y lo más sorprende, escuchamos sus sonidos, sus intentos de lengua, de idioma como este de escarabajo: “nuestro idioma es propio, / no se enseña, / pero nuestra lengua la pueden aprender / algunos espíritus / y en general las plantas.” (en “Idioma escarabajo”). O este de cucaracha en el poema “Fe Cucaracha”: “Se va a trozurar en trizas insectas / el alma inicial del tiempo final.” Finalmente, Invocación que consta de un solo poema largo y místico. Un poema que parece despojarse de lo mundano y salir volando. Un poema que deja de mirar abajo, que se quita la máscara que dice “Levanto mi cabeza en otra dimensión” y repite como un mantra “He visto al Cristo tres veces crucificado, / el Dios de los insectos ocultistas”.
Piñeiro también sufre una metamorfosis, deviene-insecto. Se zambulle en el bosque y se acerca a la vida animal y natural. Pasa de la novela y los cuentos a la poesía con alas, con “patas nuevas”, con el oído en el tórax. Confirma con sus antenas de escritor lo que Deleuze une: la vida (lo vivo) y la literatura. “La escritura es inseparable del devenir”, dice el filósofo y ensayista francés, “escribiendo, se deviene-mujer, se deviene-animal o vegetal, se deviene-molécula hasta devenir-imperceptible”, no se deviene hombre, no se puede, el hombre es el que nombra al mundo, lo define, lo limita, lo moldea a su imagen y semejanza, es el rey. Piñeiro cierra el poema “Abeja reina” así: “Entonces el mudo testigo / saldrá del desierto / con los ojos abiertos. / Ya no como un hombre, / no tendría sentido, / sino como una mujer”. Devenir-mujer.
En Insectario asistimos al devenir-animal, al devenir-mujer, devenir-poeta, devenir-lenguaje. Un lenguaje, un sonido puro, la estridulación de las alas de un grillo o de una cigarra que como grito de protesta se resiste a perder su misterio, su edad milenaria, su placenta ancestral, su extrañeza y torpeza, sus contradicciones, su estado animal y salvaje. Por eso tal vez, en otro texto, Deleuze dirá que la literatura es una tarea de demolición. Tarea que Piñeiro consuma con un gozo desconocido.
Fuente: La Ramona