Padres e hijos: los ausentes
Por: José Andrés Rojo
En la Navidad de 1955, cuenta Rodrigo Hasbún en Los afectos, la pequeña de los Ertl fumó por primera vez. No tenía ni siquiera trece años y el pitillo se lo pasó su madre. Estaban con los preparativos de la cena. “Te vas a marear un poco, es normal, dijo mamá y me quitó el cigarrillo para seguir fumando. Lo hacía con una mano, con la otra revolvía las verduras de la sartén”. Ahí, en ese gesto cómplice de aquella madre, se condensa su inmensa fragilidad. La noche ha creado un clima de confidencias y la mujer le cuenta a la niña que sueña con Múnich, y luego le confiesa que es como si llevara dos vidas, la dormida y la despierta, y que es más feliz cuando está durmiendo. Viven en La Paz, se han quedado solas mientras el padre ha emprendido con las dos hijas mayores la aventura de encontrar en la Amazonía una ciudad perdida de los incas, Paitití.
“Nos dimos cuenta de que mi madre murió porque mi padre llegó a la casa y pidió que nos cambiáramos”, explica Vitor, el narrador de La desaparición del paisaje, la novela de Maximiliano Barrientos publicada hace unos meses. Se está acordando de cuando era niño. Su padre llegó, se metió en el cuarto de baño, se puso a llorar. Puso la ducha para que no escucharan sus gemidos. Luego metió a sus hijos en el coche, condujo hacia el hospital, no les permitió que la vieran. Les había pedido que se vistieran con la ropa de los domingos, la que se ponían cuando los llevaban a comer a algún restaurante. “Eso quedaba lejano, mi madre quedaba lejana”.
Una mujer que ya sólo se encuentra cuando está durmiendo, otra que muere. Quedan fuera, ausentes. Las novelas de Rodrigo Hasbún y Maximiliano Barrientos no se parecen en nada, pero cuentan historias que ocurren en el territorio de la familia, así que están armadas con los mimbres de los afectos y las emociones, y tienen que ver con esos episodios que, de pronto, se graban y pesan y siguen encapsulados como una condena o como una gracia. En las tramas incomprensibles y misteriosas de la vida familiar el papel de los ausentes termina por tener un extraño peso. Como el que juega la madre de las hermanas Ertl, cuya vida parece desvanecerse en los márgenes de todo, borrada por la impulsiva y arrolladora actividad de su marido. Como la madre de Vitor que muere en la novela de Barrientos: en su caso, sin embargo, es una ausencia que lo llena todo, como si se hubiera ido y sin embargo siguiera ahí, y pesara sobre cada cosa con la misma intensidad que cuando estaba viva.
Hans Ertl fue una personalidad avasalladora. Tenía poco más de veinte años cuando a principios de los años treinta destacó como alpinista al conquistar con Hans Brehm la cara norte de la Königspitze y con Franz Schmid la cima del Ortler, dos macizos de los Alpes, donde superar las paredes heladas de este último representó una gran hazaña. De hecho, todavía hoy se conocen las rutas que utilizó allí como “los caminos de Ertl”. Estuvo luego en el Himalaya, donde en la cordillera de Karakorum acompañó a Albert Höcht a llegar a la cúspide del Sia Kangri (7.422 metros de altura). Su principal fama, en cualquier caso, le viene de su trabajo como camarógrafo en Olympia, la mítica película de Leni Riefenstahl sobre los Juegos Olímpicos de Múnich, donde utilizó varios hallazgos técnicos de su invención para rodar mejor desde las alturas o ser más elocuente en las pruebas en el agua. Durante la Segunda Guerra Mundial fue destinado como teniente del Ejército alemán con el mariscal de campo Erwin Rommel. Su misión fue cubrir con sus cámaras el avance de la Wehrmacht por el norte de África. Tras el triunfo de los aliados trabajó un tiempo como reportero fotográfico para distintas revistas hasta que, en 1952, se instaló con su familia en La Paz. Antes de embarcarse con sus hijas en la búsqueda de Paitití, Ertl había participado en distintas expediciones para conquistar las alturas del Illampu y el Illimani, las dos grandes cumbres de la Cordillera Andina que se encuentran en Bolivia, y también estuvo en el Nanga Parbat (la montaña desnuda, en urdu e hindi), en Pakistán (“con unas imágenes que trituraban el alma, tanta hermosura no era humana”, escribe Hasbún).
También la familia que retrata Barrientos en su novela viene de fuera, aunque la historia del abuelo no tenga las alargadas sombras que rodearon siempre a Hans Ertl como colaborador de Leni Riefensthal, la cineasta de Hitler, y como fotógrafo de las empresas militares de Rommel. Colum Flanagan llegó a Bolivia procedente de Irlanda en 1941; salió de Europa escapando del hambre y de la guerra. En La desaparición del paisaje es otro ausente: unas cuantas líneas para hablar de su lápida. Murió en 1978, un año antes del nacimiento de Vitor, ese muchacho que abandonó su tierra poco después de la muerte de su madre para irse a Estados Unidos y que termina rompiendo cualquier lazo con su padre. Regresa más de una década después y le toca volverse a contar su historia, con el amago fracasado de rehacerla junto a una antigua novia.
Es entonces cuando cobra estatura la presencia de aquella mujer remota. Vitor sólo tenía nueve años cuando murió, un crío que no se entera de nada. “Había que ser ciego o maricón pa no perder la cabeza con tu madre”, le cuenta su tío Leonel, setenta años, alcohólico. Lo ha vuelto a encontrar a su regreso, y hablan del pasado. “Nunca sucedió nada, tu padre era mi hermano”, le dice.
Novelas sobre lazos familiares, novelas sobre la pérdida de derroteros. Todo parece que termina ocurriendo en ese cuadrilátero donde cada cual libra un combate con los fantasmas heredados. Hasbún escudriña en la historia de las hijas de Hans Ertl. Las sigue, observa cómo se enamoran o se casan o permanecen solas, toma nota de sus inquietudes, explora las resonancias: cómo las fue sacudiendo la imponente figura del padre y cómo les influyó la ausencia de la madre. Barrientos se fija más bien en el que se ha extraviado y está procurando devolverse a sí mismo.
Leonel le explica a su sobrino que su padre, con el que el joven no llegó a arreglarse nunca, no se murió de alcohólico, lo mató “una tristeza honda que al final lo lleno de agujeros”. Luego está la mujer ausente, y Vitor confiesa algún rato que estaba “habitado por recuerdos de mi madre”: “Algunos eran recuerdos reales, otros eran inventados. Me costaba marcar la diferencia entre unos y otros: ella estaba allí, joven, siempre joven. Desaparecía al cabo de un rato, se volvía invisible”.
En Los afectos, Rodrigo Hasbún entra de lleno en la historia de la familia Ertl, pero en ningún momento se deja llevar por la imponente presencia del padre. Digamos que se lo ve al fondo: ha armado el viaje a Paitití, arrastra a sus dos hijas, lleva a otros amigos. Lo que cuenta, sin embargo, es lo que les ocurre a las hijas. O casi mejor, lo que está a punto de ocurrirles o no les ocurre del todo, lo que les pesa, lo que las impulsa o las apaga. La pequeña, Trixi, que apareció fumando siendo tan niña con su madre, sigue fumando y un día se propone dejarlo: y Hasbún anota las dificultades, la obsesión y sus fracasos sucesivos.
La segunda, Heidi, terminó casándose con aquel muchacho que su padre llevó a la expedición a la Amazonía tras las huellas de los incas. Se instalaron en Alemania, tuvieron cuatro hijos. Alguna vez, antes de que la abandonara para irse con un joven keniana, le contó a su hermana pequeña que podía aceptar sus infidelidades pero que no está dispuesta “a reproducir la vida de mamá”. Los ausentes, ella había muerto ya, siguen ahí. Mudos y lejanos, tan cercanos: como quien advierte, señala, recomienda.
También Monika se acordó de su madre poco después de haberse casado con el hijo de un hombre rico, propietario de unas minas. Su padre le escribió para desaprobar el matrimonio, molesto porque la mayor se rindiera a una vida convencional y apagara su potente personalidad. “Piensas también en tu madre, en lo cruel que fue con ella, en los chismes sobre él y Burgl, en la traición de él y Burgl, y todo eso te devuelve del lado del odio”, se dice Monika. Sí, también su padre había terminado yéndose con otra mujer después de lo de Paitití. Las vidas dan vueltas, los lazos se debilitan, las viejas complicidades se evaporan. Monika fracasó en su matrimonio y terminó teniendo una aventura con el hermano de su marido, un estudiante de medicina que estaba abrazando la causa revolucionaria. Con tanta injusticia alrededor, también Monika se rendiría al reto de la transformación violenta de una sociedad podrida. Terminó liándose con un guerrillero, uno de los supervivientes de la aventura del Che, fue con él donde sintió “que al fin había encontrado un lugar en el mundo, una misión que le daba sentido a su vida”.
En las novelas de Hasbún y Barrientos están esas mujeres ausentes, pero también parece ausente el mundo, porque las cosas que en ellas se cuentan suceden en el interior de los personajes. Son historias que hablan de heridas: de llagas que molestan por dentro, y que han ocurrido casi siempre en el entorno familiar (un veraneo en la infancia de Vitor, cuando con su hermana encontró a un tipo gordo colgado de una cuerda, suicidado). Pero es verdad que, de pronto, se produce el encuentro con unos amigos en Santa Cruz y, entonces, Vitor escucha que un ejecutivo de Petrobras observa que Evo Morales traerá la ruina, no del país, pero sí del Oriente boliviano. Y luego, eso simplemente se va viendo sin que se cuente nunca el todo, el propio Vitor vuelve a salir a Estados Unidos, como si en Santa Cruz y el resto del país no hubiera sitio para él.
También en Los afectos se desliza el ruido incómodo de la realidad. De pronto, diciembre de 1967, la historia se presenta: en un remoto pueblo están escondidos las cinco supervivientes de la guerrilla del Che Guevara. Uno de ellos es Inti Peredo, que luego entrará en relación con Monika. Pronto habrá de empezar la preparación de la siguiente aventura, la de Teoponte, cuando un montón de jovencitos se metieron al monte para precipitar la revolución y fueron casi todos aniquilados. Monika no estuvo allí, pero formó parte del corazón de la empresa. En las novelas de Barrientos y Hasbún, que andan rondando la vida íntima y lo que está escondido, de pronto suenan disparos. En La desaparición del paisaje proceden de una Beretta, y el que empuña la pistola es el tío Leonel. En Los afectos se trata de una Colt Cobra, y la que la utiliza es Monika. “Sí, si me apuran, esa es la definición de ella con la que me quedaría: la mujer que luego hizo tanto daño”, había observado casi al empezar la novela Reinhard, aquel antiguo amante y hermano de su marido.
Fuente: cultura.elpais.com/